viernes, 30 de septiembre de 2022

Blonde, desmitificar al mito

Se estrenó esta semana, no en salas de cine sino directamente en plataforma de televisión de pago.  Y mucho se habla y escribe estos días sobre Blonde (A. Dominik, 2022): unos alaban la película y otros echan pestes. En lo que sí está de acuerdo todo el mundo, es en que Ana de Armas (Santa Cruz del norte, Cuba, 1988) está sublime en su interpretación y que apunta a Oscar. Yo también coincido. Hay momentos en que parecía que Marilyn Monroe había resucitado y fuese ella misma la que estaba al otro lado de la pantalla.

Fotograma de Blonde

La mezcla de ficción y realidad siempre suscita la duda de hasta dónde es cierto lo que cuenta porque al final siempre nos queda en la retina lo que vemos en pantalla y la ficción se apodera de lo que en verdad ocurrió. Al hilo de esto, no creo que la familia Kennedy esté muy satisfecha con lo que muestra pero no quiero hacer spoiler.

Mi opinión en cuanto al resto es dispar. Por un lado, el film me atrapó como espectadora y, a pesar de que el metraje es excesivamente largo, llegué al final. Eso sí, he de confesar que lo vi en dos veces, como si de una serie capitular se tratase. ¿Cuándo realicé el corte para continuar al día siguiente? Pues por si alguien le sirve de orientación, casi justo en la mitad, cuando Marilyn conoce al escritor Arthur Miller, el que sería su tercer marido.

Más allá del recorrido sentimental de la actriz, la historia se centra sobre todo en los traumas y tormentos de Norma Jeane, la mujer que había detrás del personaje, al que ella misma tanto odiaba pero que había consentido en construir para pasar de ser modelo a ser actriz. El film arranca cuando siendo niña fue llevada a un orfanato por tener una madre desquiciada y un padre ausente y pronto muestra los abusos que sufrió (algunos dicen que consintió) para conseguir su objetivo de ser actriz. La película presenta una mujer débil pero también una mujer apasionada, libre en su sexualidad (su entrega a la propuesta de Cass Chaplin y Eddy G., los hijos de Charles Chaplin y Edward G. Robinson todavía se tilda de pura ficción), cuyo principal objetivo es que la valoren por lo que es y no por la imagen que se ha creado de ella. Repite muchas veces «no quiero ser Marilyn», ese sex symbol que enloquecía a los hombres y era admirado e imitado por las mujeres. Ella era Norma Jean, según quiere destacar el director Andrew Dominik (Wellington, Nueva Zelanda, 1968), una mujer sensible, inteligente, que leía desde Chèjov a Camus o Joyce (se dijo que dejó una biblioteca particular poblada de cientos de libros), que pretendía conseguir papeles acordes a ese perfil, descubrirse a sí misma en ellos y no quedarse en la imagen rubia, frívola, tontina y provocadora.  

No sé hasta qué punto fue ella la inspiradora del estereotipo chica rubia y guapa igual a tonta que durante décadas se extendió por doquier pero estoy convencida de que su aparición en Los caballeros las prefieren rubias (Howard Hawks, 1953) fue el detonante. Y ella se convirtió en icono sexual, en objeto de deseo que durante el rodaje de La tentaciónvive arriba (Billy Wilder, 1955) desató la ira de Joe DiMaggio, su marido entonces, celoso de que tantos mirones se deleitaran «viendo la entrepierna» mientras su falda blanca volaba al ritmo del chorro del aire del metro en una acera de Lexington Avenue en Nueva York.

Marilyn Monroe en 1955 durante el rodaje de La tentación vive arriba

Provocación es lo que Andrew Dominik utiliza como recurso en la película. Su propuesta estética combina el blanco y negro con el color, cambia el formato de tamaño de pantalla, e inserta planos con puntos de vista que suscitan una situación incómoda para el espectador, obligándole a reconsiderar su capacidad de contener la náusea.

Aquella Marilyn de Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959), la que hemos visto cantar Happy birthay al Presidente de los EE.UU, la que luego Andy Warhol coloreó a partir de una imagen de Niágara (Henry Hathaway 1953),  aparece en Blonde vulnerable, sola, atormentada y víctima de su propio personaje hasta caer en picado por la rampa del alcohol y las drogas. 

Existen muchas biografías y documentales que intentan averiguar y mostrar como Norma Jeane se convirtió en Marilyn Monroe. Con motivo del 60 aniversario de su muerte, se estrenó Descubriendo a Marilyn ( Michèle Dominici, 2021), que analiza esa transformación y denuncia el abuso de la industria sexista que dominaba el cine en los años 50.

Qué me gusta de la película Blonde: como he dicho ya, la magnífica interpretación de Ana de Armas. La fotografía es espectacular, aunque me despista y todavía no he comprendido el criterio para la elección del director del blanco y negro o el color, ya que a veces son las mismas secuencias que combinan ambos. Quiero interpretarlo como una cuestión de concepto, de mostrar la estética de los años 50 y 60.

Qué no me gusta: los excesos, aunque en Marilyn hubo muchos. Exceso de asco, vómito, sangre, naúsea. Pero sobre todo el exceso de llanto, el exceso de infantilización de la mujer y el exceso de debilidad, casi como una mirada masculina sobre el personaje.

Claro que en el fondo, el mito, la fotografía que todavía persiste de Marilyn, lamentablemente es eso. Y los mitos siempre tienen alrededor un aura de polémica. Como Blonde, que desmitifica a Marilyn para mostrar a Norma Jean y desmitificar el mito es quizás lo que más molesta. Disponible en Netflix.




jueves, 29 de septiembre de 2022

Tenéis que venir a verla

Cuando en  el inicio de una película los primeros cuatro planos son fijos y duran más de un minuto cada uno, enfocando el rostro, uno a uno de los protagonistas, sin diálogos y con un concierto de piano como fondo musical ya tiene un arranque desafiante. 

Cuando el título es tan provocativo como Tenéis que venir a verla, ya es una declaración de intenciones en sí mismo y promete algo diferente, algo nuevo.

Cuando el director, Jonás Trueba (Madrid, 1981), finaliza la película del modo que lo hace (no quiero hacer spoilers) la provocación y el desafío dejan de serlo y con la sencillez del buen gusto el espectador se queda con la sensación de que ha visto Cine, en mayúscula en todo su sentido como una pieza de arte. Y vida. 

Ese “algo diferente, nuevo” a lo que me refería antes, esa provocación, esa sencillez en el planteamiento y esa elegancia en la ejecución me retrotraen a la Nouvelle Vague, al recientemente desaparecido Godard y a Truffaut. Estructurada en secuencias con diálogos abundantes en la película vive también  la poesía con versos de Olvido García Valdés. Y tiene una fotografía muy cuidada de la mano de Santiago Racaj. Como curiosidad, el cameo de Fernando Trueba y Cristina Huete, padres de Jonás en la vida real. "Lo real: los seres, el mundo", se escucha en uno de los versos. 


