lunes, 29 de abril de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (III)

Día 3. Después de dos días vertiginosos necesitamos reposar. En realidad la propuesta es mía pues hoy es el día de la presentación de Cuestairsemotivo inicial del viaje: llevar mi novela a La Paloma, lugar donde comienza y acaba la historia. Ya ni me acuerdo del jet lag, pero preciso tranquilidad y reflexión, pensar las emociones y las palabras. Soy novel en esto, tan sólo he presentado el libro tres veces antes de cruzar el océano y quiero hacerlo lo mejor posible. 


                                  
Así que me quedo toda la mañana en el hotel. Hay una piscina donde refrescarse y paz absoluta en el jardín. Ambiente tropical, calor. 24 de enero. Es la primera vez que visito el verano en invierno. Revisamos con Inés las ideas para el evento de la tarde. Ella será quien me presente, es de aquí y ha sido la instigadora para hacer posible este sueño.


Descubro que los versos  escritos en la pizarra junto a la piscina corresponden a la letra de Un lugar de medio locos, una canción que habla de Uruguay y de La Paloma. La busco en internet. La canta Florencia Nuñez y la corean también nuestros amigos uruguayos cuando nos vienen a buscar con el coche. Parece que todos la conocen en La Paloma, les identifica (Incluyo el enlace Youtube al final de este post para que podáis escucharla).


Complejo Anaconda


Nos espera un delicioso asado uruguayo. El asado es una religión en Uruguay, como en Argentina. No hay vivienda que no disponga de su rincón para el asado, una infraestructura bien diseñada para guardar la leña, encender el fuego y trocear las carnes. La parrilla. Si no hay parrilla no hay hogar en Uruguay. Incluso cuando vayamos luego a Montevideo podremos encontrar parrilla en el jardín del bloque de apartamentos. El surtido de carnes es diverso: Chorizo (ellos le llaman así a lo que aquí sería la longaniza, más o menos, pues no lleva pimentón), mollejas (la glándulas salivales de la ternera). Y ternera, claro, Tira de asado, un corte especial muy jugoso. Hay carne de dos variedades: de novillo y otra que no recuerdo el nombre, pero que es también de vaca. Competimos en opinar cual era más tierna. 

¡Qué buen ambiente en el jardín de mis amigos! Lo más emocionante es que estamos en el lugar real que da título a la novela, Cuestairse. Existe, si. Lo explico en todas las presentaciones del libro, es real. Qué emoción acariciar el cartel de madera que preside la casa. Cuestairse, una realidad hecha ficción y ahora una ficción que se vuelve real. Nos hacemos fotos, con mi familia, con la familia de mis amigos anfitriones, mi familia con su familia, las familias con amigos, fotos y recuerdos de alegría que perdurarán mucho tiempo. Familia, literatura y vida. 

Y olor a leña, a hogar, que impregna las sombras del mediodía que buscamos para aliviar el calor veraniego. Vuelvo a la playa de La Balconada, allí al lado de la casa. Es como estar redactando el inicio de la novela aunque yo ubiqué esa casa inventada justo en la arena frente al mar. No me canso de mirar a la izquierda, el faro a lo lejos, la misma foto de la cubierta del libro. Y yo allí. Gracias Literatura. Gracias vida. Recuerdo algunos versos de Alberti en Marinero en tierra: "¡Alegría! Ya la mar está a la vista"

Llega la tarde. Es la hora de la presentación del libro. Qué nervios. Qué emoción. Junto al faro, como si su sombra quisiera arroparme. La biblioteca está cerquita. Hablo de cómo Malena sufre acoso laboral y fija su horizonte en ese faro del Cabo de Santa María, en ese mar, que son todos los mares, como el Mediterráneo que su abuelo Joan tuvo que abandonar. Y cuento la historia. Y hablo de las idas y las venidas de su familia. Y de la esperanza: Convertir la debilidad en fortaleza y que de la amenaza surja una oportunidad. Los lectores y lectoras uruguayos escuchan atentos. 

Me preguntan cómo se me ocurrió escribir sobre La Paloma y cómo pude describir los espacios sin haber estado allí. Vuelvo a explicar lo que digo en todas presentaciones: fue gracias al muñequito de Google, pero sobre todo a la emoción que me transmitió Inés, su amor por el lugar. Aunque también bromeo de que, en el fondo, es Malena, la protagonista en la ficción, el personaje, quien  describe, no el autor, es ella la que fija ese horizonte. Los personajes llevan la historia más allá de lo que el autor presume, toman vida propia y conducen las emociones.  

