martes, 30 de julio de 2024

Un despertador agradable y luminoso

"Nadie puede despertar por ti, nadie puede despertarse antes de tiempo"


Julieta París ha escrito El Poder de la Mujer Despierta  desde su sabiduría y experiencia como psicoterapeuta y antropóloga. Un libro que deberían leer mujeres y hombres para reconocer que "la vida puede ser otra cosa" si estamos despiertos. 

Yo lo he leído atrapada por la cercanía y sencillez de la exposición (que no simpleza) y la invitación a la reflexión página tras página. Me considero una Mujer Despierta (las mayúsculas son de la autora), pero a veces sesteamos demasiado y sin darnos cuenta entramos en una especie de letargo adormecido que nos aleja de la Vida (la mayúscula es mía). Como en el cuento de la Bella Durmiente (Charles Perrault, 1696) pasamos épocas en un sueño sempiterno. Pero en la vida real no vendrá un príncipe a despertarnos: "El verdadero despertar no llega desde un beso. Solamente tú puedes ayudarte a despertar. Posiblemente nunca nadie lo hará con más dulzura, sentido, conciencia y amor que tú" (página 16)

El Poder de la Mujer Despierta (Editorial Siglantana, 2024) no es un libro de autoayuda como puede parecer a simple vista, sino una serie de reflexiones inteligentes alimentadas de antropología, psicología e incluso sociología, narradas en un tono muy cercano; la autora utiliza la interpelación y el diálogo directo con lectoras y lectores, y la invitación a aprehender el mensaje rebosante de energía que ofrece en cada párrafo, en cada palabra y cada frase. El libro es un despertador agradable, sin estridencias, en el que seremos nosotros mismos quien marquemos la hora y el ritmo, con la firmeza y la serenidad que nos propone la autora. No me gustan los libros de autoayuda, y así lo reflejé en voz de Malena, el personaje protagonista de Cuestairse, la novela en "ese despertar compartido en la escritura" que Julieta escribió en su generosa dedicatoria de mi ejemplar de El Poder de la Mujer Despierta

El libro abarca situaciones que todos hemos encontrado en un momento u otro de la vida: crisis personales, problemas de pareja, enfermedades, duelos, pérdidas, dudas, soledades. También el amor en todas sus acepciones, de pareja, hacia los demás y hacia uno mismo. Los límites, los que se imponen y los que debemos delinear o romper. Las expectativas y la expectación, la gratitud, la aceptación (que no resignación), la fidelidad, el perdón, el orden, la soledad, el silencio, la gratitud. Conceptos, uno tras otro, para estar muy despierta o para despertar cuando sea el momento. Y concreta en lo femenino, el ciclo vital, desde la menstruación hasta el climaterio, la influencia hormonal a lo largo de cada etapa. Y el milagro de la vida. Lo positivo, lo excepcional de estar viva. Estar despiertas para conocer y reconocerlo. 

Y, ¡ojo!, despertarse no es fácil, exige un esfuerzo de voluntad, conocimiento y aceptación de uno mismo. Como escribió Bertrand Russel en La conquista de la felicidad: "Sin respeto de uno mismo, la felicidad es prácticamente imposible". Para eso, la autora ofrece una parte práctica, la que aconseja sin hacerlo, un abanico de posibilidades que iluminan el despertar, pues al salir de un sueño profundo (o no tanto) podemos tener muchas legañas y aturdimiento que no nos permitan ver con claridad. 

Aunque la autora se dirige en femenino a sus lectoras, el libro es para despertar hombres y mujeres; un lector  masculino encontrará respuestas y claves para su propia experiencia y para comprender mucho mejor a las mujeres que ama o pretende amar. 

Un descubrimiento de fuerza interior que no distingue sexo. 

Es de bien nacido ser agradecido, dice el refrán. Gracias, Julieta, por este libro luminoso que alumbra el despertar. 



sábado, 27 de julio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (VII)

Dia 9. Martes 30 de enero. Desde hoy el grupo familiar con el que hemos compartido viaje por Uruguay se disuelve. Dos regresan a España, otra se queda en Uruguay unos días más y nosotros (mi marido y yo) continuamos viaje con destino a Buenos Aires. Aunque antes visitaremos Colonia del Sacramento. 

