sábado, 6 de julio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (VI)

28 y 29 de enero, cumpliremos nuestra semana en el hemisferio sur en la capital de Uruguay. La noche anterior, sábado, llegamos a Montevideo advertidos por nuestros amigos de que tomásemos precauciones al bajar del coche: "nada de distraerse ni pasearse por la calle con las maletas", había que salir pitando del vehículo y entrar en el portal del apartamento sin dilación, "cerrad la puerta enseguida". "Y si llaman al timbre no contestar ni mucho menos abrir", nos advirtieron. Frente al estadio Centenario, donde nos encontrábamos, deambulan por la noche vagabundos que duermen en el Parque Batlle, que está allí al lado y da nombre al barrio. Nos insisten en que la inseguridad de la ciudad así que seguimos sus instrucciones, no sin cierto temor y sorpresa; en Europa, en España, también tomamos precauciones, pero no hasta ese extremo. Yo había leído La Uruguaya, de Pedro Mairal, donde el riesgo al robo se refleja en toda la historia, pero pensé que la novela exageraba la situación en favor de la ficción. Pues resulta que no, que lo que le ocurre a Lucas Pereyra (no voy a hacer spoiler pues recomiendo la lectura del libro) a pesar de las precauciones que toma, es habitual. La realidad siempre supera la ficción. Nosotros estuvimos dos días y tres noches en la ciudad. Advierto que tuve sensaciones agridulces, en algunos aspectos me enamoró, pero en otros me entristeció. No fue decepción, fue tristura. Y que conste que no tuvimos ningún percance como Lucas.

Montevideo es una ciudad muy extensa, no hay altos rascacielos y la mayoría de construcciones son edificios de dos o tres pisos, y en algunos distritos casas con su propio jardincillo, un poco al estilo norteamericano. Así que, como piezas de un puzle, los barrios se expanden hacia el norte y el oeste,  pues en el sur y en el este están abiertos a la desembocadura del Río de la Plata y el Atlántico. 

Visitamos primero el centro y el barrio histórico. Viejo y sucio. Huele a orina y a pobreza gris. Hay basura desparramada por las aceras, vemos muchos transeúntes rebuscando en los contenedores y en los montones de restos esparcidos en el suelo. Tengo la sensación de un desmedido vandalismo urbano en cada paso. No hay una puerta que no esté grafiteada. Es domingo y están cerradas. De todas maneras, son los únicos colores que me alegran un poco la visita al centro de la ciudad. Todo me parece decadente y triste, calles poco transitadas, no hay paseantes como un domingo en Zaragoza o Barcelona, ni alegría ni niños ni ancianos ni parejas de novios. Se escuchan sólo pasos de silencio y restos de droga, escaparates de comercios anticuados y escasa circulación de coches. Es como si la ciudad estuviese en un letargo doliente. Entonces me percato de aquí es época vacacional, como nuestro agosto, y quizás por eso está todo tan deshabitado. Los autobuses son muy viejos, como si retrocediésemos al siglo pasado. Sé que entonces Montevideo estuvo en auge, Uruguay era la Europa sudamericana. Pero ahora se nota el desgaste y el empobrecimiento general, en los edificios, en el mantenimiento de las calles. Lo que veo es el resultado de un país estancado en su desarrollo y su economía fruto de continuadas fracturas políticas y contagiado por el virus de las crisis e inestabilidades latinoamericanas. Y me entristece también. 


Para intentar levantar el ánimo vamos a la Feria de Tristán Narvaja, un extenso mercadillo que todos los domingos concentra cientos de puestos de artesanía, antigüedades, y todo tipo de artículos (ropa, zapatos, tejidos, frutas, verduras o quesos). Todo puedes encontrarlo allí. La calle principal, sombreada por enormes árboles plataneros, invita a pasear a pesar del calor veraniego. Hay mucha animación. Bromeo: "debe estar aquí toda la gente que no hemos encontrado en el centro". Resulta difícil abrirse paso entre los transeúntes. Algunos compran. Otros observan. 

La mayoría paseamos entre los puestos. Nosotros sorprendidos por los bajos precios si los comparamos con los que nos encontraríamos en cualquier mercadillo europeo. Y si hay algo que me hace muy feliz, es encontrar en esa calle algunas librerías míticas. Entramos en un par de ellas. Libros y libros, escaleras de madera para acceder a altillos o segundos pisos con más libros y libros. No me iría de allí. En el suelo, apelotonados, libros nuevos y libros viejos. Tentación de adquirir muchos entre ese aroma a papel y tinta, a cubiertas nuevas y otras polvorientas que ofrecen historias, Historia, pensamiento, novela, cuentos,  mar y viajes. Cuesta irse.

Después de tanta emoción y algunas compras, necesitamos comer algo. Nos dirigimos al Mercado del Puerto. Es el antiguo mercado que se ha acondicionado para la gastronomía y la restauración. Allí también hay bastante gente. Los comensales que se sientan a las  mesas parecen ciudadanos acomodados. Comienzo a percibir contrastes que iré confirmando: hay ricos muy ricos (como vimos en José Ignacio y Punta del Este) y una clase media acomodada, pero abundan los pobres muy pobres. También hay turistas, como nosotros. 