Firmo libros a nuevos lectores que son ya amigos.

Les aseguro que cuesta irse de este lugar y me va a costar mucho, como a Malena.

Luego, en una mesa larga repleta de amigos y familia, celebramos la literatura y la vida.  El restaurante, Naranja Lima, en el mismo jardín del resort Anaconda, como no, cerquita de la playa del mismo nombre. Muy recomendable si alguno de vosotros se acerca a La Paloma. Brindamos con vino blanco, uruguayo, buenísimo. No se puede ser más feliz.

 

P.D; Sé que estos posts-crónica del viaje son extensos. Reconozco que no me corto en contar mis impresiones. También sé que en la actualidad no se lleva escribir largas entradas, que la inmediatez exige concentrar los textos y brevedad en la información para pasar pronto a otro post. Yo, que soy del siglo XX, aconsejo parar un poco. Leer despacio y disfrutar del viaje. Si abres el post y como lector o lectora ves que en ese momento no tienes tiempo (ya escribiré en otro momento sobre la prioridad en la distribución de nuestros tiempos), déjalo para más tarde. La longitud es la que es y cada estilo, cada momento y cada tema tienen sus propios tiempos. Esta crónica tiene su propio cronos. 

Gracias por leer. 

 

domingo, 21 de abril de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (II)

El día anterior habíamos aterrizado y vivido una sucesión de emociones que tardaré en olvidar. "La memoria retiene lo raro y lo único", escribe Sergio del Molino en Lo que a nadie le importa (Penguin R, 2014). "Olvidamos todo lo demás al darlo por supuesto", añade. Quizás con los años mis recuerdos se diluyan y ese es uno de los motivos por los que escribo estos posts, además de compartir mi felicidad con todos los que os acercáis a su lectura. Quiero que mi memoria pueda revivir no solo "lo raro y lo único", sino también "lo que daríamos por supuesto" ya que en este viaje, lo habitual me resulta único y lo supuesto raro

Después de desayunar en ese jardín del Anaconda donde se respira paz y silencio, y el ambiente resulta tropical sin estar en el Caribe, salimos en coche dirección a Punta Diablo. Hemos de pasar antes por el centro de La Paloma a por unas tarjetas de telefonía para los móviles de mis acompañantes. Yo decidí que en este viaje estaría desconectada; como hace veinte años, elegí vivir el momento y no estar pendiente del móvil. Eso sí, por las noches me conectaré a la wifi del hotel para actualizar mi estado digital y enterarme de lo que ocurre en el resto del mundo. 

Pizarra en el porche del Anaconda
 
Mientras mis acompañantes (hablo de ellos así, en general, pero el grupo lo formamos mi familia, es decir, mi esposo, mi hijo y mi hija, y amigos uruguayos de mi familia, resumiendo, familia todos) gestionan sus tarjetas telefónicas yo camino arriba y abajo por la Avenida Nicolás Solari y tengo que buscar la sombra. Solo son las diez de la mañana pero el sol cae aplomo como si fuesen las tres de la tarde; imagino que es lo normal en el hemisferio sur. Luego, mi amiga uruguaya, me aclara que además existe un problema en la capa de ozono. Por lo visto, las miles de vacas que salpican todo el territorio uruguayo emanan una ingente cantidad de metano y justamente sobre el paisito, el agujero es mucho mayor y el sol no tiene filtro alguno, así que sus rayos entran directamente hasta encontrar un obstáculo, en este caso mis hombros que se están quemando. Camino pegada a las tiendas y me topo con el escaparate de una pequeña librería donde encuentro algunos títulos que son habituales también aquí en España.

El centro de La Paloma tiene las calles asfaltadas, pero sigue siendo un entretelado de casas de una o dos plantas. Sólo un enorme edificio de apartamentos se eleva  y rompe el espacio. Esa Torre Cruz del Sur se construyó en los ochenta y ahí quedó sola, como una atalaya que proyecta su alargada sombra para recordar la nueva ordenanza de urbanismo que se aprobó nada más elevarse y prohibía construir ningún otro edificio de pisos, que allí llaman torre. En ese Paseo Solari se agrupan comercios, algunos de ellos muy orientados al turismo con puestos en la calle de artículos playeros y objetos de recuerdo, imanes, etc. También están la mayoría de servicios centrales, correos, teléfono, pero también algunas viviendas más lujosas, o por lo menos, más actualizadas. A excepción, repito, del mamotreto que se alza solitario en medio de la avenida y que, aunque lo intentes, no puedes ignorar. No pongo foto pues es además un edificio poco atractivo, que parece querer competir en altura con el Faro de Santa María, blanco, precioso, imponente junto al mar.