Fotograma de Tenéis que venir a verla


El director se nutre de lo cotidiano para convertirlo en pura filosofía de vida a través de dos parejas jóvenes que se encuentran y comparten veladas de amistad. Excelente y natural interpretación de Vito SanzItsaso Arana, Irene Escolar Francesco Carril. Las dudas existenciales, el futuro, el modo de vivir, la incertidumbre ante la falta de recursos naturales son temas que sobrevuelan el núcleo de la película, siempre desde el humor sutil, desde la sugerencia elemental y desde la sencillez aparente. Trueba retrata "lo real" de una generación que se enfrenta al reto de la contradicción entre lo que vive y lo que desea, elegir o renunciar, la imperfección de la vida misma. Lo real.

Jonás Trueba ha hecho una gran película a pesar de su corta duración (poco más de una hora) y tenéis que ir a verla; aunque no está ya en la cartelera de las salas de cine, la tenéis disponible en Filmin


Trailer de Tenéis que venir a verla


miércoles, 28 de septiembre de 2022

Puente de Hierro

Miguel Mena (Madrid, 1959) cuyo segundo apellido es Hierro, como el puente que da nombre a su novela Puente de Hierro (Pregunta, 2022), nos lleva a través de las palabras por un recorrido que va mucho más allá de cruzar el río Ebro. 

Los puentes son lugares de tránsito y en este libro el autor nos brinda idas y venidas por el tiempo, los espacios y los hechos.



Con tintes de crónica literaria y de la mano de una protagonista testigo, Maricarmen, he vuelto a vivir en dos tardes los hechos más significativos del último cuarto de siglo XX y principios del XXI. Condensado, sí, pero destacando lo que marcó a esa sociedad de clase trabajadora, mujeres y hombres que lucharon por mejorar las condiciones de vida de sus hijos, en un tiempo en que el miedo y el color gris tendieron sus propios puentes de supervivencia. Quizás porque nací el mismo año que Maricarmen he devorado cada uno de los capítulos avanzando en el tiempo y en su propia madurez.

Lenguaje cercano, ritmo ágil y estructura natural al tempo de la novela, invitan a una lectura que se disfruta en cada página, sin estridencias ni gongorismos, con dosis precisas de emociones que animan a descubrir el capítulo siguiente. Como una crónica, Miguel Mena narra los hechos reales, con rigor periodístico, en el orden cronológico que la Historia marca; los encaja entonces en la ficción que recrea la mirada literaria otorgando categoría de novela al relato en tono realista.

Cuestión que me ha entusiasmado: la posibilidad de ver (reseño el verbo, ver) a través de descripciones escuetas pero justas los cambios de la ciudad de Zaragoza en sus calles, plazas, edificios y barrios. Todo aquello que me llegaba por la televisión a la Barcelona donde crecí y al pueblo donde vivía luego (el incendio, el atentado, el otro incendio, el descubrimiento de ruinas romanas) he podido ahora verlo de cerca, narrado por Maricarmen, que sí vivió en la ciudad del cierzo y que lo escribe en primera persona, en un pasado directo que es todavía presente en la memoria de muchos zaragozanos.

Ahora que resido a menudo en esta ciudad, recomiendo la lectura de Puente de Hierro a los jóvenes que no vivieron el fin de siglo; conocerán los cimientos y entenderán mejor la estructura actual (no solo urbanística sino también emocional) de su entorno. Y además enriquecerán mejor la base histórica reciente, la que se escribe en minúscula y no aparece en los libros de texto, la que conforman nuestros padres y abuelos, los que con su esfuerzo y silencio en un tiempo gris y oscuro, sentaron lo que ahora somos. Pero recomiendo también la novela a los que nacieron, como yo, en el siglo pasado porque la lectura se convertirá en una ruta a través de la memoria, emociones, semejanzas familiares, hechos compartidos y lugares comunes.

Puente de Hierro no es sólo Zaragoza. Logroño, Madrid, Bilbao y Barcelona dibujan en el libro una red que teje la vida de los personajes, que son también nuestros primos, tíos y abuelos, hilos de lana y seda que la emigración tendió en busca de trabajo y mejores oportunidades. El lector verá (insisto en el verbo ver) fotografías de barrios periféricos y edificios solitarios en medio de solares despoblados, sea en el Carabanchel madrileño o en el Actur zaragozano. Por eso, Puente de Hierro es un puente hacia el pasado reciente de la España de la transición y el asentamiento de la democracia. Y sobre todo, de los sentimientos que experimentaron los que vivieron los hechos. Una crónica desde dentro, sin sensiblerías ni nostalgia, con rigor literario y periodístico. 


 

jueves, 28 de julio de 2022

Tríptico de la tierra

"Somos personas porque hacemos todo lo posible por no perder el rastro del candor perdido"

Mercè Ibarz, Labor inacabada.

Me encantaría comentar el libro con la autora, Mercè Ibarz (Saidí, 1954), que se define a sí misma como “labradora de las letras, payesa de la escritura” con una clarividencia que aúna su origen y su destino. He leído Tríptico de la tierra (Anagrama, 2022) en cuatro tardes, a tan sólo 30 kilómetros de Zaidín (escribo el topónimo en castellano que es como se nombra por aquí al pueblo donde se sitúa la narración). Estamos en la misma comarca, aunque el lugar desde el que yo escribo estas líneas sea más monegrino que bajocinqueño "a la geología y la geografía les da igual la administración, lo suyo es la canción de la tierra"[1] ; en realidad, cuando se organizaron los territorios políticamente, en esta "llanura seca" se decidió la adhesión a la comarca del Bajo Cinca por cuestiones económicas relacionadas precisamente con la retirada de tierras y subvenciones que los agricultores reciben desde hace unas décadas. 

El libro aglutina tres obras de la autora: La tierra retirada y La palmera de trigo ya habían sido publicados en los noventa y ahora, en Tríptico de la tierra, se unen a la inédita Labor inacabada, escrita en plena pandemia. Hay un hilo conductor en los tres volúmenes, la tierra, las raíces, los orígenes, la verdad y la escritura. Pero también hay crítica y reflexión sobre el oportunismo, la transformación agraria, el sentido del periodismo y los inevitables cambios que trae la vida. De lo que escribe Mercè reconozco las costumbres, las palabras, los personajes, las calles, el mondongo, las butacas del cine, el calor de los rastrojos, las sierras peladas, la plantación de frutales y la Florida 135. 