Humeantes puestos de parrilla ofrecen el plato estrella: asado uruguayo. Los camareros se apresuran en llevar a las mesas bandejas completas con chorizo, morcilla y piezas de vacío, asado de tira o mollejas. Todo regado con vino de cosecha uruguaya. Pedimos también  Medio y Medio, un espumoso mezcla de dulce y seco, de color dorado, que se comenzó a distribuir a finales del siglo XIX precisamente en el restaurante Roldós de este Mercado del Puerto. Estando allí, no podemos dejar de probarlo. Está fresco y muy rico. 

 

En uno de esos contrastes y desigualdad visible, nos encontramos con la casa Presidencial en la que Pepe Múgica no quiso residir cuando estuvo al frente del país, ("quiero vivir con lo justo para que las cosas no me roben libertad"). Él siguió en su chacra, con sus gallinas y su huerto. La residencia del Presidente de la República no está a las afueras de la ciudad,  sino en un barrio de lujo junto al jardín botánico. Me gusta el verde que viste Montevideo, en la mayoría de las calles hay enormes árboles. Es algo que me llama  la atención, además de la suciedad a la que me voy habituando.

Por la tarde visitamos el barrio de Pocitos, en la ciudad nueva, custodiado por la playa del mismo nombre que se abre al Río de la Plata. A pesar de que no es un barrio marginal, sino uno de los más importantes de Montevideo, caminamos sobre aceras descuidadas (levantadas por las raíces de esos árboles). Y en la calzada el tiempo de actuación urbanística se paralizó en el siglo pasado pues conserva incrustados los carriles metálicos de un tranvía que no circula hace lustros. Está visto que la administración no invierte en mantenimiento urbano. Tenemos que caminar mirando al suelo para no tropezar. O, peor aún, para no pisa una mierda de perro, o dos o tres, que encontramos cada diez pasos. También aquí, y en casi todos lo barrios, deambulan indigentes que arrastran su carrito, su casa a cuestas, que mendigan sentados en cualquier portal, y muchas mujeres con niños también. Es desolador.

  

Regresamos a Ciudad Vieja para visitar la Plaza de la Catedral, la calle Peatonal Sarandí, que está silenciosa y vacía, como un domingo de agosto en que la actividad duerme,  y la Plaza de la Independencia, donde está el límite con la parte nueva. Allí se abre la avenida del 18 de Julio y en el centro está el monumento a José Artigas, considerado fundador de la nación uruguaya. Resulta que su abuelo era de la Puebla de Albortón, un pequeño pueblo aragonés de la provincia de Zaragoza del que emigró en 1717 y fue uno de los primeros pobladores la ciudad de Montevideo.  Bromeamos con ello: "en el fondo todos los uruguayos son aragoneses".

En un lateral de esa misma Plaza de la Independencia, se ubica el majestuoso Palacio Salvo, que a principios del siglo XX fue el edificio más alto de toda Sudamérica. Cuentan que el faro ubicado en su torre más elevada  se comunicaba con otro igual que estaba al otro lado Río de la Plata, en Buenos Aires, en un edificio gemelo, el Palacio Barolo que  visitaremos en un par de días (en otro próximo post de este blog). Ambos edificios fueron construidos por el arquitecto Mario Palanti que quería hacer un "puente de luz" entre las dos ciudades. Lamentablemente hoy no accedemos al Palacio Salvo pero disfrutamos de su vestíbulo y de la fachada que nos recuerda la prosperidad de los años treinta del siglo XX en la ciudad. 


El segundo día en Montevideo decidimos visitar el Estadio Centenario, ya que nos lo encontramos nada más salir del apartamento. Se inauguró en 1930, en la celebración del primer mundial de fútbol y se le bautizó con ese nombre por que se celebraba el centenario de la Constitución Uruguaya. El fútbol es una religión en Uruguay, como en Argentina. La tipografía del cartel que lo preside traslada al visitante a los años treinta, es como el título de la película Metrópolis, así como la Torre de los Homenajes que recuerda esos edificios con formas geométricas art déco. El estadio está bien conservado, se utiliza ahora para los partidos de los equipos locales Peñarol y Nacional, para los de la selección uruguaya en competiciones internacionales y también para eventos musicales. Me impresiona caminar por las gradas. Es amplio, abierto al cielo y a los gritos de los hinchas. Además alberga un museo debajo de la Tribuna Olímpica que expone elementos e imágenes de la Historia de este deporte en Sudamérica. Fue declarado monumento histórico del fútbol mundial por la FIFA.

Como turistas que lo quieren experimentar todo, hoy no dejamos pasar la oportunidad de comer un pancho en La Pasiva, la cadena típica uruguaya equivalente al Macdonalds norteamericano.