En el resto de la población las tiendas son sencillas, como almacenes multiservicio, están espaciadas, no hay una zona comercial. A la hora de realizar la compra hay que desplazarse en coche, bici o moto. La población no se parece a lo que yo entendería como tal, es decir, la urbanización de una casa que comparte pared con otra de al lado, y ésta con otra. No. Aquí cada parcela es independiente; no encuentro una plaza mayor, plazoletas, callejones, o un horno de pan junto a un bar. No veo bares. Debe haberlos, pero así como en nuestras ciudades en cada calle, en cada barrio y en casi todas las esquinas te encuentras una terraza o la cristalera desde la que se ve esa barra que invita a entrar a tomar un café o una cerveza, de momento no encuentro ninguno. Eso sí, muchos transeúntes llevan su propio bar todo el rato: el mate en la mano y el termo bajo el brazo, como una prolongación de sí mismos. Voy con los ojos bien abiertos para aprender y entender otras costumbres de vida, de urbanizar o de compartir el espacio. Tengo la sensación de que la estética no preocupa. Es todo muy natural, muy pragmático, las casas, las calles, las tiendas; es como si importase más la comodidad y el servicio funcional que la falsa apariencia. No hay lujo superfluo. Nada sobra. Pero nada falta tampoco. 

Nosotros viajamos en un vehículo alquilado, de marcha china, amplio. De camino a Punta Diablo la carretera es estrecha, sin arcén, el firme envejecido y a los lados vacas y vacas. Junto al margen abundan unas palmeras enanas y me explica mi amiga que con su fruto los lugareños elaboran el licor y el dulce de butiá. Se ven puestos de venta a un lado y otro de la carretera: una sombrilla, una mesa con los productos expuestos y un cartel pintado a tiza o pintura sobre madera. No paramos, hemos quedado con otros amigos y llegamos tarde. Una pena pues esos productos son totalmente artesanos, nada que ver con los que venden en los dutyfree de los aeropuertos o en las tiendas. También vemos a ambos lados otras palmeras estilizadas que aquí les llaman palmar alto. Su sombra rasgada se mezcla con la de otros árboles que me recuerdan al paisaje mediterráneo o continental: pino, eucalipto. Abrimos las ventanas para respirar el aroma intenso. No estamos yendo por la carretera de la costa. Nos dirigimos a Santa Teresa, un espacio protegido que gestiona el ejército de Uruguay y que alberga playas y bosques con reserva de animales. El acceso está controlado (por ejemplo, no pueden entrar perros) y hay que mostrar la documentación a la entrada. De pronto recuerdo que no llevo e pasaporte encima. Y mucho menos el DNI. Nervios. El guarda se acerca a nuestro vehículo parado frente a la barrera bajada. Me quedo callada e inmóvil. Conduce mi amiga uruguaya que habla con él vigilante, "venimos a pasar el día". En ningún momento menciona que somos extranjeros. Él sonríe, nos mira con indiferencia, sube la barrera y ni siquiera nos pide la documentación. Buuuf. Reímos aliviados cuando ya estamos al otro lado. 

Playa de El Barco 

Hoy sí me bañaré en el Atlántico, hace calor. La tarde anterior en La Balconada el agua estaba demasiado fría para mí y, como Malena y Quique al principio de Cuestairse, solo me mojé los pies. A mediodía, con un sol implacable, llegamos a la playa de El Barco, dentro del parque de Santa Teresa. Aquí las olas están medio tranquilas aunque siempre hay viento en la costa uruguaya y siempre el océano inmenso se mueve; el surf es casi una religión. Me explican mis amigos uruguayos que la playa se llama así porque encalló un barco en los años setenta del siglo pasado del que todavía quedan restos. No hay prisa, es como si el tiempo se parase. Se respira la esencia del mar y la libertad. Es naturaleza pura. Una especie de paraíso particular donde uno no puede negarse a adentrarse en las olas y sentarse luego en la orilla a mirar el horizonte. El agua está más templada que el día anterior.  Guardo para mi colección de recuerdos fósiles y piedras una concha de caracola y otra de almeja morada (me lo chivan, yo no sabía el nombre, solo me llama la atención el color amoratado). 

