lunes, 25 de abril de 2022

Nueva librería para visitar

Victor Juan (Zaragoza, 1964) ha abierto una librería y eso es siempre motivo de celebración. Para mí que crecí en una, lejana en el tiempo y en el espacio, también lo es. Este nuevo establecimiento se ubica en el barrio donde habitan la ficción y la realidad, en la calle Literatura. Tiene un atractivo escaparate con libros muy bien dispuestos por Luis Rabanaque, hombre polifacético y generoso que también ayudó a ordenar las estanterías de la tienda. Cuando cruzas la puerta encuentras un universo de palabras e ideas

En la Librería Jover editada por Los libros del gato negro se respeta el silencio para escuchar el eco que cada página abre el pensamiento.

Hay en esta librería mucha vida. Pero también hay soledad, cáncer, muerte, dolor y desgarro. Sin embargo se transparenta felicidad en los cristales de la puerta, siempre abierta, que invita a entrar una y otra vez.

Los clientes de la librería son diversos, un joven, un abuelo jubilado, una mujer viuda, un pastor, una maestra, un ingeniero poeta… todos hablan con el librero, Juan Jover, que dejó su vida anterior para abrir esta librería, apostando por hacer lo que a uno le hace feliz.

Es esta novela un manual de filosofía y libertad, de apostar por hacer aquello que queremos hacer y no lo que nos imponen las circunstancias. El autor de Librería Jover nos convence de que nunca es tarde si hay “tesón, coraje y voluntad para llegar a ser quien se quiere ser”.

También hay empuje y ánimo para trabajar en aras de mejorar el mundo. Hay generosidad. Hay mucha bondad, no empalagosa. Hay amor, sin ataduras, amor puro y desinteresado.

Hay una esperanza en el futuro, en la enseñanza que lo configura, en las palabras y en los libros como éste, repleto de lecciones que aprender mientras se disfruta de la lectura. Gracias maestro, profesor, escritor por compartirlas en esta maravillosa Librería Jover


Librería Jover (Juan.V, 2022) Libros del gato negro
 

Casualidades y coincidencias


“…la literatura es lo más importante de mi vida, y por ella estaría dispuesta a sacrificarlo todo. Al fin y al cabo, es otra forma de amar, a través de las palabras”.

NORAY. Martín Rodrigo, I. (2022) Las formas del querer (Destino)


Habitan en Las formas del querer las más valiosas: amistad, amor, hermandad, fidelidad, vecindad, maternidad, generosidad, sinceridad, e incluso otras que distorsionan el verbo pero no dejan también de ser formas de querer: conveniencia, consuelo u odio como dicotomía que la razón interpone ante el corazón herido. Pero sobre todas ellas quiero destacar la forma de querer a la literatura, a la escritura y a la lectura que viste cada una de las páginas del libro y me llevó al final a desear comenzar de nuevo, como si hubiese creado una adicción. Regresé a la primera página compulsivamente, no quería dejar de leer y de vivir junto a Noray e Ismael, Carmen y Tomás, Marta, Filomena, Trini o la bisabuela que se llama como la mía y como yo, casualmente.

Casualidades y coincidencias en rojo

Decía Inés Martín Rodrigo (Madrid, 1983) el otro día en un tweet que cada vez cree más en las casualidades o en las coincidencias. Tengo yo en este libro señaladas con postits rojos tantas como si la autora me hubiese entrevistado en profundidad y lo hubiese considerado material interesante para plasmarlo en una novela. Imagino que todos creemos que nuestras vivencias son únicas, pero la realidad es que compartimos muchas coincidencias y estoy segura de que la mayoría de lectores van a encontrar en Las formas del querer mucho de cada uno. Es una historia que narra lo universal en lo cotidiano, y centra en el particular cuestiones generales, sobre todo las del querer, que son las que nos mantienen vivos.