La vida ha cambiado mucho en cien años por aquí y el desierto monegrino tiene ahora muchas manchas verdes. Aún con todo, no quedan casi jóvenes y las tierras siguen retirándose en algunas zonas. La agricultura ya no es una forma de vida o tradición "no tiene ni un estatuto civil. El mismo nombre de ciudadanía parece excluir a los campesinos" [2].  Parece que ni se considera base de alimentación y las inversiones estatales que prometieron fijar población han derivado solo en una transformación de  medios y distribución concentrada de la propiedad. Todo evoluciona. Para bien o para mal. Cómo me gustaría debatir todo esto con Mercè Ibarz, yo que vine de Barcelona poco después de que ella se fuese para allá. Dos visiones, dos puntos de vista que convergen en los espacios, la literatura y, seguramente, las conclusiones. 

He disfrutado cada párrafo de realidad en La tierra retirada que sin ser un ensayo ni una biografía ni un diario fija la narración con una sutileza elegante y sincera. Algunas cuestiones son paralelas a lo que plantea la película Alcarrás (Carla Simón, 2022) que, por cierto, también está a 30 kilómetros de Zaidín. La transformación del mundo rural parece el fin de una era, estamos todos urbanizados y la agricultura tradicional va desapareciendo con cada reforma legislativa en apoyo del sector. Pero para contarlo, Mercè Ibarz no expone una teoría sino que se traslada, palabra a palabra, al paisaje vital de lo cotidiano, lo que sostiene la vida y asienta los pies sobre la tierra. 

El realismo mágico en La palmera de trigo sería la versión novelada, mismo lugar, mismos personajes pero con un análisis que dosifica y muestra información y crítica sutil. La ficción nos permite escribir aquello que el pudor nos obliga a callar. El núcleo familiar, la reacción de los mayores ante los avances tecnológicos, el papel de la mujer en el medio rural, el periodismo y su declive en espectáculo, todo está entre la niebla y el sol, entre la tierra y el río, entre la magia y la realidad, hechizando al lector para que no caiga en la pregunta de si es verosímil o no. 

Labor inacabada es la llave que da otra vuelta a la cerradura, escrito veinticinco años después, un texto híbrido ilustrado con fotografías que no es ensayo, ni biografía, ni artículo periodístico, pero que cierra la trilogía como un todo indisoluble, como esas puertas de madera bajo el dintel de piedra que todavía se conservan en algunas casas de estos pueblos.

Yo también tengo labor inacabada: releer el libro en su versión original en catalán y visitar la Cartuja de Las Fuentes. Suele ocurrir que lo que tenemos cerca no lo visitamos; es curioso, he ido a Barcelona y conocido más rincones que cuando vivía allí. A su regreso de la Cartuja a Saidí, escribe Mercè en Labor inacabada “Otro día iremos a Candasnos, muy cerca de donde se ha celebrado, durante años, Monegros Desert Festival. Acabé La tierra retirada en la discoteca fragatina Florida, ahora quizá tocaría acabar esta ala del tríptico con él”[3]. Pues casualidades de la vida, yo leo ese párrafo y termino la lectura de Tríptico de la tierra justo dos días antes de que vuelva a celebrarse Monegros Desert Festival, después de “seis años de reposo y barbecho” y dos de pandemia. Es un acontecimiento que labrará con ruido, coches y gente la tierra: se esperan 50.000 personas. Estarán como mucho 48 horas y luego se irán, dejando la tierra y el polvo en silencio. Han instalado hasta un avión, un Airbus A330 que será uno de los escenarios en medio de la explanada desértica. Fui una vez al amanecer a recoger a mis hijos adolescentes, por el camino, nos queda cerca de casa. 

Estoy en ese pueblo donde tienes visita pendiente, Mercè, y café-té-cerveza-vino listos para la tertulia, aunque las noches de verano ya casi nadie baja a tomar el fresco a la calle. Cada uno está en su casa, en el sillón frente a la televisión, muchos hasta con aire acondicionado. Esas máquinas que se compran pero “no sirven para trabajar”. 

Algunos ocupamos también el tiempo leyendo. Aconsejo a quienes lo hagan Tríptico de la tierra (Mercè Ibarz, Anagrama 2022), un libro que va más allá de la crisis rural y resulta tan ameno como revelador.



Gracias Mercè por reflejar tan bien el espíritu de la zona. “Pero el dedo implacable sigue y sigue escribiendo”[4].


Ibarz, M (2022). Tríptico de la tierra (Página 344). Anagrama

2. Ibídem, p. 171

3. Ibídem, p. 329

4. Ibídem, p. 332 (Verso de Omar Jayam (1048-1131)

martes, 26 de julio de 2022

¿Quo Vadis, Aida?

Ayer vi Quo Vadis, Aída? (Jasmila Zbanic, 2020). Antes de escribir mis impresiones sobre la película quisiera considerar algunos prolegómenos anticipando, eso sí, que es un film rebosante de humanidad y que recomiendo ver. Y aunque lo parezca por el título, no es una peli de romanos. Se ubica en Srebrenica (Bosnia-Herzegovina) en 1995 los días que desencadenaron el genocidio en forma de masacre étnica que nos esconde en la vergüenza de la raza humana y nos plantea otros interrogantes.

Quo Vadis en latín es una pregunta: ¿a dónde vas? Nos traslada al Imperio Romano que llegó a abarcar tanta extensión y tanta multiculturalidad que hubo que partirlo en dos: Oriente y Occidente. Diocleciano entendió que así se gobernaría mejor. Esa línea divisoria imaginaria quedó justo sobre la península balcánica dejando en el lado occidental, el de Hispania y la Galia, lo que ahora correspondería a Croacia y una zona de Bosnia Herzegovina y el resto en la parte oriental, que miraba hacia Asia. En el año 395 d.C Teodosio repartió el imperio entre sus dos hijos: Occidente para Honorio y Oriente para Arcadio. Dos emperadores que tuvieron que bregar también contra la expansión del cristianismo, otro de los factores que llevó al declive del Imperio Romano, además de las guerras civiles, la peste, los Germanos y Sajones, los Godos, los Hunos y los otros. Guerras, enfrentamientos, luchas por la independencia, por la tierra y por el poder.

Dos mil años después seguimos igual. Aunque la ciencia, la filosofía y la cultura otorgan al género humano una mayor capacidad de pensamiento y desarrollo, sigue habiendo guerras y luchas por las fronteras, por el poder o por diferencia en las creencias. Por detrás siempre se extiende un enriquecimiento de otros, a simple vista neutrales, que negocian con armas y otras asistencias bélicas, o simplemente aportaciones monetarias que verán luego aumentadas en otros intereses económicos de inversión. Los damnificados siempre son los mismos: la población civil que sufre las consecuencias, no sólo la muerte, sino el exilio, la pobreza, la violación y la pérdida de su dignidad.