Por cierto, acerca de las palabras. Hablamos el mismo idioma, el castellano, pero "concha", en Uruguay, es como si en España dijésemos "coño", más o menos. “La concha de tu madre” es una expresión insultante y soez. Y "coger" equivale al "joder" de aquí. Por lo tanto, si "cojo una concha" es lo más ordinario del mundo, ya que "concha" sería el órgano sexual femenino. Recuerdo eso y evito nombrar la palabra, utilizo caparazón, que no se si es muy correcto. Pero con lo de "coger", que nosotros utilizamos para multitud de expresiones (coger el bus, coger conchas, coger el coche, coger la toalla, coger, coger...) los uruguayos sonríen una y otra vez, comprensivos. 

En un puesto junto a la playa compramos unas pascualinas, una especie de empanada rellena de verduras. Y también tarta de manzana y otra de membrillo (o algo parecido que estaba muy rico). Me lío con el cambio de pesos uruguayos cada vez que quiero calcular su valor en euros. No es barato, pero tampoco el precio es excesivo; más o menos lo que costaría en España. Lo único que al cambio la cantidad parece mucho mayor: diez euros son casi cuatrocientos veinte pesos uruguayos. Me acuerdo de las pesetas, sin nostalgia, pero entonces las cantidades eran mucho mayores. Diez euros eran mil seiscientas pesetas. Siento como si retrocediese en el tiempo. Y esta sensación la tendré también en Montevideo. Pero no adelantemos acontecimientos. 

En el bosque de Santa Teresa los animales corretean libres. Mientras comemos el picnic bajo los enorme árboles la Chancha Pancha se acerca.  Es una cerda de cientos de kilos y horrible cara que lleva años allí y es conocida por todos. La llaman así por una cerdita amable de dibujos animados (que yo no conozco, claro). 


También nos explican que  hay carpinchos, una especie de mezcla entre jabalí y ardilla, un roedor autóctono de Uruguay que no vemos más que en la señal de la carretera que advierte de su presencia. Sí vemos patos, ocas, pavos reales que campan a sus anchas por el parque. Pero lo que más me llama la atención son los jabalíes, familias enteras, muchos, no se asustan de los humanos ni atacan y comparten el espacio con los visitantes.   


Después de comer nos acercamos a un alto desde el que se divisa  otro paraíso de la naturaleza, la Playa de la Viuda. Recuerdo los versos de Benedetti , encuentro ahí su botella, llena de flores y piedritas y corales y piedritas del mar, como él deseaba: 

El mar es un azar,

qué tentación echar una botella al mar

Bajo nuestros pies enormes dunas, salvajes, que invitan a deslizarse. Desierto y mar. Naturaleza en estado puro, matorrales y arena, espacio natural y océano cristalino, el viento azotando levanta las olas y la espuma. De nuevo sensación de libertad, de vida. Es una plenitud que reconforta el espíritu, una unión de lo esencial, lo tangible y lo intangible.

Al poco llegamos a Punta Diablo. Hay un cartel frente a una casa: "Silencio, por favor, escuchemos el mar"

Punta Diablo

Los pescadores venden su pesca artesanal en puestos junto a la playa. Incluso se puede saborear cazones y corvinas recién hechos, y milanesas.  

Playa de Los pescadores Punta Diablo

Camino mirando al mar y vuelvo a la ficción, a Cuestairse. Imagino al abuelo Joan con sus enormes pies pisando la arena y varando la barca, aunque no sea esta playa la que aparece en la novela. Y recuerdo también a Santiago, el pescador de El viejo y el mar  (Hemingway, 1952).  "Decía siempre la mar: la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero siempre como si fuera una mujer". Es una bella reflexión pero para mí y para el abuelo Joan que era pescador y amamos el mar en la realidad y en la ficción, "todos los mares en el mar y el mar en todos los mares", en masculino, sí, también con pasión y con reflexión. 

Piedras y mar. En Punta Diablo huele a brasa y a mar, a pescado y a carne, a churros y a vida. Otra sorpresa: los churros se venden aquí por unidades, son mucho más recios y están rellenos de dulce de leche. Compramos algunos y en la ficción imagino a Malena niña saboreando uno junto a su abuela Patricia. La tarde es calurosa pero subimos hasta la punta del cabo.

