miércoles, 1 de junio de 2022

Concha Alós. Realismo necesario

Mi madre nació en 1926. Tenía diez años cuando estalló la Guerra Civil. Fue una de las muchas niñas que se hicieron mujeres en medio del caos y el espanto. Me contó que afortunadamente en el pueblo donde vivía no hubo ni demasiados muertos ni demasiada miseria. Sin embargo, la realidad en otras partes fue mucho más cruel, sucia y putrefacta. Concha Alós, que también nació en 1926 y tenía diez años también cuando parte del ejército se sublevó contra el gobierno legítimo, narró en El caballo rojo las penurias por las que pasaron aquellos que tuvieron que huir de sus casas, como ella, dejando no solo sus bienes materiales, sino también la estructura de sus vidas.


Felix Alegre, el protagonista de la novela es uno de ellos. El caballo rojo es el bar de Lorca donde trabaja como camarero. Pero Felix ni es camarero ni es de Lorca. Antes de la guerra, vivía con su familia en Castellón, era vendedor en una tienda de tejidos y, como miles de españoles, se desplazó huyendo de la muerte, abandonando sus hogares con la esperanza de encontrar un lugar donde refugiarse del horror. Sin embargo, la podredumbre y la miseria estaban en todas partes. Sobre todo en el bando de los vencidos. La novela está impregnada de dolor, rotundo pero descarnado, en el que un grupo de refugiados sobrevive entre piojos, estrecheces y miedo.

Mi madre no pasó hambre. En casa tenían gallinas que ponían huevos y los cinco hermanos sobrevivieron con tortillas en trampa que su madre repartía en porciones y el pan negro que amasaban con salvado de trigo dos veces al mes. Aunque cuando llegaban los militares requisaban todo lo que encontraban. Así que su familia huyó con otras familias del pueblo a una casa en medio del campo donde permanecieron hasta el final de la guerra. Desplazados. Mucho miedo, eso sí me explicó mi madre que pasó. Recordaba esconder la cabeza entre los brazos y agazaparse debajo de la mesa cada vez que pasaban los aviones cargados de bombas. También explicaba que muchos alemanes, italianos y milicianos transitaban la carretera en camiones y coches. Simone Weil (París 1909-Ashford 1943), la filósofa francesa, iba en uno de esos vehículos, alistada en una unidad internacional de la columna Durruti. Estuvo pocos días en el frente, en Pina de Ebro. Ella era pacifista pero en su conciencia quiso apoyar a la defensa anarquista y cargó con un fusil al hombro. Sin embargo, su experiencia le llevó a reflexionar sobre el acto de matar: “el miedo y el gusto por matar”[1]. Mi madre, no supo nunca de la existencia de Simone Weil ni que había pasado por delante de su casa. Cada una vivió la guerra de un modo con elementos comunes:  miedo, hambre, desencanto y muerte.

Concha Alós publicó El caballo rojo en 1966, en pleno franquismo (la Historia habla ya de cierta “apertura” en ese año). La autora no establece juicio de valor desde su voz explícita aunque ofrece datos históricos y centra su narración en el último año de la guerra. Salvó la censura, supongo, gracias a que su posicionamiento en el bando de los vencidos abarca el punto de vista de la derrota y muestra con apostado beneplácito las bondades que “los nacionales” ofrecían cuando ocupaban los territorios conquistados: “botes de leche condensada, panecillos y comida caliente”[2]. No escribe Alós sobre los campos de concentración ni los fusilamientos ni las represalias que llegaron después, aunque los insinúa veladamente; no hubiese sido posible publicar, entonces había que mostrar entre líneas y encontrar la manera de burlar a los censores.

Descubrí a Concha Alós (Valencia 1926-Barcelona 2011) gracias a La NAVAJA SUIZA, editorial que en una magnífica labor de recuperación de esta autora, publicó en 2021 Los enanos. Alós ganó el Premio Planeta con esta novela que presentó con el título El sol y las bestias. Pero antes había intentado publicarla con Plaza & Janés que le rechazó la oferta. No obstante al conocer la concesión del premio, Plaza & Janés reclamó sus derechos y a Concha le retiraron el Planeta. Aunque dos años después, volvió a ganarlo con Las hogueras. Ahora que están tan de moda los rankings cabe destacar que es la única mujer que ha ganado dos veces el Premio Planeta. En los 90 enfermó de Alzeimer y murió en 2011 en una residencia, sola, sin recuerdos y olvidada. La labor de LA NAVAJA SUIZA para recuperar su obra y restituir de alguna manera ese olvido injusto es encomiable. Concha Alós es una autora con voz propia, su realismo no costumbrista sitúa el instante, el lugar, el ambiente; el lector visualiza, oye, percibe. La escritura proporciona una visión no endulzorada de esos episodios que nuestras madres y abuelas vivieron, pero sin caer en el drama excesivo.

En Los enanos, por ejemplo, que data de 1962, Alós pone el foco en el mundo femenino de los años 50, una época donde las mujeres no tenían acceso a formación académica superior si no pertenecían a clases sociales altas y pasaban de la dependencia del padre al marido. El mayor deseo para ellas era conseguir un buen marido para tener una casa donde vivir. Esa era toda la aspiración de independencia. Concha Alós burló también en esa ocasión a la censura, a pesar que escribe explícitamente “Franco manda mucho” y sugiere entre líneas la escasa libertad y la negrura en la que vivía la sociedad española.