En la estación Tres Cruces de Montevideo, donde hemos de tomar el autobús que nos lleva a Colonia, recuerdo de nuevo a Lucas, el protagonista de La Uruguaya (Libros del asteroide, 2016). Como él, y siguiendo las recomendaciones que nos dieron a nuestra llegada, mantengo la vista alerta y tomamos precauciones, como por ejemplo no llevar dinero efectivo en los bolsos y tener el móvil oculto. Total, tampoco tenemos compañía operativa aquí y lo usamos sólo para hacer fotos. La terminal es muy amplia, en el vestíbulo los viajeros adquieren sus boletos (lo que nosotros llamamos billetes) en las diversas ventanillas de las compañías que ofrecen todos los destinos. Hay mucho movimiento. Miro a mi alrededor todo el tiempo. Las maletas, el bolso, todo vigilado constantemente hasta que accedemos al espacio abierto con decenas de dársenas. No permiten la entrada hasta poco antes de la salida del autobús y hay control de acceso con el boleto (billete). Me siento más segura allí hasta que subimos al autobús. El vehículo ofrece servicio wifi. Confirmo, de nuevo, que la seguridad se gestiona de diferente manera que en España: el autobús lleva una puerta corredera que encierra al conductor y a su ayudante y lo aísla y protege del resto de pasajeros. Hay una cortina que cubre totalmente la puerta e impide que los viajeros no podemos ni siquiera ver la parte delantera del autobús, ni al conductor ni al copiloto tampoco. Cada vez que éste entra y sale para revisar los boletos o controlar el acceso de nuevos pasajeros que se incorporan en alguna parada antes de abandonar la ciudad, se abre y se cierra herméticamente el espacio. 


Mientras el autobús circula por las calles de Montevideo, antes de abandonar la ciudad, observo que los semáforos no están en la esquina donde hay que parar, como en España, sino en la siguiente. Me produce sensación vértigo, parece que hay que detenerse pero sin el rojo que te obliga allí mismo, como si te diera tiempo a seguir conduciendo. Vaya que a mi me costaría acostumbrarme y probablemente me pasaría de largo más de un semáforo complicando la circulación  y obstaculizando el cruce.  Corroboro de nuevo que los autobuses urbanos que circulan son viejos, setenteros del siglo pasado. 

En las afueras de la ciudad abundan las chabolas y casuchas de uralita y otros materiales de baja calidad. No veo zona comercial ni industrial como en las salidas de Barcelona o Madrid. Y enseguida el viaje rueda por la llanura uruguaya, mucha tierra yerma, pasto para vacas, alguna parcela de maíz y otros cultivos. Como cuando llegamos el primer día, la carretera de pronto se convierte en autovía y de pronto otra vez carretera de un solo carril por dirección. También, de nuevo, nos detenemos en varios peajes. Ya no me sorprende la velocidad cambiante, que se limita a un máximo cien kilómetros por hora aunque en la mayoría de tramos es de sesenta. 

El vehículo debe tener aire acondicionado, pero se nota el calor veraniego. El sol atraviesa los cristales y como el paisaje tiene poco de nuevo, corremos la cortinilla. Vamos sentados en la segunda fila, así que entre el aislamiento delantero del conductor y el nuestro, quedamos abstraídos y aprovecho para tomar algunas notas en el móvil. Aquí me siento segura.

Llegamos a Colonia del Sacramento casi a mediodía. El golpe de temperatura nos anima a coger un taxi hasta el hotel. Es una ciudad pequeña pero llevamos todo el equipaje y no estamos todavía ubicados. Los edificios coloniales nos trasladan hacia un pasado esplendoroso. Ya instalados bajamos caminando hasta el Rio de la Plata y, como en Montevideo, me llama la atención el mal estado de las aceras (cubiertas en su mayoría por alfombras de excrementos de aves) y la calzada, con el asfalto o el adoquinado en deterioro visible. Antes de llegar al barrio histórico, agradecemos la sombra de los árboles que se alinean a ambos lados de la vía. El verde alegra la ciudad y refresca nuestro paseo. 

Nos acercamos al antiguo muelle del Puerto viejo pero no nos dejan pasar. Nos dice el vigilante que la madera está en mal estado y es peligroso. Veo unos bancos que invitan a sentarse frente al Río de la Plata, y unas farolas que nos trasladan al pasado. El uruguayo, muy amable, se ofrece a hacernos una foto y nos invita a saltarnos la cadena que impide el paso "pero no vayan más allá". 


La ciudad es de las más antiguas de Uruguay. Portugueses y españoles la cortejaban por su situación privilegiada ya que el Río de la Plata permite la navegación más directa hacia Buenos Aires. Se conservan casas y calles que mantienen la historia viva y la Unesco la declaró Patrimonio de la Humanidad. A pesar de ello, no encontramos demasiados turistas ni zonas de explotación comercial como si estuviésemos en cualquier población de esas características en España, por ejemplo, pienso en Santillana de Mar o en Aínsa, que son poblaciones preciosas pero abocadas totalmente a un turismo que invade sus pintorescos espacios. 