La caída del Imperio Romano se hizo efectiva primero en occidente. La parte oriental se concentró en una Constantinopla que derivó en otro imperio, el Bizantino, durante siglos. La línea divisoria seguía estando en tierras de Los Balcanes. Luego, en la Edad Media, fue el Imperio Serbio quien dominó la zona,  mas tarde llegó la invasión Otomana y siglos después diferentes luchas reclamaban territorios y naciones, independencias e identidades, desde Bulgaria hasta Grecia, pasando por Albania, Serbia o Bosnia. Ya en el siglo XX, los historiadores coinciden en situar la Guerra de los Balcanes como la desestabilización que encendió la I Guerra Mundial. Finalizada la contienda de nuevo las fronteras se movían de un lado a otro. Y lo mismo ocurrió tras la II Guerra Mundial: Dalmacia, Montenegro, Herzegovina, Macedonia, Eslovenia, Croacia, Bosnia, Serbia, Kosovo… todo se fusionó en Yugoslavia, que es lo que yo tenía en los mapas de mis libros de geografía cuando estudiaba. El baile de fronteras parecía haber finalizado.

En esa época en la federación socialista de Yugoslavia Tito había sido elegido presidente por sexta vez y en mi colegio pusieron Quo Vadis (Mervyn LeRoy,1951) una película que mostraba la persecución de los cristianos en el año 64 d.C bajo el dominio del emperador Nerón. Cuenta la tradición que el Apóstol Pedro salía de Roma con intención de esconderse en plena persecución de los cristianos y divisó un resplandor (que los creyentes identifican con la figura de Jesús). Entonces le preguntó: “¿Quo Vadis, Dómine?” (¿A dónde vas, Señor? La voz le respondió: “Voy a Roma para que me crucifiquen de nuevo pues si abandonas a tus ovejas yo estaré allí con ellos”. San Pedro, avergonzado, regresó de nuevo a Roma y cumplió con la misión que le había encomendado su señor Dios. No mucho después fue apresado y crucificado.

Ahora, esa misma pregunta en latín da título a otra película donde no aparece San Pedro, ni la figura resplandeciente de Jesús, ni tampoco los cristianos perseguidos. En este caso son musulmanes bosnios que huyen del asedio serbio y del odio étnico.

Quo Vadis, Aída? (Jasmila Zbanic, 2020) encierra una reflexión en sí misma que lleva al espectador, incluido el título, a esos preámbulos: persecución, fronteras, siglos de historia y una pregunta que cuestiona mucho más de lo que interroga. Quo Vadis, Aída? se sitúa en 1995, en Potocari – Srebrenica (Bosnia Herzegovina). Es una película magníficamente rodada e interpretada por su protagonista Jasna Djuricic y por todo el elenco que la acompaña.  En el inicio, la fuerza de las miradas de los actores y la excelente dirección hablan tanto o más que el larguísimo preámbulo de esta entrada.

La realidad que muestra la cinta parece estar ocurriendo frente a la pantalla como si de un documental se tratase; la puesta en escena es impecable y el realismo aleja en todo momento al espectador de que se trate de una obra de ficción. Pero lo que quiero destacar por encima de todo es esa realidad ficcionada que la obra narra, una guerra incomprensible (como la mayoría de ellas) que la comunidad internacional no supo (o no quiso) parar y se prolongó durante cuatro años en tierras balcánicas, dando lugar a otro genocidio, como si no hubiésemos aprendido nada después de los horrores de la II Guerra Mundial. En este caso, la película muestra la masacre que el ejército serbio llevó a cabo sobre la población civil de etnia bosnio musulmana, bajo las órdenes del general Mladic. Amigos, vecinos, compañeros de trabajo que meses antes compartían el autobús, las aulas, las calles y los comercios eran ahora los asesinos que disparaban sus fusiles. Lo más desconcertante es que todo ocurrió bajo la mirada de las Naciones Unidas, que tenían la zona bajo su protección. En la película queda latente la incompetencia y pasmo de los cascos azules, pero también de toda la comunidad internacional. 

La trama se personifica en una maestra que la ONU contrata como intérprete. Desde esa posición privilegiada, Aída intenta salvar a su esposo y sus dos hijos. Corre de un lado a otro en medio del caos en busca de soluciones para evitar a su familia lo que inevitablemente ocurriría con los 25.000 refugiados allí reunidos: hombres y mujeres separados en camiones y autobuses con una ruta hacia ninguna parte. Todos conocemos el resultado pero ninguno de nosotros estuvo allí. No obstante, la muerte y el horror tienen un tratamiento elegante (por decirlo de alguna manera) en la cinta, mediante la elipsis; así el espectador puede continuar mirando la pantalla. 

Quo Vadis, Aída? puede considerarse como "fuente y elemento didáctico para transmitir y conocer los hechos que narra", es decir, responde a las dos preguntas que en su momento planteé en mi TFG sobre si "las películas de ficción deberían considerarse una fuente para la Historia y, por otra parte, hasta que punto esas películas son una herramienta didáctica para la transmisión de hechos históricos a un público no especializado". Otro ejemplo para mi colección. 

Sin hacer espoilers, al final queda constancia de que los que sobrevivieron a las matanzas y violaciones todavía buscan respuestas y se arriman a la vida como mejor pueden. 

Una película imprescindible que estuvo nominada en los Oscar, Bafta y Gaudí entre otros y obtuvo el reconocimiento como mejor película, dirección y actriz en los Premios de Cine Europeo 2021. 

(Ver trailer V.O)

Trailer en español

miércoles, 1 de junio de 2022

Concha Alós. Realismo necesario

Mi madre nació en 1926. Tenía diez años cuando estalló la Guerra Civil. Fue una de las muchas niñas que se hicieron mujeres en medio del caos y el espanto. Me contó que afortunadamente en el pueblo donde vivía no hubo ni demasiados muertos ni demasiada miseria. Sin embargo, la realidad en otras partes fue mucho más cruel, sucia y putrefacta. Concha Alós, que también nació en 1926 y tenía diez años también cuando parte del ejército se sublevó contra el gobierno legítimo, narró en El caballo rojo las penurias por las que pasaron aquellos que tuvieron que huir de sus casas, como ella, dejando no solo sus bienes materiales, sino también la estructura de sus vidas.


Felix Alegre, el protagonista de la novela es uno de ellos. El caballo rojo es el bar de Lorca donde trabaja como camarero. Pero Felix ni es camarero ni es de Lorca. Antes de la guerra, vivía con su familia en Castellón, era vendedor en una tienda de tejidos y, como miles de españoles, se desplazó huyendo de la muerte, abandonando sus hogares con la esperanza de encontrar un lugar donde refugiarse del horror. Sin embargo, la podredumbre y la miseria estaban en todas partes. Sobre todo en el bando de los vencidos. La novela está impregnada de dolor, rotundo pero descarnado, en el que un grupo de refugiados sobrevive entre piojos, estrecheces y miedo.