   

Tampoco queremos irnos sin visitar el centro comercial que han instalado en la cárcel de Carretas, donde estuvo preso el expresidente Múgica y otros muchos presos políticos durante los años de dictadura de la segunda mitad del siglo XX.

"Me comí 14 años en cana (…) La noche que me ponían un colchón me sentía confortable, aprendí que si no puedes ser feliz con pocas cosas no vas a ser feliz con muchas cosas
José Múgica.

Al entrar siento un escalofrío; pensar que allí se torturó y maltrató a personas por su ideología y ahora, en ese mismo lugar, la gente gasta sus pesos y sus dólares en frivolidades o pasan la tarde haciendo shopping (como llaman los uruguayos a nuestro ir de compras). Desde allí se fugaron un centenar de Tupamaros (guerrilla urbana de izquierda) en los setenta por un túnel que cavaron desde sus celdas.

Los comercios no me resultan familiares, son tiendas de marca desconocida excepto un H&M, un Zara y un Decathlon que abrió hace poco y que tiene enamorados a todos los uruguayos que anhelaban tener uno en su país. En el fondo, todos aman o amamos la globalización.

Me llama la atención, eso sí, que en el centro comercial hay más de una librería. Y encuentro, en las primeras estanterías a la vista desde la puerta, El Infinito en un Junco de Irene Vallejo. La alegría logra quitarme esa sensación de malestar que tengo desde que había entrado. 

    

Intentamos visitar el Faro De Punta Carretas, el extremo más austral de Uruguay,  pero nada más abrir la puerta del coche un olor nauseabundo nos impide bajar del vehículo. Por lo visto han instalado allí el centro de tratamiento de los desagües de la ciudad y desistimos. Lo vemos desde el interior del coche y huimos rápidamente para poder volver a abrir las ventanillas y que entre aire limpio. Está visto que el MacGuffin de este viaje se define en la imposibilidad de visitar ninguno de los faros de la costa uruguaya, y mira que hemos estado ya en unos cuantos. 


También visitamos el Teatro Solís. Me recuerda al Principal de Zaragoza. Nos acercamos a la Cinemateca Uruguaya, un espacio de nueva construcción que ofrece cine y cultura a raudales y donde se encuentra el Centro de Documentación Cinematográfica. En el camino, justo detrás del Teatro Solís, encontramos un mural con los rostros de cuatro uruguayas ilustres: Delmira Agustini, Idea Vilariño, Petrona Viera y Lágrima Ríos. Nosotras. Todo en azul, mi color preferido. Me atrevo a hacerme una foto junto a ellas, con mucho respeto y cierto pudor. 



Y en estos dos días recorremos otros barrios de la ciudad. Tan apenas saco el móvil para hacer fotografías. Según en que calles, voy notando como nos observan, cuando se percatan que somos turistas. Intento repetir el trayecto que Lucas Pereyra hace en La Uruguaya. Desisto por la cantidad de miseria que encuentro, en todas las esquinas hay colgados por la droga, algunos caminan como zombies y rebuscan en los contenedores, otros piden, otros duermen en cualquier portal. Tengo esa sensación agridulce de ser una turista que observa y mira y visita y no hará nada más por que mañana ya partirá hacia otro lugar, siguiendo el viaje y dejando que allí todo siga igual. 

Lo más bonito de Montevideo es su Rambla. Bueno, es una maravilla, sobre todo al atardecer. Discurre junto al Río de la Plata durante más de veinte kilómetros, es larguísima. Tiene algunos tramos muy animados, sobre todo junto a la playa de Pocitos. Recorremos buena parte de ella con el coche. Atardecerá pronto y aunque no veremos la puesta de sol (por la orientación) aparcamos y damos un agradable paseo por la playa de Pocitos


Hay mucho ambiente, niños y parejas, se venden helados y algunos toman mate caliente. Otros corren con ropa deportiva que han comprado en Decathlon o pasean con su bicicleta. Por fin encuentro algo de "normalidad", tal como la conocemos nosotros, que no tiene por que ser la norma, pero así lo aprehendemos en nuestra cultura occidental. 

Nos sentamos en el medio muro que separa la arena del paseo enlosado. Huele a mar. Hay algas. En realidad, lo que tenemos delante no es el océano sino el río de la Plata, pero la playa es como una playa de mar, con arena y oleaje. Es la naturaleza gigante donde lo dulce y lo salado combinan la vida, el día y la noche.


He de reconocer que Montevideo tiene rincones con encanto testigos de la Historia, también barrios de pisos y apartamentos muy bien cuidados con su seguridad privada y accesos controlados, jardines  y otros lugares preciosos, como la Rambla, pero es cierto que abandonaré la ciudad con esa impresión oscura de la primera noche y el primer día, la inseguridad incrustada en mis pasos y en mi piel, un temor y una tristeza impregnadas que me llevo y que recordaré durante mucho tiempo para asumir, reflexionar y, si lo consigo, transmitir la sensación de que viajar nos sitúa en realidades diferentes. Debería servir para concienciarnos de que "algo" hemos de hacer. Algo es una palabra abstracta. Me gustaría ser más concreta. Y sin embargo no puedo. 




