viernes, 22 de abril de 2022

La parada del Día del Libro

En mi memoria infantil, el 23 de abril siempre era un día grande, de mucho trabajo pero festivo para mí. Además era el santo de mi padre, que se llamaba Jorge. Todos los años él preparaba a primera hora de la mañana “la parada de libros” en la calle: montaba el tenderete con unas tablas y caballetes que vestía luego con una enorme bandera de muchos metros y que el resto del año yo veía en una repisa de la trastienda mientras hacía allí los deberes. Pasé más horas en la librería que en casa. Digo yo que por eso amo tanto a los libros. La nuestra era una librería de barrio, amplia y con secciones también de papelería y juguetería (algún día escribiré sobre la noche de Reyes y otras curiosidades) y llevaba el nombre de mi madre que también es el mío. Era una tienda de proximidad, que se diría ahora. Ella sabía, nada más ver entrar a los clientes por la puerta, qué quería cada uno, pero les dejaba deambular, buscar por las estanterías y ojear los libros con libertad

Sé que mis recuerdos se alimentan también de la ficción en los detalles que no son capaces de revivir, pero algunos son muy nítidos. El Día del Libro se configuró como un día importante, tanto o más que Navidad o Reyes. Por un lado era para mí un día de fiesta, de asueto en el colegio ya que mis padres justificaban mi ausencia al día siguiente con una nota que seguramente alegaba “la niña se sintió indispuesta”. Esa mentira era para mí un motivo de celebración; me permitía estar todo el día en la tienda, en realidad en la calle, en “la parada de libros” donde se disponían destacando las novedades, ordenados por géneros, novela, poesía, clásicos, sección infantil, manuales de psicología, ediciones de bolsillo, valiosos ejemplares ilustrados de historia y geografía, libros, libros, libros.

«Vigila la parada», me decía mi padre. Y yo, que no alcanzaba todavía el metro y medio, me colaba entre los clientes que ojeaban los libros y les preguntaba: «¿Se lo queda? Si le gusta tiene que entrar a pagarlo». Me sonreían desde arriba y estoy segura que alguno llegó a comprarlo animado por mi atrevimiento pizpireta. A mediodía no cerrábamos y el día de San Jorge comíamos por turnos en la trastienda unos bocadillos que nos traían del bar de al lado. A mí me gustaba el de queso con pan con tomate chisporroteando con las burbujas de una Coca-Cola que entonces todavía se envasaba en una estilizada botella de cristal.

Mis recuerdos de ese día son siempre luminosos, brillantes, soleados, coloridos y con aroma a rosas pues en Barcelona era costumbre ya entonces que los varones regalasen a sus novias, esposas, amantes o queridas una rosa roja. Pero a principios de los setenta, aunque yo no fuese capaz de percibirlo, habitaba en el aire un peligro muy gris. Algunas veces entraban en la tienda unos señores con gabardina que siempre iban en pareja. Los recuerdo serios y protocolarios, con la mirada exigente y autoritaria. Le pedían a mi madre unos papeles que ella sacaba de una carpeta azul del cajón donde también guardaba facturas y contratos. Luego se paseaban por la tienda examinando las estanterías y escrutando los rincones como si buscasen algún silencio escondido o alguna voz callada. Mi madre permanecía inmóvil y me enviaba a la trastienda con un gesto que yo entendía para quedarme quieta. Era lo único que podía comprender. Creo que alguna vez dos de esos señores con gabardina y ceño fruncido obligaron a mi madre a retirar algún libro de la estantería. Otras veces fueron revistas lo que secuestraban; algunas publicaciones ni siquiera llegaban al mostrador. El día del libro también solían pasar y se acercaban a la parada, rebuscando a través de sus gafas de cristales oscuros algún título censurable. Pedían los papeles, revisaban que todo estaba en regla y si no encontraban nada sospechoso se alejaban calle abajo. Se respiraba un aire aliviado en ese momento. 

Mis primeros pasos sobre el mostrador de la tienda. Años 60
Mi madre y yo en la puerta de la librería. Años 60

Fui creciendo y cada vez alcanzaba mejor a la parada de libros, aprendí a colocarlos con criterio, aprendí a mimarlos y a leer entre líneas por si los señores de gabardina venían a revisar. Cuando acabé el BUP la vida cambió (eso daría para muchos posts) y la librería dejó de existir. 

Por suerte, las gabardinas pasaron de moda, el silencio gritó y el temor fue liberado. Y en mi memoria quedó para siempre el Día del Libro como un día grande, una fiesta para manifestar mi amor por los libros y por las librerías. Por eso, todos los años, si puedo, salgo a la calle a ver “la parada de los libros” y animo a todos a que lo hagan.

Seguro que encuentran la voz parecida a la de mis recuerdos infantiles que les invite a comprar ese libro que están ojeando. ¡FELIZ DÍA DEL LIBRO!

Con mis padre paseando por Plaza Cataluña. Años 60

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