Las piedras son como esculturas que atraen las pupilas. El mar azul, el océano inmenso, viento, siempre, olas que rompen su espuma blanca en las piedras y las refrescan. El sol implacable. Me compro un sombrero en la feria artesanal, un mercadillo de madera sobre las piedras y la arena, tengo la sensación de estar en una especie de barco con departamentos. Confieso que hubiese comprado muchas más cosas.  


Feria artesanal en Punta Diablo

Vamos un momento a casa de nuestros amigos cicerones en la zona. La casa es de piedra, hecha con sus manos, madera y piedra. Me explican que en esa zona no hay fuentes ni río y el agua que utilizan proviene de pozos subterráneos. Es agua potable de muy buena calidad. Confiesa mi amiga que cuando decidieron construir la casa en esa parcela no confiaba para nada que el zahorí encontrase agua con su sistema ancestral de búsqueda, pero fue verlo y creer pues señaló con su madera el punto donde excavar, lo hicieron y comenzó a brotar el agua. Por lo visto el pozo es uno de los más profundos e inacabables de la zona, así que tienen el agua asegurada sine die. A mí también me cuesta creerlo, pero la realidad es la que es. 


Flor del Plumerillo rosado

Tienen agua abundante y un frondoso jardín rodea la casa en los lados y en la parte de atrás. Descubro una preciosa flor, plumerillo rosado que jamás había visto aquí en el hemisferio norte. Su nombre la define. Es como un plumero en tonos rosas, pero no rosa pastel, es un rosa vigoroso, casi fucsia. Me explican que el arbusto es original de Brasil (que queda muy cerca de dónde estamos) y Uruguay. Hay mucha vida y mucha energía positiva en Punta Diablo. Es un buen lugar para "recargar pilas". 

Laguna Negra
Por la tarde vemos el atardecer en la Laguna Negra. Otra maravilla de la naturaleza. El sol se esconde en el agua dulce y aplaudimos otra vez, como el día anterior, cuando desaparece. Todos aplauden. La madre de mis amigos dice: “yo aplaudo para que vuelva a salir mañana”. Me río. Veremos todos los días ponerse el sol. como un ritual, mientras estemos en tierras uruguayas, un espectáculo gratuito y diferente en cada uno de los espacios que visitaremos. El agua del lago se tiñe de oscuro, el fondo es barro negro, pero el cielo pinta tonos violáceos y cerúleos. Baja la temperatura de pronto, como el día anterior, y de nuevo hay que ponerse el pantalón largo, el jersey, la gorra y el pañuelo al cuello. 

De camino al coche, una nueva sorpresa. Yo había oído hablar de luciérnagas pero pensaba que eran unos seres fantásticos, de cuento. Jamás las había visto. Aquí, en este viaje, los cuentos se hacen realidad. La noche se nos echa encima y de pronto, de la oscuridad, surgen miles de lucecitas que brillan, intermitentes, vuelan, van de aquí para allá. ¡Como describir el espectáculo! Es como estar dentro de un cuento de hadas, con gnomos y lucecitas. No quiero irme. La realidad supera mi ficción. La felicidad es indescriptible. Más sorpresas no caben ya en mí. Soy como una niña de cinco años descubriendo el mundo: noctilucas, playas paradisíacas, lagunas mágicas, luciérnagas en la noche. Pero hay que irse. Aunque resulta que una de esas minilinternas brillantes se cuela en el coche y nos acompaña en el viaje de regreso, como un pequeño destello intermitente en la guantera. Nos había dicho el padre de mi amiga que si las chafas huelen mal. No lo hacemos. No por el olor, sino por prolongar el espectáculo de magia que estamos viviendo. Agotados pero felices, cenamos en un mejicano. Tan rico no había comido yo nunca. Se nota que estamos más cerca. esto es América. En el hemisferio sur.

miércoles, 17 de abril de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (I)

Prometí crónica del viaje a Uruguay (costa atlántica desde Montevideo a Santa Teresa y Colonia Sacramento) y Buenos Aires en Argentina. Recuerdo, cuando estudié Periodismo, que una profesora insistía en fijar las esquinas de lo que la retina descubre en los viajes y sintetizarlo en palabras o pensamientos. 

Voy a intentarlo, a posteriori, con la resaca todavía de una borrachera de felicidad y la visión desde el futuro reposado. Escribir esto más de un mes después seguro que aporta la reflexión de la pausa.