Se trata de una novela ambiciosa en el tiempo pues relata gran parte del siglo XX sobre todo desde la segunda mitad, la época de nuestro pasado reciente. Y lo hace a través de personajes perfilados con acierto, entrando a tiempo en el armazón de la trama, cada uno con voz propia, con su historia bien cerrada, en su ambiente, tan reconocible por todos los que hemos transitado entre el pueblo y la ciudad que más que leer me ha parecido estar viviendo entre ellos. Esa cercanía y calidez del costumbrismo popular rural que la autora trata con delicadeza muestra un respeto enorme por nuestras raíces sin caer en la zafiedad que muchas veces se otorga a los pueblos y sus habitantes. La exquisitez viene de la mano de la sencillez y la naturalidad, tanto en el lenguaje como las descripciones y en el transcurso de la historia que cuenta la novela. 

Hay muchos temas transversales que discurren y en una conversación con la autora daría para muchas palmeras de chocolate o muchas cervezas de botella verde compartidas. Además hablaríamos de esas coincidencias que van más allá del nombre de mi bisabuela. Pero ahora quisiera destacar el tratamiento del papel de la mujer en la sociedad de esa época, callado y discreto, sometida por ley y por costumbre al hombre, al marido o al padre; más allá del machismo o el feminismo en el que ahora pudiéramos catalogar, opinar o parecer, era una cuestión cotidiana y aceptada. Se entrevera incluso la violencia de género. Sin embargo esas mujeres fueron pilar de lo que somos ahora nosotras y sentaron las bases de nuestra educación y nuestra fortaleza también.

Otro tema que trata con rigor la novela es la anorexia; hablar de ello es necesario, escribirlo en una historia de ficción con pulcritud como lo ha hecho Inés Martín Rodrigo es admirable. De la voz de Noray, en primera persona, reconociendo el trastorno psicológico, analizando el origen, las trampas y autoengaños, el temor perenne a la recaída. Por cierto, seguro que algunos se cuestionan de donde sale el nombre de Noray; obtendrán la respuesta también en el libro.

La homosexualidad y la persecución que el régimen impuso durante el franquismo, o las heridas que la Guerra Civil dejó, no sólo físicas, sino en el seno de la convivencia revisten también la trama de situaciones y hechos que discurren con naturalidad, sin barroquismo ni excesos, ni en la alegría ni en el sufrimiento, ni siquiera en la resignación. Pero sobre todo, Las formas del querer es la historia de nuestra familia, nuestros abuelos, nuestros padres, nosotros mismos estamos en la vida y en la muerte de esos personajes de ficción. Escribe Noray, la narradora/testigo que al final es también protagonista: “A veces tengo dudas de si a ellos les habría gustado verse así reflejados por mí”. Me permito tomar la voz de Carmen para responderle: ¡Pues claro que sí, prenda! ¡Con lo bien que lo has escrito todo!

Como lectora me declaro fan incondicional de Inés Martín Rodrigo y recomiendo encarecidamente la lectura de Las formas del querer, merecido Premio Nadal 2022.

Como escritora inédita confieso mi admiración por su escritura, el uso del lenguaje, el punto de vista de los narradores, el ritmo, la estructura y su forma de querer la literatura. No me gustan las comparaciones pero leer a Inés Martín Rodrigo me ha evocado a otras dos "Cármenes" que admiro y con las que la autora comparte varias coincidencias: con C. Martín Gaite su primer apellido, con C. Laforet el Nadal. 

Con ambas, la elegancia en la escritura.  ¿Coincidencias y casualidades?

viernes, 22 de abril de 2022

La parada del Día del Libro

En mi memoria infantil, el 23 de abril siempre era un día grande, de mucho trabajo pero festivo para mí. Además era el santo de mi padre, que se llamaba Jorge. Todos los años él preparaba a primera hora de la mañana “la parada de libros” en la calle: montaba el tenderete con unas tablas y caballetes que vestía luego con una enorme bandera de muchos metros y que el resto del año yo veía en una repisa de la trastienda mientras hacía allí los deberes. Pasé más horas en la librería que en casa. Digo yo que por eso amo tanto a los libros. La nuestra era una librería de barrio, amplia y con secciones también de papelería y juguetería (algún día escribiré sobre la noche de Reyes y otras curiosidades) y llevaba el nombre de mi madre que también es el mío. Era una tienda de proximidad, que se diría ahora. Ella sabía, nada más ver entrar a los clientes por la puerta, qué quería cada uno, pero les dejaba deambular, buscar por las estanterías y ojear los libros con libertad