Recorremos en Colonia Sacramento las calles empedradas de la parte más antigua y bajamos por la que llaman de los Suspiros. Los colores de las viejas casas recrean nuestro paseo que se integra con los elementos, tierra, piedra y vegetación. Es como viajar en el tiempo, incluso encontramos varios coches antiguos de principios del siglo XX.


 Colonia del Sacramento tiene un faro, también, al que tampoco subimos. Se ha hecho tarde. 


Llevamos más de una semana asistiendo a la ceremonia del atardecer sobre el mar. Hoy lo esperamos también, con el aplauso que los uruguayos nos han contagiado, y que repetiremos, pero en lugar de ver la puesta del sol en el océano, el precioso reflejo anaranjado tiñe hoy el Rio de la Plata. Estamos donde acaba la ciudad, en una especie de península sobre el río, bordeada por un balcón de piedra blanca. 


Junto a nosotros algunas parejas jóvenes que se besan. El agua está en calma. Suena un silencio animado por los niños de una familia que ha traído sus sillas de camping. 

Al otro lado del río, por dónde va a esconderse el astro rey, Buenos Aires muestra su perfil y dibuja con sus rascacielos un skyline lejano. Esa ciudad, en la penumbra de un sol durmiente que se cobija allí, nos recibirá mañana. Pasa el buque-bus con el que iremos.  Levanta olas. Parece un mar. Todos con nuestros móviles para inmortalizar el momento. Recuerdo a Annie Ernaux, de nuevo: filma todo aquello que no volverás a vivir (o a ver). 

En la cena, descubrimos un albariño uruguayo. Yo estaba convencida que es una variedad  exclusivamente gallega y resulta que en el hemisferio sur también se cultiva. Por cierto, aquí en Uruguay todos los españoles somos "gallegos". Última noche en el paisito. Cuesta irse.


Dia 10 en el hemisferio sur. 31 de enero. Hace un calor pegajoso y muy intenso. Húmedo. Irresistible. Cuesta respirar mientras esperamos que abran los espacios museísticos que queremos visitar antes de abandonar Colonia del Sacramento. Pero ni en la sombra se aguanta. Nos salva una limonada que aquí es habitual, rica y fresca, y que nos sirven con pajitas metálicas que al beber aportan una sensación gélida. 

Limonada en Colonia Sacramento con pajitas metálicas

Lleva jengibre y hojas de hierbabuena.  Hoy, 27 de julio en Los Monegros del hemisferio norte, estamos también en pleno verano y hace mucho calor. Y preparo una jarra de esa limonada exquisita que descubrí en Uruguay. Viajar es la mejor escuela.

Reconfortados por el refresco y el aire acondicionado del bar, nos dirigimos a la casa portuguesa, Casa de Nacarello, que recrea la vida del siglo XVIII y donde encontramos una cadiera como las que todavía se conservan en algunas casas del Pirineo o en espacios etnológicos de nuestro país. También la casa española  y el museo indígena, donde me sube la hiel a la garganta, de vergüenza y de rabia, al encontrar un grabado que  muestra como los españoles utilizaban a los nativos para trepar sobre ellos la muralla,  colocándoles como escalones uno sobre otro, y pisando sus espaldas dobladas. 


La Historia es la que es y se cuenta según quien la cuenta. Y debería servirnos no sólo para conocer lo que ocurrió, sino también para crear puentes de convivencia, para que la Humanidad no vuelva a repetir los mismos errores. 

Está construida sobre guerras, batallas y luchas y en este lugar los restos nos lo recuerdan. Visitamos también la puerta de la ciudad amurallada y la plaza de armas. Durante los siglos XVII y XVIII la ciudad prosperó como base militar y comercial. 




En la plaza frente al Ayuntamiento una estatua imponente de Artigas me recuerda aquello de que todos los uruguayos son un poco aragoneses. 




Por la tarde, después de pasar los controles aduaneros, subimos al Ferry que navega por Río de la plata y nos acerca cada vez más al sky line de Buenos Aires. Dejamos ya Uruguay. Cuesta irse.


El trayecto es tranquilo. El barco avanza directamente hacia los rascacielos en un horizonte que cada vez vemos más de cerca. Salimos a la cubierta y en la proa el viento nos regala esa sensación de libertad, de viaje, de pensamiento curioso. 