Todo es muy simple mucho
más simple y sin embargo
aún así hay momentos
en que es demasiado para mí
en que no entiendo
y no sé si reírme a carcajadas
o si llorar de miedo
o estarme aquí sin llanto
sin risas
en silencio
asumiendo mi vida
mi tránsito
mi tiempo.  
Idea Vilariño, Nocturnos 1955

martes, 2 de julio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (V)

Día 5. Mañana soleada en este viernes 26 de enero, cielo azul y calor en La Paloma. Después de disfrutar de un magnífico desayuno en Anaconda, que nos da los buenos días con la letra de la canción de Florencia Núñez, decidimos visitar la playa que le da nombre al lugar, a solo diez minutos a pie. 

Vamos dando un paseo y observamos las casas sencillas, donde la estética no es importante. Eso sí, todas tienen su asador. Hay muchos terrenos sin edificar, lo que hace que los edificios estén muy separados. Las calles son de tierra y los carteles indicadores de madera. Es como si todo estuviese urbanizado artesanalmente. Llegamos a la playa de La Mula, llana, lisa y larga, que invita a caminar. 


Mientras vamos en dirección norte, en El Cabito, encontramos una especie de piscinas junto a la costa, como pequeños lagos formados de manera natural por las piedras en el mar, alfombrados por algas y musgo. Hay una infinidad de caparazones de mejillones que dibujan cuadros abstractos en la arena y crujen al caminar sobre ellos. Tenemos que calzar nuestras chanclas porque nos pinchan las plantas de los pies.

Acompañados por el viento y las olas llegamos a La Balconada, la playa de Cuestairse. Nos atrevemos a bañamos, aunque el agua está helada, como es habitual. Hay perros en la playa, está permitido en todas que vayan sueltos y corretean entre las olas y la arena. Sin embargo, el topless está prohibido en toda la costa. En España es al revés, topless sí en cualquier playa, pero perros sólo en las que están autorizadas. Una diferencia en las costumbres que me llama la atención, cultura o  sociología  distinta. En La Paloma se respira libertad, pero la moralidad sigue tejiendo bikinis que cubren los pechos femeninos.

El aire huele a mar y a buñuelos de algas del chiringuito que hay entre El Cabito y La Balconada. Me sorprende ver a algunos bañistas que llegan con su mate calentito en la mano, bajan en bañador hasta la costa, no lo sueltan, se mojan los pies y las rodillas mientras sorben de la bombilla. Una joven en bicicleta vende “deliciosas empanadas, hamburguesas y buñuelos de algas”.

Por la tarde vamos con nuestros anfitriones al Faro Cabo de Santa María, en La Paloma. Me emociona pisar ese lugar tan significativo para los personajes de Cuestairse: Malena, su abuelo Joan, su hermano y su hijo Quique, todos tienen un episodio en este lugar, y el propio faro también. Toda la realidad está escrita en la ficción. Vemos los restos del antiguo faro derruido y recuerdo cómo Malena le explica a Quique la historia, la leyenda, la realidad que yo plasmo en mi novela a través de la ficción. Metaliteratura en estado puro.  Me enfada saber que no está el farero, igual que el día anterior en Cabo Polonio, no podemos subir. Resulta que hay un encuentro de fareros. "Mañana estará", nos dicen, pero nosotros ya nos vamos de La Paloma.  Esta será una de los cientos de excusas para volver algún día, en algún año, en alguna ocasión, en alguna vida. Volver y subir al faro. Visitamos también el puerto y la ciudad vieja. Aunque "vieja", no se asemeja a nuestra idea de "pueblo" o lo que nuestro imaginario europeo nos trae al pensamiento. Aquí las casas de una o dos plantas están espaciadas cada una en su terreno, como en el resto de la ciudad. No encuentro diferencia entre la parte vieja y la nueva.  No hay bares ni tiendas como las imaginamos en nuestras calles. Sería como una urbanización residencial pero con edificios mucho más sencillos. Grabo las imágenes en mi retina, con el Faro sobresaliente y el Atlántico pintando de azul el horizonte. Cuesta irse.

En nuestro paseo encontramos una réplica miniatura del Faro de La Paloma. Me abrazo a él. Desde que escribí Cuestairse es como si ya fuese parte de mí, la mímesis del personaje Malena conmigo misma, la escritora, es difícil de explicar, pero existe. Hay cierta transfiguración de la realidad, como explica Annie Ernaux en La escritura como un cuchillo, mi intención fue siempre una novela, no es una narración autobiográfica, los personajes son totalmente inventados, pero la escritura proviene de la experiencia propia. 

También visitamos el Puerto, pequeño, coqueto, con escaso tránsito más allá de algún pesquero y alguna embarcación privada más deportiva. Y la Playa de la Aguada, donde han instalado un pasadizo en forma de cangrejo sobre la arena para preservar las dunas. 