Mi madre no pasó hambre. En casa tenían gallinas que ponían huevos y los cinco hermanos sobrevivieron con tortillas en trampa que su madre repartía en porciones y el pan negro que amasaban con salvado de trigo dos veces al mes. Aunque cuando llegaban los militares requisaban todo lo que encontraban. Así que su familia huyó con otras familias del pueblo a una casa en medio del campo donde permanecieron hasta el final de la guerra. Desplazados. Mucho miedo, eso sí me explicó mi madre que pasó. Recordaba esconder la cabeza entre los brazos y agazaparse debajo de la mesa cada vez que pasaban los aviones cargados de bombas. También explicaba que muchos alemanes, italianos y milicianos transitaban la carretera en camiones y coches. Simone Weil (París 1909-Ashford 1943), la filósofa francesa, iba en uno de esos vehículos, alistada en una unidad internacional de la columna Durruti. Estuvo pocos días en el frente, en Pina de Ebro. Ella era pacifista pero en su conciencia quiso apoyar a la defensa anarquista y cargó con un fusil al hombro. Sin embargo, su experiencia le llevó a reflexionar sobre el acto de matar: “el miedo y el gusto por matar”[1]. Mi madre, no supo nunca de la existencia de Simone Weil ni que había pasado por delante de su casa. Cada una vivió la guerra de un modo con elementos comunes:  miedo, hambre, desencanto y muerte.

Concha Alós publicó El caballo rojo en 1966, en pleno franquismo (la Historia habla ya de cierta “apertura” en ese año). La autora no establece juicio de valor desde su voz explícita aunque ofrece datos históricos y centra su narración en el último año de la guerra. Salvó la censura, supongo, gracias a que su posicionamiento en el bando de los vencidos abarca el punto de vista de la derrota y muestra con apostado beneplácito las bondades que “los nacionales” ofrecían cuando ocupaban los territorios conquistados: “botes de leche condensada, panecillos y comida caliente”[2]. No escribe Alós sobre los campos de concentración ni los fusilamientos ni las represalias que llegaron después, aunque los insinúa veladamente; no hubiese sido posible publicar, entonces había que mostrar entre líneas y encontrar la manera de burlar a los censores.

Descubrí a Concha Alós (Valencia 1926-Barcelona 2011) gracias a La NAVAJA SUIZA, editorial que en una magnífica labor de recuperación de esta autora, publicó en 2021 Los enanos. Alós ganó el Premio Planeta con esta novela que presentó con el título El sol y las bestias. Pero antes había intentado publicarla con Plaza & Janés que le rechazó la oferta. No obstante al conocer la concesión del premio, Plaza & Janés reclamó sus derechos y a Concha le retiraron el Planeta. Aunque dos años después, volvió a ganarlo con Las hogueras. Ahora que están tan de moda los rankings cabe destacar que es la única mujer que ha ganado dos veces el Premio Planeta. En los 90 enfermó de Alzeimer y murió en 2011 en una residencia, sola, sin recuerdos y olvidada. La labor de LA NAVAJA SUIZA para recuperar su obra y restituir de alguna manera ese olvido injusto es encomiable. Concha Alós es una autora con voz propia, su realismo no costumbrista sitúa el instante, el lugar, el ambiente; el lector visualiza, oye, percibe. La escritura proporciona una visión no endulzorada de esos episodios que nuestras madres y abuelas vivieron, pero sin caer en el drama excesivo.

En Los enanos, por ejemplo, que data de 1962, Alós pone el foco en el mundo femenino de los años 50, una época donde las mujeres no tenían acceso a formación académica superior si no pertenecían a clases sociales altas y pasaban de la dependencia del padre al marido. El mayor deseo para ellas era conseguir un buen marido para tener una casa donde vivir. Esa era toda la aspiración de independencia. Concha Alós burló también en esa ocasión a la censura, a pesar que escribe explícitamente “Franco manda mucho” y sugiere entre líneas la escasa libertad y la negrura en la que vivía la sociedad española.

En El caballo rojo, como en Los enanos, los personajes están atrapados en una telaraña donde entrecruzan sus vidas. Su objetivo es sobrevivir en medio del silencio, la oscuridad y el terror. Alós no crea personajes intelectuales ni argumenta posiciones políticas (le hubiesen censurado los libros). Sus protagonistas pertenecen a clases trabajadoras y profesionales, sobrevivientes de miserias. Pero no se recrean en el dolor, invierten sus energías en la supervivencia del día a día, los acontecimientos suceden de forma natural, sin asmamientos ni dramatismos excesivos. SI bien en Los enanos hay secuencias casi berlanguianas, en El caballo rojo no hay lugar para la ironía: la guerra no da pie a ello. Trae el eco de un silencio desgarrado por el hambre, incluso hasta el favor sexual consentido a cambio de “sacos de patatas, latas de conserva, legumbres y pan”[3]. El hambre obliga a hacer o a callar para sobrevivir. La guerra trae muchas mentiras, hasta en los partes de muertos que siempre son más en el bando enemigo[4]. Sin embargo Alós no miente, escribe mostrando la verdad más cruda. Así como Agota Kristoff (Hungría 1935-Suiza 2011) en la trilogía Claus y Lucas, inventa una especie de magia para vestir el puñetazo de dureza, Alós no disfraza nada.

En El caballo rojo el café que se sirve es achicoria y las patatas que se cocinan son boniatos; los trajes y los zapatos están raídos, las familias viven en lugares con escasa ventilación y abundan las moscas. También como en su anterior novela los olores, los colores y los espacios se convierten en imágenes explícitas, reales, aunque no sean agradables a los sentidos. Hay ampollas que se revientan en los pies, amputaciones de mancos y cojos, cera en los oídos de los hombres, poca luz en las estancias, calor y vapores, lluvia y barro, pañales y orines. Todas las descripciones son diegéticas, nada es gratuito y todos los adjetivos están a disposición de la historia que se cuenta. En este caso, una guerra. La guerra huele mal, está llena de dolor, de sangre, de hambre y de muerte. Da asco. No hay belleza ni amabilidad entre los párrafos, la metáfora y las palabras. Su literatura es menos amable que el realismo social de sus contemporáneas Martín Gaite (Salamanca 1925-Madrid 2000) o Laforet (Barcelona1921- Madrid 2004). En Alós no hay condescendencia. Y sin embargo la narración es elegante, fluida, bella en su hedionda realidad, a un ritmo que acompaña al lector y le invita a seguir a los personajes. Todo es negativo, incluso la maternidad, no ilusiona, supone una carga, un peligro: “pezones que se abren, noches sin dormir”…Y los niños no son una bendición: “mear, eso es lo que hacen los niños. Mear siempre. Pudrir los colchones”[5]

Concha Alós escribió El caballo rojo hace casi 60 años y sin embargo el modo de narrar es tan actual como si de una novela del siglo XXI se tratase. En Tiempo de Silencio, Martín Santos (Marruecos 1924-Vitoria 1964) introdujo un realismo alejado del costumbrismo pero la estructura seguía siendo arquetípica. Sin embargo, Alós intercala los tiempos, va del pasado al presente, introduce un personaje y luego otro, narra sus antecedentes, vuelve al presente y al pasado de la acción para explicar los acontecimientos; intercala los tiempos narrativos también. A veces narra en paralelo, como si de una serie televisiva se tratase, y ello aporta una fluidez donde nada sobra y todo es preciso. Incluso la suciedad, que arranca la náusea del lector, por qué la guerra es nauseabunda. 