En El caballo rojo, como en Los enanos, los personajes están atrapados en una telaraña donde entrecruzan sus vidas. Su objetivo es sobrevivir en medio del silencio, la oscuridad y el terror. Alós no crea personajes intelectuales ni argumenta posiciones políticas (le hubiesen censurado los libros). Sus protagonistas pertenecen a clases trabajadoras y profesionales, sobrevivientes de miserias. Pero no se recrean en el dolor, invierten sus energías en la supervivencia del día a día, los acontecimientos suceden de forma natural, sin asmamientos ni dramatismos excesivos. SI bien en Los enanos hay secuencias casi berlanguianas, en El caballo rojo no hay lugar para la ironía: la guerra no da pie a ello. Trae el eco de un silencio desgarrado por el hambre, incluso hasta el favor sexual consentido a cambio de “sacos de patatas, latas de conserva, legumbres y pan”[3]. El hambre obliga a hacer o a callar para sobrevivir. La guerra trae muchas mentiras, hasta en los partes de muertos que siempre son más en el bando enemigo[4]. Sin embargo Alós no miente, escribe mostrando la verdad más cruda. Así como Agota Kristoff (Hungría 1935-Suiza 2011) en la trilogía Claus y Lucas, inventa una especie de magia para vestir el puñetazo de dureza, Alós no disfraza nada.

En El caballo rojo el café que se sirve es achicoria y las patatas que se cocinan son boniatos; los trajes y los zapatos están raídos, las familias viven en lugares con escasa ventilación y abundan las moscas. También como en su anterior novela los olores, los colores y los espacios se convierten en imágenes explícitas, reales, aunque no sean agradables a los sentidos. Hay ampollas que se revientan en los pies, amputaciones de mancos y cojos, cera en los oídos de los hombres, poca luz en las estancias, calor y vapores, lluvia y barro, pañales y orines. Todas las descripciones son diegéticas, nada es gratuito y todos los adjetivos están a disposición de la historia que se cuenta. En este caso, una guerra. La guerra huele mal, está llena de dolor, de sangre, de hambre y de muerte. Da asco. No hay belleza ni amabilidad entre los párrafos, la metáfora y las palabras. Su literatura es menos amable que el realismo social de sus contemporáneas Martín Gaite (Salamanca 1925-Madrid 2000) o Laforet (Barcelona1921- Madrid 2004). En Alós no hay condescendencia. Y sin embargo la narración es elegante, fluida, bella en su hedionda realidad, a un ritmo que acompaña al lector y le invita a seguir a los personajes. Todo es negativo, incluso la maternidad, no ilusiona, supone una carga, un peligro: “pezones que se abren, noches sin dormir”…Y los niños no son una bendición: “mear, eso es lo que hacen los niños. Mear siempre. Pudrir los colchones”[5]

Concha Alós escribió El caballo rojo hace casi 60 años y sin embargo el modo de narrar es tan actual como si de una novela del siglo XXI se tratase. En Tiempo de Silencio, Martín Santos (Marruecos 1924-Vitoria 1964) introdujo un realismo alejado del costumbrismo pero la estructura seguía siendo arquetípica. Sin embargo, Alós intercala los tiempos, va del pasado al presente, introduce un personaje y luego otro, narra sus antecedentes, vuelve al presente y al pasado de la acción para explicar los acontecimientos; intercala los tiempos narrativos también. A veces narra en paralelo, como si de una serie televisiva se tratase, y ello aporta una fluidez donde nada sobra y todo es preciso. Incluso la suciedad, que arranca la náusea del lector, por qué la guerra es nauseabunda. 

No hago un spoiler ni desvelo nada que no sepamos: la guerra acabó con el triunfo de las tropas sublevadas. Llegaron años de más náusea, más silencio y más hambre. Sin embargo, en el final de la novela Alós apuesta por un impulso de comienzo. Quizás en 1966 ella se planteó ese mensaje como un punto de esperanza. La realidad es que las niñas que nacieron en 1926  y comían pan negro durante la guerra fueron luego esas mujeres que nos enseñaron a ser fuertes y libres.

Se ha escrito mucho sobre la Guerra Civil, sobre el franquismo, sobre la posguerra… Pero hay que leer a Concha Alós. Es un realismo necesario. Por qué todavía persisten las guerras, la muerte, los desplazados y esto que escribió en 1966 lamentablemente sigue vigente: “Los hombres pueden llegar a no ser nada. Los hombres pueden convertirse en una máquina de matar” [6] .Y todavía no ha conseguido la humanidad esa “justicia social e igualdad para todos los hombres”[7] que prometen las victorias. Apuesto a que en esto estaría de acuerdo Simone Weil. Y también mi madre. 

Este mes hay Feria del Libro en muchas ciudades. Buena ocasión para adquirir las magníficas ediciones que LA NAVAJA SUIZA ha publicado de las obras de Concha Alós.



[1] Weil, S. (2001). Cuadernos (Página 165). Trotta S.A.

[2] Alós, C. (2022). El caballo rojo (Página 209). (La navaja suiza editores, Ed.) Madrid: Humbert Humbert S.L.

[3] Ibídem, p. 31

[4] Ibídem, p. 87

[5] Ibídem, p. 89-90

[6]  Ibídem, p.70

[7] Ibídem, p. 118

 

 


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