Llegamos al puerto de Buenos Aires. Pasamos por el control de aduanas del nuevo país.

La primera impresión nos la ofrece un taxista con el taxímetro que no funciona. En realidad, al llegar estamos desubicados y hemos pactado el precio antes de subir; nos parece razonable. Pero conduce temerariamente. Sin cinturón. Lleva la guantera agarrada con unas gomas. Vamos con las ventanillas abiertas, ese es todo el aire acondicionado que ofrece. Canta. Aplaude. Enseguida sospechamos que debe ser uno de esos taxis ilegales que seguramente circulan sin seguro, a pesar de que su aspecto externo no lo distingue de los oficiales: negro y amarillo, los mismos colores que los de Barcelona, solo que aquí el amarillo es en techo y embellecedores puertas. Luego averiguo que hay bastantes taxis piratas y que para distinguirlos hay que fijarse en que lleven la licencia pegada en el asiento delantero. Pero en ese momento ni caímos. Yo estoy muy metida en la ficción de Cuestairse y, como Quique cuando va en el coche de Héctor a su llegada a la ciudad, dejo que mi retina descubra las enormes avenidas y la magnitud de los edificios, así que voy mirando allá y acá, y sólo observo de reojo al conductor. Eso sí, voy muy agarrada al asiento. En unos veinte minutos llegamos a la calle Libertad, donde nos alojamos. Recuerdo que leí en El Túnel de Ernesto Sábato algo así como que esta calle une la parte del pueblo, de las clases bajas de la ciudad con la parte más lujosa, en Recoleta. Cuando hicimos la reserva me atrajo mucho el nombre, tiene que ser bonito vivir permanentemente en la calle Libertad. Nosotros estuvimos cinco noches. Me enamoré de Buenos Aires tanto como me impregné de su tristura. Además, justo los días que estuvimos coincidieron con las protestas por la aprobación en el Congreso de la propuesta de Ley Ómnibus (o ley de bases), una iniciativa del recién llegado a la presidencia, Javier Milei, con recorte de libertades y que pretendía regular y establecer nuevas medidas económicas y laborales, con la privatización como norma. El pueblo se rebeló, se manifestó frente al Congreso y alrededores y hubo altercados con intervención policial. Así que en nuestra visita por el centro fuimos encontrando "tocineras", multitud de antidisturbios (con sus cascos y sus antibalas) y decenas de adoquines arrancados del suelo que los manifestantes arrojaban en esas batallas urbanas. 


Después de acomodarnos en el hotel,  salimos a dar un paseo por los alrededores para situarnos en la inmensa urbe y cruzamos la mítica Avenida 9 de julio que queda muy cerca, símbolo de la ciudad y eje estructural que une el norte con el sur de la ciudad. Es verdad que su anchura impresiona, dicen que es la avenida más ancha del mundo. Sería como cinco o seis paseos de la independencia zaragozanos o tres Paseos de Gracia barceloneses; por eso tiene varios tramos en los que los semáforos obligan a parar al peatón Así que siete u ocho minutos para cruzar, mínimo. 


De nuevo, como en Montevideo, la primera impresión es de mugre y miseria en cada esquina. Mujeres con niños pidiendo en los portales. Viejos, ancianos deambulantes. Autobuses obsoletos que circulan a velocidades temerosas.

Y kioscos, así llaman a las tiendas donde venden tabaco y un poco de todo, y donde vamos a recargar la tarjeta bus. El pago funciona por tramos: cuando subes al autobús debes indicar el conductor a dónde vas, calle o parada, y te cobra según el trayecto. 

Muy cerca del hotel, en la calle Talcahuano, paralela a Libertad,  descubrimos un restaurante como “los de toda la vida”, con cristaleras a la calle para que todo quede a la vista. Tiene años, yo diría que casi cien. Los camareros también son de toda la vida, el menú casero, los clientes habituales, hombres solitarios que piden “lo de siempre”. Es un lugar humilde. Muchos lo tasarían como cutre. Allí lo llaman bodegón. Cenamos pollo a la brasa y revuelto gargajo, con patatas, guisantes, jamón y cebolla, todo frito, muy rico. Nos sobra mucha cantidad y preguntamos (no sabemos si allí es costumbre) si podemos llevarlo. Nos vendrá bien para mañana en el apartamento. Nos lo ponen en una bandeja preparada para ello, así que por lo visto, también es habitual allí lo de llevarse la cena o la comida preparada a casa. Muy económico, salimos a cinco euros por cabeza, con su vino y su sifón incluido. 