No hago un spoiler ni desvelo nada que no sepamos: la guerra acabó con el triunfo de las tropas sublevadas. Llegaron años de más náusea, más silencio y más hambre. Sin embargo, en el final de la novela Alós apuesta por un impulso de comienzo. Quizás en 1966 ella se planteó ese mensaje como un punto de esperanza. La realidad es que las niñas que nacieron en 1926  y comían pan negro durante la guerra fueron luego esas mujeres que nos enseñaron a ser fuertes y libres.

Se ha escrito mucho sobre la Guerra Civil, sobre el franquismo, sobre la posguerra… Pero hay que leer a Concha Alós. Es un realismo necesario. Por qué todavía persisten las guerras, la muerte, los desplazados y esto que escribió en 1966 lamentablemente sigue vigente: “Los hombres pueden llegar a no ser nada. Los hombres pueden convertirse en una máquina de matar” [6] .Y todavía no ha conseguido la humanidad esa “justicia social e igualdad para todos los hombres”[7] que prometen las victorias. Apuesto a que en esto estaría de acuerdo Simone Weil. Y también mi madre. 

Este mes hay Feria del Libro en muchas ciudades. Buena ocasión para adquirir las magníficas ediciones que LA NAVAJA SUIZA ha publicado de las obras de Concha Alós.



[1] Weil, S. (2001). Cuadernos (Página 165). Trotta S.A.

[2] Alós, C. (2022). El caballo rojo (Página 209). (La navaja suiza editores, Ed.) Madrid: Humbert Humbert S.L.

[3] Ibídem, p. 31

[4] Ibídem, p. 87

[5] Ibídem, p. 89-90

[6]  Ibídem, p.70

[7] Ibídem, p. 118

 

 


viernes, 20 de mayo de 2022

Amarillo

El lenguaje de los colores tiene significados diversos. En el caso del amarillo, que es el color por excelencia del sol, está lleno de contradicciones. Las rosas amarillas, por ejemplo, son símbolo de optimismo y alegría de vivir. Sin embargo, en el teatro, es augurio de mala suerte y tragedia y los actores jamás visten ese color. Camino Díaz ha asignado el color amarillo a la tristeza. Para descubrir por qué, recomiendo leer la novela que ha publicado con mimo Los libros del gato negro. 

El tiempo, la luz, los aromas, los sonidos…todo compone un cuadro que el lector visualiza en El color de la tristeza es amarillo (Camino Díaz, 2022). La autora escribe en cada página un acompañamiento fiel a su nombre, un camino de palabras y sucesos, una senda literaria que atraviesa la realidad para llevar al lector a la magia, ese trazado entre los hechos y los sueños, lo que ocurre y lo que se desea, el espacio donde esconderse para huir del dolor. Ese lugar donde se refugia la protagonista.

Los personajes, tan bien construidos, resultan familiares a quienes vivimos en pueblos monegrinos, así como los espacios, los olores y el paisaje, que es un personaje más de la novela. Más allá de los campos amarillos calurosos y llanos, hay también un paisaje de huertos en tierra húmeda, sombras agradables donde descansar del calor y riachuelos con peces que viven junto otros seres mágicos lejos de la sequedad. Y es que la magia se funde con la rudeza de la vida rural, las miradas, los susurros y las historias de otro tiempo y otros lugares. No obstante, todos comparten tonos amarillos. La vida y la muerte. 

Ese paisaje y los sucesos que ocurren en la historia están dibujados en el tiempo donde se funde memoria, dolor y silencio, pero también esperanza de vida. Ese tiempo al que se refería T.S. Eliot en su poema Burnt Norton: “tiempo presente y tiempo pasado se hallan, tal vez, presentes en el tiempo futuro, y el futuro incluido en el tiempo pasado”. En El color de la tristeza es amarillo, las historias se entretejen y el pasado está en el presente que vuelve una y otra vez al pasado para vivir y morir. 

No voy a destripar la trama pero quiero destacar que las ausencias y las presencias, la vida y la muerte, conviven en la frontera mágica, saltando de un lado a otro, como la infancia cuando todavía juega con la inocencia cuando se resiste a crecer, a entrar en ese mundo adulto en el que irremediablemente todos tenemos que discurrir.

Por último, quiero mencionar la cuidada edición que Los libros del gato negro ha realizado, y queda latente en la nota de la última página donde se indica que el libro se imprimió en otoño…el resto de la cita no lo transcribo; mejor leerla después de haber leído el libro.


lunes, 2 de mayo de 2022

El lugar a dónde volver siempre

Leer a Antonio Muñoz Molina es como asistir a una representación clásica donde uno disfruta no sólo del contenido sino de la elegancia armoniosa del texto, un lugar al que por mucho tiempo que pase no caduca jamás. Un lugar a dónde siempre se quiere volver.

Precisamente esa es la cuestión que titula la obra Volver a dónde (Seix Barral 2021). Sin interrogante; más que una pregunta es una afirmación, un planteamiento desde la duda que el propio autor plantea (y se plantea) para llegar a conclusiones que son lecciones de vida y en las que nos reconocemos todos: el recuerdo, la memoria, lo íntimo, lo preciso, lo cercano. “Quería fijarme en lo específico en este tiempo nuevo, lo concreto, lo que se olvida porque nadie le da importancia, lo que no aparece en los libros de historia, lo que no puede recordar más que quien lo ha vivido”, expone el autor.

Antonio Muñoz Molina escribe un diario durante la pandemia Covid-19. Parte de un confinamiento para adentrarse en reflexiones que probablemente todos nos hicimos en ese momento, y deja constancia de los hechos que sacudieron la cotidianidad de nuestras vidas. A partir de ahí, exhibe los recuerdos que van apareciendo en esa situación extrema e inusual. Establece, a veces, paralelismos entre el presente y el pasado, que nada tienen que ver, lugares y situaciones a los que la memoria regresa y abre su pensamiento a la proyección que concibe este libro.

Y lo muestra sin excesos en el sentimiento pero con la suficiente nostalgia para emocionar, con la dulzura precisa pero sin empalago, con el drama necesario pero sin caer en la tragedia gratuita. Por otra parte, obsequia al lector con una narración de extrema belleza.

Escribe sobre la vida y la muerte, sobre la enfermedad, sobre la vejez, sobre el trabajo, sobre la familia, sobre esas preguntas vitales que muchas veces no tienen respuesta; incluso hay cierta crítica, no en términos ideológicos sino en lo pragmático hacia esa clase política que “se rebela como una turba parásita que no se ocupa de arreglar los problemas verdaderos que existen”. 