No llevé ordenador a este viaje, sí libretas y lápiz, aunque tomé casi todas mis notas en el móvil. Un peligro, es fácil perderlo, que te lo roben o que la información desaparezca por un fallo en el sistema (en este caso, perdería además cientos de fotografías, pues tampoco utilicé la cámara en este viaje). Pero la tecnología nos invade como un monstruo que devora tradiciones y costumbres.

Como decía Benedetti, no hay que creer lo que nos cuentan del mundo (ni siquiera esto) pues el mundo es incontable. Ni las letras ni las imágenes podrán describir el sentimiento de plenitud y dicha que experimenté. Viajar enriquece, eso lo sabemos todos, abre la mente y el espíritu, ayuda a comprender el mundo y a comprendernos mejor a nosotros mismos a través de lo desconocido. En este caso, he tenido el privilegio de visitar lugares en los que no había estado físicamente… aunque había caminado virtual y literariamente por algunos de ellos a través de Cuestairse, la novela que escribí y salió publicada (Los libros del gato negro) hace ahora cinco meses y tantas alegrías me está regalando. Por eso, para quienes escriban imaginando o para quienes imaginen escribiendo, será fácil comprender la satisfacción de poder pisar localizaciones de una historia inventada, situar los personajes de ficción en lugares reales como una playa, una mesa de un café o un aeropuerto donde vivieron parte de la historia de la novela. Y revivir sus vidas, es como reescribir la novela, constatar que lo escrito juega en la ficción y la realidad.

Felicidad. Sí. Por qué además, este viaje ha sido una experiencia compartida con mi familia. Para mí la escritura es vital, pero la familia todavía lo es más. Por eso el cocktail de literatura, familia y viaje han provocado ese estado etílico de felicidad que he mencionado al principio, una melopera, que decimos por aquí, de la que no quiero salir. 

Vamos a la crónica en sí misma, que iré publicando en posts sucesivos sine die e ilustraré con algunas de las fotografías que hice. Fueron varios días de viaje y habría mucho que contar. Uno de mis defectos es la escasa capacidad de síntesis, siempre quiero abarcarlo todo. Además, como una niña de cinco o seis años, en mi ingenuidad adulta de la que jamás consigo desprenderme (en el fondo, tampoco sé si quiero hacerlo; la ingenuidad nos mantiene despiertos y alerta a nuevos descubrimientos, con la mente fresca para recibir y aprehender conocimiento), fui de sorpresa en sorpresa.

Campos nevados camino a Madrid desde Zaragoza

Día 1. Llegada al aeropuerto Carrasco, en Montevideo. Imagino a Malena y Quique (los personajes de Cuestairse) al principio de la novela, llegando desde Buenos Aires, donde los esperaba la prima Ceci. Nuestro vuelo había sido más largo, trece horas encajados en un pequeño espacio que entumece piernas, contractura el cuello y aletarga el pensamiento al no conseguir conciliar el sueño. Habíamos salido de Zaragoza la tarde del día anterior, atravesado los campos nevados que desde la ventanilla del AVE congelaban nuestras pestañas.  

Luego, a media noche del 20 de enero despegamos desde Barajas y ahora, con cinco horas menos en el reloj, que no en nuestro cuerpo, son las ocho de la mañana de un día veraniego en el hemisferio sur, 21 de enero. El sol calienta y brilla como si fuesen las doce del mediodía en España. Me sorprende la luz. Guardamos en las mochilas las cazadoras y chaquetas invernales dejando los brazos al aire y mostrando la blancura aletargada de nuestra piel. No entramos en la ciudad de Montevideo. Vamos en coche por una carretera-autovía-autopista hacia La Paloma, en la provincia de Rocha, que queda a unas tres horas, más o menos. No por los kilómetros que la separan de la capital, sino por la extraña gestión de la velocidad en la vía. Me sorprende. Tan pronto se puede conducir a 90 km/h como a 40 km/h, así, sin previo aviso. Lo más habitual es 60 km/h, pero la mayoría de vehículos no respetan la norma. Hay dos carriles de ida y dos de vuelta, pero súbitamente la carretera se convierte en una vía de uno solo por dirección. Y también hay peaje. Por eso la he definido como carretera-autovía-autopista. Percibo una sensación de libertad anárquica que cuanto más avanza el viaje más crece.