Es la última noche en La Paloma y visitamos el mercadillo artesano, donde encontramos colgantes, pendientes, pulseras, cuencos para velas y un sinfín de artículos que tientan a nuestro bolsillo. La feria huele a leña y a dulce de leche, a aceite de oliva y empanaditas recién hechas.



Día 6. Sábado 27 de enero. Tenemos que abandonar La Paloma,  cuesta irse,  Cuestairse
 
que a veces se parece al paraíso
el que se vino a vivir es porque quiso
salvarse de quedar loco del todo (...)
Yo vivo en este viento y esta arena
Bajo el ala azul de mi paloma
Soy feliz cuando el sol asoma
Y siento que vivir vale la pena

y lo hacemos recorriendo la costa en dirección al sur, destino Montevideo. Llegamos a JoséIgnacio, una playa recogida que preside un faro imponente. Hace un viento huracanado y el océano está alborotado. Recorremos lo que parece una urbanización de la Costa Brava Mediterránea. Nada que ver con La Paloma. Aquí las construcciones son mucho más lujosas. Sí que importa la estética. Todo está muy cuidado, desde los jardines que rodean los chalets hasta las calles, que aquí sí que están asfaltadas y se salpican de algún parterre con árboles o arbustos. Ahora tengo la sensación de estar más cerca de lo que encontraríamos en Europa. Se percibe el nivel adquisitivo alto en los coches aparcados, en las vestimentas de sus propietarios y en los edificios, algunos verdaderos casopolones frente al mar. Y también huele a leña.

Luego nos acercamos a Garzón que queda un poco más al norte y circulamos por un puente redondo, Puente Garzón, sobre la Laguna. Sí, un puente circular, algo tan curioso como excepcional. Una obra de ingeniería que me parece la ostentación de la tontería pues, en mi ignorancia arquitectónica, estoy segura de que se podría haber hecho recto. Es como una rotonda enorme suspendida sobre el agua, imagino que para algunos una maravilla estructural. Original es, sin duda.

En el camino hemos encontrado una playa inacabable con la mirada, larga como jamás había visto ninguna. Si la eternidad cuesta de comprender, como concepto infinito, la visión de este paraíso podría explicarlo. El viento azota la arena y despeina nuestras pestañas. La velocidad del mar parece acelerada levantando olas espumosas, un paraíso para surfistas. Me sorprenden tantos kilómetros de playa virgen, sin construcción alguna. Naturaleza viva. 


Continuamos viaje hacia el sur, el mar y el cielo se pintan de colores con el KateSurf, banderines y cometas y llegamos a Punta del Este, lugar turístico por excelencia donde los uruguayos edificaron torres de apartamentos setenteras después de haber comenzado la urbanizaron del espacio ya a finales de los años treinta.  Es una mini-ciudad, me recuerda a Salou en cierto modo. Encontramos aquí el primer semáforo desde que llegamos a Uruguay. Se venden mediaslunas calentitas en la playa urbana. Visitamos la escultura de La Mano de Mario Irarrazábal, cinco dedos que surgen de la arena,  pero para preservar el espacio natural, se ha instalado una plataforma de madera sobre las dunas. Así los turistas pueden hacerse la foto. Vivimos en la cultura de la fotomóvil. Si no se fotografía es como si uno no hubiese estado en ese lugar (nosotros también lo hacemos). En el Parque Juan Carlos I de Madrid también hay una escultura igual a esta, pero en este caso Mario Irarrazábal optó por dedos de piedra blanca. 

Dentro de nada veremos el último atardecer sobre el mar de nuestro viaje por la costa uruguaya en Punta Ballena. Aallí se alza CasaPueblo, un museo taller obra de Carlos Paez Vilaró, que desde lejos parece una amalgama de edificios construidos sobre la loma frente al Atlántico; no tenemos tiempo de visitarlo, hay multitud de coches en una caravana hacia el mar, donde acaba la carretera. Dejamos el vehículo en la cuneta, como todos, y nos dispersamos por la colina, salpicada de humanos deseosos de aplaudir cuando el sol se esconde. Cada tarde es lo mismo y sin embargo cada tarde es diferente, el paisaje, los sonidos, el ritmo del mar, la cadencia del viento. Ya nos hemos acostumbrado a aplaudir con efusión, y hoy más pues sabemos que es nuestra última ceremonia del solEl espectáculo de color y silencio es emocionante y esas imágenes quedan grabadas en mi retina para el futuro infinito. 


Llegaremos a Montevideo un par de horas después. En este blog será ya en el próximo post.

domingo, 30 de junio de 2024

Historia y voz para pueblos sin historia

Colonización. Historias de los pueblos sin historia trata un tema desconocido, olvidado e ignorado. Escrito a cuatro manos, Marta Armingol y Laureano Debat guían y acompañan al lector en un viaje muy interesante por muchos de los casi trescientos pueblos de colonización con los que el régimen franquista proyectó poblar nuevas zonas de regadíos o reubicar a los damnificados por la inundación de pantanos en la segunda mitad del siglo XX. Alrededor de cincuenta y cinco mil familias se desplazaron desde sus lugares de origen a estos nuevos pueblos en Aragón, Andalucía, Extremadura, Castilla o Cataluña.  