Escribir con pluma estilográfica otorga al autor la pausa y la destreza para elegir cada una de las palabras que describen la huerta, la labranza, la matanza del marrano, la aspereza que hacía a los hombres “tener sangre” y a las mujeres tener aguante. Ese vocabulario tan bien cuidado es deleite para el lector que visualiza, a través de las palabras, cada secuencia como si estuviese frente a la pantalla de cine y permite incluso percibir olores y aromas en cada uno de los ambientes. Leer a Antonio Muñoz Molina se convierte en una experiencia sensorial más allá del goce intelectual. 

Hay una filosofía de vida sin estridencias, adaptando la condición de vida a la libertad individual, pero también a la responsabilidad colectiva estableciendo un compromiso hacia la condición humana que debemos entre todos mejorar. La pandemia es el hilo conductor, la excusa, pero la familia es la protagonista y guía. Muñoz Molina combina la visión de dos épocas, de dos generaciones, formas de vidas diferentes, lo rural y lo urbano, la modernidad y la tradición. Hay un homenaje a los ancianos, a la agricultura, a la usanza del esfuerzo, a la costumbre con solera y elegancia. 

Los nombres y el día de los santos que los conmemoran fijan la realidad en una ficción donde la fecha del nacimiento no se celebra, un espacio donde la importancia de los detalles traslada al lector a un lugar dónde siempre se puede volver.

lunes, 25 de abril de 2022

Nueva librería para visitar

Victor Juan (Zaragoza, 1964) ha abierto una librería y eso es siempre motivo de celebración. Para mí que crecí en una, lejana en el tiempo y en el espacio, también lo es. Este nuevo establecimiento se ubica en el barrio donde habitan la ficción y la realidad, en la calle Literatura. Tiene un atractivo escaparate con libros muy bien dispuestos por Luis Rabanaque, hombre polifacético y generoso que también ayudó a ordenar las estanterías de la tienda. Cuando cruzas la puerta encuentras un universo de palabras e ideas

En la Librería Jover editada por Los libros del gato negro se respeta el silencio para escuchar el eco que cada página abre el pensamiento.

Hay en esta librería mucha vida. Pero también hay soledad, cáncer, muerte, dolor y desgarro. Sin embargo se transparenta felicidad en los cristales de la puerta, siempre abierta, que invita a entrar una y otra vez.

Los clientes de la librería son diversos, un joven, un abuelo jubilado, una mujer viuda, un pastor, una maestra, un ingeniero poeta… todos hablan con el librero, Juan Jover, que dejó su vida anterior para abrir esta librería, apostando por hacer lo que a uno le hace feliz.

Es esta novela un manual de filosofía y libertad, de apostar por hacer aquello que queremos hacer y no lo que nos imponen las circunstancias. El autor de Librería Jover nos convence de que nunca es tarde si hay “tesón, coraje y voluntad para llegar a ser quien se quiere ser”.

También hay empuje y ánimo para trabajar en aras de mejorar el mundo. Hay generosidad. Hay mucha bondad, no empalagosa. Hay amor, sin ataduras, amor puro y desinteresado.

Hay una esperanza en el futuro, en la enseñanza que lo configura, en las palabras y en los libros como éste, repleto de lecciones que aprender mientras se disfruta de la lectura. Gracias maestro, profesor, escritor por compartirlas en esta maravillosa Librería Jover


Librería Jover (Juan.V, 2022) Libros del gato negro
 

Casualidades y coincidencias


“…la literatura es lo más importante de mi vida, y por ella estaría dispuesta a sacrificarlo todo. Al fin y al cabo, es otra forma de amar, a través de las palabras”.

NORAY. Martín Rodrigo, I. (2022) Las formas del querer (Destino)


Habitan en Las formas del querer las más valiosas: amistad, amor, hermandad, fidelidad, vecindad, maternidad, generosidad, sinceridad, e incluso otras que distorsionan el verbo pero no dejan también de ser formas de querer: conveniencia, consuelo u odio como dicotomía que la razón interpone ante el corazón herido. Pero sobre todas ellas quiero destacar la forma de querer a la literatura, a la escritura y a la lectura que viste cada una de las páginas del libro y me llevó al final a desear comenzar de nuevo, como si hubiese creado una adicción. Regresé a la primera página compulsivamente, no quería dejar de leer y de vivir junto a Noray e Ismael, Carmen y Tomás, Marta, Filomena, Trini o la bisabuela que se llama como la mía y como yo, casualmente.

Casualidades y coincidencias en rojo

Decía Inés Martín Rodrigo (Madrid, 1983) el otro día en un tweet que cada vez cree más en las casualidades o en las coincidencias. Tengo yo en este libro señaladas con postits rojos tantas como si la autora me hubiese entrevistado en profundidad y lo hubiese considerado material interesante para plasmarlo en una novela. Imagino que todos creemos que nuestras vivencias son únicas, pero la realidad es que compartimos muchas coincidencias y estoy segura de que la mayoría de lectores van a encontrar en Las formas del querer mucho de cada uno. Es una historia que narra lo universal en lo cotidiano, y centra en el particular cuestiones generales, sobre todo las del querer, que son las que nos mantienen vivos.

Se trata de una novela ambiciosa en el tiempo pues relata gran parte del siglo XX sobre todo desde la segunda mitad, la época de nuestro pasado reciente. Y lo hace a través de personajes perfilados con acierto, entrando a tiempo en el armazón de la trama, cada uno con voz propia, con su historia bien cerrada, en su ambiente, tan reconocible por todos los que hemos transitado entre el pueblo y la ciudad que más que leer me ha parecido estar viviendo entre ellos. Esa cercanía y calidez del costumbrismo popular rural que la autora trata con delicadeza muestra un respeto enorme por nuestras raíces sin caer en la zafiedad que muchas veces se otorga a los pueblos y sus habitantes. La exquisitez viene de la mano de la sencillez y la naturalidad, tanto en el lenguaje como las descripciones y en el transcurso de la historia que cuenta la novela. 

Hay muchos temas transversales que discurren y en una conversación con la autora daría para muchas palmeras de chocolate o muchas cervezas de botella verde compartidas. Además hablaríamos de esas coincidencias que van más allá del nombre de mi bisabuela. Pero ahora quisiera destacar el tratamiento del papel de la mujer en la sociedad de esa época, callado y discreto, sometida por ley y por costumbre al hombre, al marido o al padre; más allá del machismo o el feminismo en el que ahora pudiéramos catalogar, opinar o parecer, era una cuestión cotidiana y aceptada. Se entrevera incluso la violencia de género. Sin embargo esas mujeres fueron pilar de lo que somos ahora nosotras y sentaron las bases de nuestra educación y nuestra fortaleza también.