Es verano en el paisito. Vamoallá. Hay que activar el aire acondicionado en el coche y cerrar ventanillas. Muchos conductores adelantan por la derecha, coches y motos, a veces incluso por el arcén, cuando lo hay. Voy de la perplejidad al sobresalto. Algunos vehículos parecen del siglo pasado, camiones enormes tipo americano, pero desfasados, coches sin matrícula y motos que parece que se van a desmontar en cualquier momento. Poco a poco me voy dando cuenta de los signos evidentes: no estamos en Europa, esto es América del Sur. Con los días, me asombraré de la exuberante naturaleza atlántica, pero también de la decadencia y la economía de contrastes: qué ricos son los ricos y qué pobres los pobres. No consigo encontrar esa clase media que abunda en las ciudades europeas, pero hay una cultura de letras y música que la sustituye en cada piedra y en cada sombra. Y rotondas también, que poco a poco se van instalando, aunque algunos vehículos las toman a su criterio.

Miro a mi derecha y a mi izquierda, el paisaje es llano, verde. Algunos árboles, pocos, salpican los pastos. Comienzan a aparecer algunas vacas. Vamos a seguir viéndolas todos los días a todas horas en todos los lugares. Cientos de vacas, marrones, negras, blancas manchadas. Y caballos, muchos caballos también. Comen pasto. Hay mucho pasto. Nuestros anfitriones llaman “arroyos” a lo que es tan grande como nuestro río Ebro. El tamaño es proporcional a la realidad en la que uno vive. A un lado y otro de la carretera-autovía-autopista vemos de vez en cuando pequeñas construcciones, precarias, con materiales muy pobres: chapas, uralitas y paredes grisáceas. En realidad, no atravesamos poblaciones. Aumenta la sensación de estar lejos de Europa, en todos los sentidos, pero es agradable. Mucho.

Llegamos a La Paloma. Emoción. Es el lugar donde comienza y acaba Cuestairse, es el horizonte de Malena. Pero todavía no entramos. Vamos directos a la Laguna de Rocha para comer en La cocina de la Barra. Un proyecto artesanal en el que las mujeres de los pescadores han conseguido establecer un pequeño negocio con el que obtienen ingresos que las ayuda a ser más independientes. Un programa social que se completa con acceso a programas formativos. Trabajo, educación y remuneración. Además ofrece un menú exquisito con pescado fresco del día y recién cocinado. Ellas se ocupan de seleccionarlo, limpiarlo y cocinarlo con esmero. Una delicatesen que recomiendo a quien vaya a Rocha, en un lugar privilegiado, sobre la laguna. De nuevo me sorprende el paisaje, enorme todo, no se ven los límites de la laguna, parece un mar.  

Laguna de Rocha
 

Dunas en Rocha
 Y el desierto. La arena. Y las aves. Cisne cuello negro, como cantaba la canción de Basilio en los setenta, yo pensaba que era una frase poética. Pues no, los cisnes de cuello negro existen, y los vemos allí en Laguna de Rocha. Hay también muchas garzas. Me explican la diferencia entre la garza mora y la garza blanca. Y el Chajá, un enorme pájaro negro. “Siempre van en pareja”, me dice mi amigo uruguayo. Y les llaman así porque no pían sino que cantan todo el tiempo: chajaaa, chajaaa, chajaaa. También, confieso que me sobrecoge la pobreza de las casas, casi chabolas, de uralitas y chapas, todo muy precario. Ellas, las cocineras, sonriendo, felices, por su trabajo y su emancipación. Hace poco estuvieron en Chile en un encuentro con otras compañeras de proyectos parecidos, y disfrutaron sobre todo con el shopping (le llaman así a ir de compras, influencia del norte del continente; estamos en América). Les queda todavía que aprender, a administrarse, por ejemplo; es parte del programa, que la educación les permita valorar lo que es importante. Desean sacarse el carnet de conducir, para moverse independientes por sí mismas.


Construcciones en Laguna Rocha

Llega la tarde. No hemos dormido ni descansado en una cama desde el día anterior en España pero la emoción activa la adrenalina y nos mantiene despiertos. Yo necesito pisar la arena de La Balconada, mojarme los pies como Malena, ver el faro. Y allí que nos vamos. Indescriptible. La cubierta del libro Cuestairse se hace real. 



Las tres partes de la novela: El Faro, El Mar y La Arena. Allí estamos todos. La novela, los nombres, las personas y los personajes. Ficción y realidad en el hemisferio sur. Literatura y Vida.