Arquitectura, arte, medios de vida; espacios, ausencias, tiempo pasado y voces actuales. Todo para conformar un sólido recorrido ilustrado, muy visual gracias a la narración fluida y descriptiva, un álbum del imaginario en blanco y negro, una crónica literaria que trata los datos con rigor y esmero periodístico. Tengo algunos familiares viven en uno de esos pueblos de colonización y que he visitado en varias ocasiones: sus casas, calles o esa iglesia que me parecía "diferente". Tras la lectura de este libro y las referencias que en él he encontrado, cuando vuelva seguro que me fijaré en algunos detalles que habían pasado desapercibidos y descubriré algunos otros. Por cierto, este libro obtuvo libro Obtuvo I Premio La Caja Books de No Ficción.

Gracias Laureano y Marta por escribir esta historia de pueblos sin historia. Gracias por mostrar una realidad actual, que no ha caducado, y dar voz, sin distorsionar, a aquellos colonos y colonas, sus hijos y nietos, que hablan desde la experiencia. Algunos testimonios reconocen como válida e incluso agradecen la gestión a Franco: "si no fuera por él, este pueblo no existiría". Recibieron casa, yunta de vaca y vaca, algunas gallinas y parcela (que luego tuvieron que pagar, y entregar todos los años buena parte de su cosecha y también la cría de la vaca si nacía). Unos quieren mantener el apellido del pueblo ("del Caudillo") otros explican como costó roturar las tierras, muchas piedras, poca agua, tractores compartidos, mucho esfuerzo y primeros años difíciles, a veces en barracones hasta que se construían las casas. Otros callan o parece que desconocen que su pueblo esta junto a uno de los campos de concentración mas grandes de los años de represión tras la guerra civil, donde todavía aparecen hoy restos humanos. O tampoco dan muchas explicaciones sobre el Canal de los Presos que se construyó con mano de obra de republicanos encarcelados. Y silencio. Hubo en esa época mucha propaganda institucional y demasiado silencio. Las imágenes del NO-DO disfrazaban en blanco y negro la realidad gris de aquellos años. Trabajo y silencio. Todavía hoy resuena el eco mudo.


Los autores plantean algunas cuestiones que tienen que ver con esa dualidad y merecen un debate, como por ejemplo la museificación para la recuperación de la memoria y la construcción de una historia, pero que se asentaría sobre una alfombra calcificada de dictadura, muerte y tortura. ¿Existe la fórmula que permita el equilibrio entre sensibilidades sin herir, sobre todo, a tantos que fueron represariados? 

Con el tiempo algunos pueblos han desaparecido, otros permanecen y la mayoría se han transformado e incluso reutilizado convirtiéndose en espacios turísticos, pero mantienen parte de su estructura original. Pueblos sin historia, con un patrimonio diferente, que ahora recuperan su memoria en esta crónica necesaria, pasado y presente, en la que testimonios y datos documentan parte de nuestra historia reciente. Para leer y releer. 


viernes, 14 de junio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (IV)

25 de enero. Crudo invierno en España. Cuarto día en el verano del Hemisferio Sur. Hoy toca madrugar, pero a pesar del trasnoche del día anterior, no me cuesta nada. La borrachera de emociones mantiene alerta mis sentidos y no permite que caiga en estado etílico. Además estoy en un limbo de felicidad que deriva en ignorar todo lo que podría molestar: calor, falta de sueño y descanso. Son las siete de la mañana en La Paloma, el sol es tempranero y desde antes de las seis ya está despierto. 

El destino hoy es Cabo Polonio, un lugar al que solo se puede acceder con el transporte regulado que atraviesa las dunas. Desde que llegamos a Uruguay viajamos en un coche de alquiler de marca china que lleva el techo con un ventanuco descapotable, sobre nosotros el azul celeste salpicado de juguetonas nubes, pero no le sacamos demasiado partido por el calor y el fuego de los rayos que caen implacables, así que lo llevamos casi siempre cubierto. Dejamos el coche en el aparcamiento junto a la estación desde dónde parten los camiones hacia Cabo Polonio y subimos a uno de los vehículos, sin ventanas ni puertas, solo estructura, enormes ruedas y acero o hierro en dos pisos, como los autobuses londinenses pero desnudos y más fornidos. Muchos son vehículos de la II G.M acondicionados para trasladar a turistas y visitantes a ese paraíso donde no hay agua corriente ni suministro público de luz, donde habitan la libertad y los lobos marinos. Comienzo a percibir la anarquía nada más subir al camión, que tiene los cinturones de seguridad oxidados y muy añejos. Intento sujetarme pero el cierre no funciona. Veo que la mayoría de los viajeros no se lo pueden ajustar tampoco. Es tarea imposible. El conductor, al que no veo ahora, ha subido descalzo así que intuyo que conduce así, con sus enormes pies ennegrecidos por el sol en el pedal del camión. 