Sé que mis recuerdos se alimentan también de la ficción en los detalles que no son capaces de revivir, pero algunos son muy nítidos. El Día del Libro se configuró como un día importante, tanto o más que Navidad o Reyes. Por un lado era para mí un día de fiesta, de asueto en el colegio ya que mis padres justificaban mi ausencia al día siguiente con una nota que seguramente alegaba “la niña se sintió indispuesta”. Esa mentira era para mí un motivo de celebración; me permitía estar todo el día en la tienda, en realidad en la calle, en “la parada de libros” donde se disponían destacando las novedades, ordenados por géneros, novela, poesía, clásicos, sección infantil, manuales de psicología, ediciones de bolsillo, valiosos ejemplares ilustrados de historia y geografía, libros, libros, libros.

«Vigila la parada», me decía mi padre. Y yo, que no alcanzaba todavía el metro y medio, me colaba entre los clientes que ojeaban los libros y les preguntaba: «¿Se lo queda? Si le gusta tiene que entrar a pagarlo». Me sonreían desde arriba y estoy segura que alguno llegó a comprarlo animado por mi atrevimiento pizpireta. A mediodía no cerrábamos y el día de San Jorge comíamos por turnos en la trastienda unos bocadillos que nos traían del bar de al lado. A mí me gustaba el de queso con pan con tomate chisporroteando con las burbujas de una Coca-Cola que entonces todavía se envasaba en una estilizada botella de cristal.

Mis recuerdos de ese día son siempre luminosos, brillantes, soleados, coloridos y con aroma a rosas pues en Barcelona era costumbre ya entonces que los varones regalasen a sus novias, esposas, amantes o queridas una rosa roja. Pero a principios de los setenta, aunque yo no fuese capaz de percibirlo, habitaba en el aire un peligro muy gris. Algunas veces entraban en la tienda unos señores con gabardina que siempre iban en pareja. Los recuerdo serios y protocolarios, con la mirada exigente y autoritaria. Le pedían a mi madre unos papeles que ella sacaba de una carpeta azul del cajón donde también guardaba facturas y contratos. Luego se paseaban por la tienda examinando las estanterías y escrutando los rincones como si buscasen algún silencio escondido o alguna voz callada. Mi madre permanecía inmóvil y me enviaba a la trastienda con un gesto que yo entendía para quedarme quieta. Era lo único que podía comprender. Creo que alguna vez dos de esos señores con gabardina y ceño fruncido obligaron a mi madre a retirar algún libro de la estantería. Otras veces fueron revistas lo que secuestraban; algunas publicaciones ni siquiera llegaban al mostrador. El día del libro también solían pasar y se acercaban a la parada, rebuscando a través de sus gafas de cristales oscuros algún título censurable. Pedían los papeles, revisaban que todo estaba en regla y si no encontraban nada sospechoso se alejaban calle abajo. Se respiraba un aire aliviado en ese momento. 

Mis primeros pasos sobre el mostrador de la tienda. Años 60
Mi madre y yo en la puerta de la librería. Años 60

Fui creciendo y cada vez alcanzaba mejor a la parada de libros, aprendí a colocarlos con criterio, aprendí a mimarlos y a leer entre líneas por si los señores de gabardina venían a revisar. Cuando acabé el BUP la vida cambió (eso daría para muchos posts) y la librería dejó de existir. 

Por suerte, las gabardinas pasaron de moda, el silencio gritó y el temor fue liberado. Y en mi memoria quedó para siempre el Día del Libro como un día grande, una fiesta para manifestar mi amor por los libros y por las librerías. Por eso, todos los años, si puedo, salgo a la calle a ver “la parada de los libros” y animo a todos a que lo hagan.

Seguro que encuentran la voz parecida a la de mis recuerdos infantiles que les invite a comprar ese libro que están ojeando. ¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!

Con mis padre paseando por Plaza Cataluña. Años 60