Playa de La Balconada

“Huele a mar”, exclamo antes de llegar. Lo repito varias veces a medida que nos acercamos a ese océano. Percibo el aroma de la sal y el océano, cada vez más intenso. Huele a mar y a vida. 

Luego el sol comenzará a ponerse por el oeste, sobre el horizonte; la orientación de la playa en a costa lo permite, pues es sabido que Uruguay saluda al este. Un atardecer de ensueño. Todos aplauden allí cuando el sol se hunde en el Atlántico y el cielo se pinta de naranja amoratado. Yo también aplaudiré, con una lágrima que resbalará vergonzosa. ¡Qué felicidad compartir ese momento con mi familia! Literatura y vida.

Y, nueva sorpresa. Al desaparecer el sol baja la temperatura. El verano allí respira por la noche con la brisa del Atlántico y no tiene nada que ver con las noches tórridas que sufrimos en Los Monegros o la costa Mediterránea. Hay que cubrir bañadores y biquinis rápidamente, con pantalones largos y jerseys. Contrastes. El viento sopla con fuerza. El mar balancea las olas permanentemente.

Es ya de noche y no vamos al centro de La Paloma, pero en el trayecto al hotel, mis amigos de allí describen como calles a lo que a mi me parecen caminos. Yo no veo el pueblo por ninguna parte. 

Es un entorno natural salpicado de casas de una o dos plantas , independientes cada una en su terreno, son edificios sencillos, pragmáticos y modestos. Huele a leña, a brasas. Observo carteles pintados con letras blancas, azules o negras, en trazos caseros, en postes de madera o en árboles que indican el nombre de la “calle” o algún teléfono para comunicar con el dueño de la parcela en alquiler o simplemente pone calle sin salida.

Mucha vegetación. De nuevo me invade esa sensación de anarquía en la conducción de coches, motos y bicis. Es como todosalavezentodaspartes. Y sin embargo, respiro paz. Contraste agradable. Me siento bien. Nos sentimos bien. Cenamos en el alojamiento, maravilloso lugar que recomiendo, Anaconda, un conglomerado de cabañas agrupadas convertidas en hotel y en apartamentos independientes. Agotados, casi sin hambre, con ganas de abandonarnos en la cama, pedimos un chivito. Nos lo han recomendado antes de despedirse nuestros amigos uruguayos. A pesar de que nos lo han descrito, por el nombre pensamos que es un pequeño bocadillo, pero ellos no han hecho referencia al tamaño. Estamos en América y aquí todo es grande. Y contundente. Y muy rico. Pero sobra más de lo que podemos comer.

Parece que ya vamos a descansar, con la emoción y el cansancio compitiendo por alcanzar el pódium. De pronto me llega un guatsap. “Hay noctilucas”. Nooooo. No las podemos perder. En Cuestairse aparecen. En el proceso de documentación cuando escribí la novela me pareció un fenómeno tan curioso que quise incluirlo. De hecho, estaban en el epílogo que despareció de la versión final, pero quise mantener esas noctilucas, así que las trasladé a la página 347. Y ahora tenía la oportunidad de verlas en directo. Pues nada, abriguémonos bien y vamos allá, hacia la playa de La Serena. Maravilla de la naturaleza. Hace fresco pero el espectáculo vale la pena. Las olas azules iluminan el mar negro con su luminiscencia cada vez que rompen. Mis ojos brillan también. 

Pesto, el perro de mi amiga uruguaya, corre por la costa salpicando las olas. Al pobre le pilló hace un par de años un camión, en esa anarquía de conducción a la que me he referido antes, y quedó con las dos patas de atrás inmóviles. Pero va en una silla de ruedas y corre veloz con sus dos patas delanteras, feliz y ágil como si tuviese activas las cuatro. La vida se adapta. Nosotros, con el frío de la arena oscurecida entre los dedos, miramos sorprendidos la fluorescencia del mar al romper la espuma, como destellos de luz azulada. La vida. Noctilucas. Literatura y vida.

Son ya más de las 00 horas del segundo día en el hemisferio sur, lo que en España serían las 4 de la madrugada y llevamos sin tumbarnos tropecientas horas salpicados de emociones. Esa noche dormiremos de un tirón. 

Nueva sorpresa. Antes de las cinco ya estará el sol despierto filtrando la luz a través de la ventana.

Nos espera el segundo día para enamorarnos poco a poco de ese paisito en el verano del Hemisferio Sur.