Nada más comenzar el trayecto nos adentramos en un bosque sin camino, las ruedas enormes, como de tractor, se agarran a la arena y las ramas de los árboles arañan nuestros brazos si los sacamos más allá de la estructura metálica. El sol y el aire son nuestra única seguridad. Percibo la adrenalina viajando también en mis entrañas. Los movimientos cada vez son más fuertes, con el vaivén saltamos del asiento involuntariamente y nos sujetamos las gorras y los sombreros que volarían por la fuerza del viento libre y en corrientes desordenadas. Sensación de aventura. El paisaje se va abriendo y se adivina el mar. Arena. De pronto, ante nosotros, el océano; el camión llega hasta una playa enorme, llana y corre veloz paralelo al viento, al azul del mar y a las olas que rompen incansables. Me recuerda un poco a la visita que hicimos hace un par de años en el Parque de Doñana, pero aquí es todo más grande, más salvaje. Cuando ya llevamos unos veinte minutos de viaje aparecen algunas casas y el faro que sobresale. Cabo Polonio está ahí.

 


Pisamos la calle, una avenida que no es tal, sino un camino de arena con un pasadizo elevado de madera en la vereda, para comodidad del visitante. Algunas construcciones primarias salpican a un lado y otro junto a carteles de madera que anuncian un lugar donde comer o beber, o simplemente un mensaje de orientación. 

El cabo tiene dos playas, la del sur y la del norte. Vamos primero a la del norte por un sendero entre matorrales y curiosas casas, anárquicas, todas con su porche, muchas tumbonas para fumar marihuana (legalizada y muy abundante en esta zona), beber mate o simplemente mirar al océano. Silencio. No hay coches, no hay ruido de motores. Se escuchan el viento y las olas. 



Hace calor pero el agua está helada. La playa tiene dos banderas rojas que delimitan el espacio donde la corriente del océano puede arrastrarte, habitual en casi todas las playas de Uruguay. La playa, enorme, el Atlántico, inmenso. Como dijo Jacques Cousteau, el océano nos adiestra en humildad, señalando nuestro ínfimo lugar en el vasto ecosistema del planeta. 



Huele a mar. Y a mar-ihuana. Sobre las doce del mediodía, un vendedor camina por la arena con una bandeja de hamburguesas y empanadillas caseras, y canta algo así como “burguer rica recién hecha y empanaditas de carne calentitas”. Mi mente se sorprende del contraste con el Mediterráneo donde se escucha: “al rico bombón heladoooo”. Aquí todo calentito pero el agua del mar helada, en el Mediterráneo refrescos y helados pero el mar templado.



Camino hacia la playa sur, que es una calle de arena, hay puestos de venta artesanos. No puedo resistir comprar algunas cosillas. Son los escasos habitantes del cabo que comparten espacio con pescadores solitarios, hombres de piel quemada por el sol y cabellos ásperos y enredados. Se rumorea que muchos están un poco "pirados", por la soledad y por la marihuana. Ese ambiente de anarquía, despreocupado, esa soledad voluntaria y bohemia se respira en todo el trayecto, junto con el humo de porros y quemadores de incienso. Hay una paz silenciosa y respetuosa con la naturaleza aunque se percibe también la mella del turismo, cada vez nos movemos más, la globalización y democratización de las redes invitan a los afortunados de las clases medias a llegar a paraísos despoblado que cada vez lo están menos y poco a poco se orienta todo hacia el visitante curioso.
  

         

Llegando a la playa sur el mar se recoge entre algunas piedras y la costa se cierra en una bahía donde hay menos olas pero más tránsito de familias y excursionistas que han venido a pasar el día, como nosotros, pasto de la globalización y de las redes. El porche de madera escasamente pulida frente al mar de la Perla del Cabo es tan exquisito como la comida que tomamos (imagino que tendrán generadores para mantener los alimentos en cámaras). Me pregunto que ocurrirá a las doce de la noche cuando el sol duerma, sin luz eléctrica, y solo las velas y el resplandor de la luna iluminen los espacios, y la mayoría de los que estamos nos hayamos ido. Hoy es la primera luna llena del año 2024. Pero no quiero adelantar la narración. 

Después de comer paseamos entre las singulares piedras que rodean el cabo. El paraíso, si existe, tiene que ser algo parecido a Cabo Polonio. Naturaleza pura. El suelo se cubre de millones de conchas (jamás digáis esa palabra allí si no queréis suspicacias y miradas..., ya os lo expliqué en el segundo post) y caparazones de moluscos y almejas. Da pena pisar esa alfombra de nácar y naturaleza muerta, pero es inevitable si quieres avanzar. Las enormes piedras azotadas por las olas dibujan formas y esculturas redondeadas. Cada paso es una fotografía, cada parada  un descubrimiento de la mirada a izquierda, derecha o al horizonte fundido en azules con un cielo espléndido. 