Otro tema que trata con rigor la novela es la anorexia; hablar de ello es necesario, escribirlo en una historia de ficción con pulcritud como lo ha hecho Inés Martín Rodrigo es admirable. De la voz de Noray, en primera persona, reconociendo el trastorno psicológico, analizando el origen, las trampas y autoengaños, el temor perenne a la recaída. Por cierto, seguro que algunos se cuestionan de donde sale el nombre de Noray; obtendrán la respuesta también en el libro.

La homosexualidad y la persecución que el régimen impuso durante el franquismo, o las heridas que la Guerra Civil dejó, no sólo físicas, sino en el seno de la convivencia revisten también la trama de situaciones y hechos que discurren con naturalidad, sin barroquismo ni excesos, ni en la alegría ni en el sufrimiento, ni siquiera en la resignación. Pero sobre todo, Las formas del querer es la historia de nuestra familia, nuestros abuelos, nuestros padres, nosotros mismos estamos en la vida y en la muerte de esos personajes de ficción. Escribe Noray, la narradora/testigo que al final es también protagonista: “A veces tengo dudas de si a ellos les habría gustado verse así reflejados por mí”. Me permito tomar la voz de Carmen para responderle: ¡Pues claro que sí, prenda! ¡Con lo bien que lo has escrito todo!

Como lectora me declaro fan incondicional de Inés Martín Rodrigo y recomiendo encarecidamente la lectura de Las formas del querer, merecido Premio Nadal 2022.

Como escritora inédita confieso mi admiración por su escritura, el uso del lenguaje, el punto de vista de los narradores, el ritmo, la estructura y su forma de querer la literatura. No me gustan las comparaciones pero leer a Inés Martín Rodrigo me ha evocado a otras dos "Cármenes" que admiro y con las que la autora comparte varias coincidencias: con C. Martín Gaite su primer apellido, con C. Laforet el Nadal. 

Con ambas, la elegancia en la escritura.  ¿Coincidencias y casualidades?

viernes, 22 de abril de 2022

La parada del Día del Libro

En mi memoria infantil, el 23 de abril siempre era un día grande, de mucho trabajo pero festivo para mí. Además era el santo de mi padre, que se llamaba Jorge. Todos los años él preparaba a primera hora de la mañana “la parada de libros” en la calle: montaba el tenderete con unas tablas y caballetes que vestía luego con una enorme bandera de muchos metros y que el resto del año yo veía en una repisa de la trastienda mientras hacía allí los deberes. Pasé más horas en la librería que en casa. Digo yo que por eso amo tanto a los libros. La nuestra era una librería de barrio, amplia y con secciones también de papelería y juguetería (algún día escribiré sobre la noche de Reyes y otras curiosidades) y llevaba el nombre de mi madre que también es el mío. Era una tienda de proximidad, que se diría ahora. Ella sabía, nada más ver entrar a los clientes por la puerta, qué quería cada uno, pero les dejaba deambular, buscar por las estanterías y ojear los libros con libertad

Sé que mis recuerdos se alimentan también de la ficción en los detalles que no son capaces de revivir, pero algunos son muy nítidos. El Día del Libro se configuró como un día importante, tanto o más que Navidad o Reyes. Por un lado era para mí un día de fiesta, de asueto en el colegio ya que mis padres justificaban mi ausencia al día siguiente con una nota que seguramente alegaba “la niña se sintió indispuesta”. Esa mentira era para mí un motivo de celebración; me permitía estar todo el día en la tienda, en realidad en la calle, en “la parada de libros” donde se disponían destacando las novedades, ordenados por géneros, novela, poesía, clásicos, sección infantil, manuales de psicología, ediciones de bolsillo, valiosos ejemplares ilustrados de historia y geografía, libros, libros, libros.

«Vigila la parada», me decía mi padre. Y yo, que no alcanzaba todavía el metro y medio, me colaba entre los clientes que ojeaban los libros y les preguntaba: «¿Se lo queda? Si le gusta tiene que entrar a pagarlo». Me sonreían desde arriba y estoy segura que alguno llegó a comprarlo animado por mi atrevimiento pizpireta. A mediodía no cerrábamos y el día de San Jorge comíamos por turnos en la trastienda unos bocadillos que nos traían del bar de al lado. A mí me gustaba el de queso con pan con tomate chisporroteando con las burbujas de una Coca-Cola que entonces todavía se envasaba en una estilizada botella de cristal.

Mis recuerdos de ese día son siempre luminosos, brillantes, soleados, coloridos y con aroma a rosas pues en Barcelona era costumbre ya entonces que los varones regalasen a sus novias, esposas, amantes o queridas una rosa roja. Pero a principios de los setenta, aunque yo no fuese capaz de percibirlo, habitaba en el aire un peligro muy gris. Algunas veces entraban en la tienda unos señores con gabardina que siempre iban en pareja. Los recuerdo serios y protocolarios, con la mirada exigente y autoritaria. Le pedían a mi madre unos papeles que ella sacaba de una carpeta azul del cajón donde también guardaba facturas y contratos. Luego se paseaban por la tienda examinando las estanterías y escrutando los rincones como si buscasen algún silencio escondido o alguna voz callada. Mi madre permanecía inmóvil y me enviaba a la trastienda con un gesto que yo entendía para quedarme quieta. Era lo único que podía comprender. Creo que alguna vez dos de esos señores con gabardina y ceño fruncido obligaron a mi madre a retirar algún libro de la estantería. Otras veces fueron revistas lo que secuestraban; algunas publicaciones ni siquiera llegaban al mostrador. El día del libro también solían pasar y se acercaban a la parada, rebuscando a través de sus gafas de cristales oscuros algún título censurable. Pedían los papeles, revisaban que todo estaba en regla y si no encontraban nada sospechoso se alejaban calle abajo. Se respiraba un aire aliviado en ese momento. 

Mis primeros pasos sobre el mostrador de la tienda. Años 60
Mi madre y yo en la puerta de la librería. Años 60

Fui creciendo y cada vez alcanzaba mejor a la parada de libros, aprendí a colocarlos con criterio, aprendí a mimarlos y a leer entre líneas por si los señores de gabardina venían a revisar. Cuando acabé el BUP la vida cambió (eso daría para muchos posts) y la librería dejó de existir. 

Por suerte, las gabardinas pasaron de moda, el silencio gritó y el temor fue liberado. Y en mi memoria quedó para siempre el Día del Libro como un día grande, una fiesta para manifestar mi amor por los libros y por las librerías. Por eso, todos los años, si puedo, salgo a la calle a ver “la parada de los libros” y animo a todos a que lo hagan.

Seguro que encuentran la voz parecida a la de mis recuerdos infantiles que les invite a comprar ese libro que están ojeando. ¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!

Con mis padre paseando por Plaza Cataluña. Años 60