La brisa engaña a la piel, se soporta el calor, pero el sol azota con fuerza. Nos embadurnamos de protector solar. Ya en el faro, tenemos la mala fortuna (es lo único que en este viaje no salió bien) de que no está el farero y no podemos subir. Nos dicen que hasta mañana no regresará. El ejército custodia el espacio y nos permiten acceder a un mirador en la base del faro. Impresiona la inmensidad y la bravura del Atlántico, y se escuchan ya rugidos de lobos marinos, allí están, en el océano, en las piedras, subiendo, bajando, jugando con las olas, otros tumbados al sol o mirando al horizonte. Decenas de ellos. Bajamos un poco más para verlos de cerca. El tufo es intenso, huele a heces, es un hedor muy fuerte, pero se mezcla con el aroma salitroso del mar y nos quedamos prendados observándolos; pronto nuestros sentidos se olvidan del olor. O es que quizás ya nos estamos mimetizando con la naturaleza, tan salvaje y tan paradisíaca

Creo que fue Milan Kundera quien dijo algo así como que los animales no son propiedades o cosas, sino organismos vivientes, sujetos de una vida, que merecen nuestra compasión, respeto, amistad y apoyo: “La verdadera prueba moral de la humanidad, su prueba fundamental, consiste en sus actitudes hacia aquellos que están a su merced: los animales"

Seguimos rodeando el cabo. Nuestros móviles se llenan de fotografías, no queremos que la memoria olvide y para ello abarrotamos la de nuestros teléfonos. Annie Ernaux, en el documental Los años del super 8, sonríe frente a la cámara, "graba lo que jamás volverás a ver". Yo estoy segura de que este lugar es único, también de que no volveré a venir, así que fotografío toda la belleza que puedo almacenar en mi retina, pero también en mi móvil. 

Paseamos entre cactus y flores pegadas al suelo que pintan de rojo la tierra y el verde del pasto. Hay muchas piedras, el sendero se dibuja únicamente con los pasos que dejan en el tiempo los visitantes, no hay camino, es monte puro. Las escasos edificios, de una o dos plantas, individuales, salpican el terreno respetuosos, casi como si les doliera romper el paisaje. combinan piedra, cemento y uralita para cubrir el techo de las inclemencias. Nada más. Sencillez. Entramos en un almacén-tienda (creo que es la única en todo el cabo) y atrasamos el reloj cien años: Básculas de hierro, pesas romanas, productos apilados, sacos de legumbres, latas de conserva, cristales añejos y madera, mucha madera en el pavimento, en los mostradores y en la pared, es como entrar en un túnel del tiempo y, en cierto modo, me recuerda al oeste americano. Al salir, como si la magia se instalara entre nosotros, un caballo blanco nos mira sediento desde su rienda anudada a una madera.

Llega la hora del regreso y nos acercamos al lugar desde donde parten los camiones. Un hombre rasga una guitarra para amenizar la cola de espera y canta una de Sabina. En la funda del instrumento caen monedas de pesos uruguayos, que no valen nada, y algunos billetes, que también valen poco. El viaje de regreso, en otro de esos armatostes con rueda de tractor es más tranquilo que por la mañana, no saltamos tanto sobre las dunas y el viento se cuela caprichoso para refrescar nuestra piel. Bajamos luego en nuestro coche encapotado hasta La Pedrera, nos espera el espectáculo de la salida de la luna llena sobre el océano. Es una tradición (que hemos vivido ya) en esta costa uruguaya asistir cada día a la puesta del sol escondiéndose en el mar y cada mes a la salida de la luna, también del mismo horizonte, cuando está llena. En este caso, al ser la primera del año, la expectación es enorme. 

Hay carteles anunciando el evento y vendedores de bebida a lo largo de la costa. Los espectadores vamos situándonos unos junto a otros, reservando  el espacio. Algunos llevan su trípode y su cámara con objetivos que van ajustando a la luz y a la distancia. Se pone el sol, esta playa está orientada al este y no vemos como se esconde en el horizonte, así que oscurece poco a poco. Ya estamos acostumbrados al ritual: abrigarse piernas con pantalón largo, brazos con jerseys, sudaderas y foulards para mitigar el fresco, y gorras que cubran cabezas peladas o con cabellos zarandeados por el viento.

Jugamos a hacer fotos con la mano que sostiene la luna llena. Parece un sol. Nadie diría que no es un amanecer, está anaranjada y refleja en el mar un destello soleado. Pero es la luna. La primera del año. Enero de 2024. Me siento afortunada por tanta belleza, tanto mar, tanta felicidad y tanto amor, de mi familia y de mis amigos uruguayos, que son los mejores anfitriones imaginables. Gracias a Cuestairse estoy viviendo esta experiencia. Como dice Annie Ernaux, publicar un libro no te cambia la vida, pero hasta ahora me está regalando mucha alegría.