Comer y cenar nos parece muy barato, igual que los taxis o el autobús. Los precios en el supermercado ya no tanto. Son más económicos que en España y al cambio del peso argentino, que está por los suelos, nos resultan mucho más asequibles, pero para los sueldos que se cobran aquí, no les llega. Compramos agua y algunas frutas, café y pan para el desayuno, algo de jamón y queso. Y en la cola de las cajas veo a la gente escudriñando monedas en sus monederos, algunos pagan con tarjeta, los menos, algo que a nosotros nos resulta tan habitual. 




Los próximos cinco días nos espera Buenos Aires, la ciudad de Héctor, el argentino que acompaña a Malena en su odisea para sobrevivir, que la ama, que habla poco de él y que al final de la novela muchas lectoras y lectores me preguntan... bueno, mejor que lo averigüéis vosotros mismos. Cuestairse es el título, Los libros del gato negro la editorial. En vuestra librería de referencia, o en la web .



sábado, 6 de julio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (VI)

28 y 29 de enero, cumpliremos nuestra semana en el hemisferio sur en la capital de Uruguay. La noche anterior, sábado, llegamos a Montevideo advertidos por nuestros amigos de que tomásemos precauciones al bajar del coche: "nada de distraerse ni pasearse por la calle con las maletas", había que salir pitando del vehículo y entrar en el portal del apartamento sin dilación, "cerrad la puerta enseguida". "Y si llaman al timbre no contestar ni mucho menos abrir", nos advirtieron. Frente al estadio Centenario, donde nos encontrábamos, deambulan por la noche vagabundos que duermen en el Parque Batlle, que está allí al lado y da nombre al barrio. Nos insisten en que la inseguridad de la ciudad así que seguimos sus instrucciones, no sin cierto temor y sorpresa; en Europa, en España, también tomamos precauciones, pero no hasta ese extremo. Yo había leído La Uruguaya, de Pedro Mairal, donde el riesgo al robo se refleja en toda la historia, pero pensé que la novela exageraba la situación en favor de la ficción. Pues resulta que no, que lo que le ocurre a Lucas Pereyra (no voy a hacer spoiler pues recomiendo la lectura del libro) a pesar de las precauciones que toma, es habitual. La realidad siempre supera la ficción. Nosotros estuvimos dos días y tres noches en la ciudad. Advierto que tuve sensaciones agridulces, en algunos aspectos me enamoró, pero en otros me entristeció. No fue decepción, fue tristura. Y que conste que no tuvimos ningún percance como Lucas.

Montevideo es una ciudad muy extensa, no hay altos rascacielos y la mayoría de construcciones son edificios de dos o tres pisos, y en algunos distritos casas con su propio jardincillo, un poco al estilo norteamericano. Así que, como piezas de un puzle, los barrios se expanden hacia el norte y el oeste,  pues en el sur y en el este están abiertos a la desembocadura del Río de la Plata y el Atlántico. 

Visitamos primero el centro y el barrio histórico. Viejo y sucio. Huele a orina y a pobreza gris. Hay basura desparramada por las aceras, vemos muchos transeúntes rebuscando en los contenedores y en los montones de restos esparcidos en el suelo. Tengo la sensación de un desmedido vandalismo urbano en cada paso. No hay una puerta que no esté grafiteada. Es domingo y están cerradas. De todas maneras, son los únicos colores que me alegran un poco la visita al centro de la ciudad. Todo me parece decadente y triste, calles poco transitadas, no hay paseantes como un domingo en Zaragoza o Barcelona, ni alegría ni niños ni ancianos ni parejas de novios. Se escuchan sólo pasos de silencio y restos de droga, escaparates de comercios anticuados y escasa circulación de coches. Es como si la ciudad estuviese en un letargo doliente. Entonces me percato de aquí es época vacacional, como nuestro agosto, y quizás por eso está todo tan deshabitado. Los autobuses son muy viejos, como si retrocediésemos al siglo pasado. Sé que entonces Montevideo estuvo en auge, Uruguay era la Europa sudamericana. Pero ahora se nota el desgaste y el empobrecimiento general, en los edificios, en el mantenimiento de las calles. Lo que veo es el resultado de un país estancado en su desarrollo y su economía fruto de continuadas fracturas políticas y contagiado por el virus de las crisis e inestabilidades latinoamericanas. Y me entristece también. 


Para intentar levantar el ánimo vamos a la Feria de Tristán Narvaja, un extenso mercadillo que todos los domingos concentra cientos de puestos de artesanía, antigüedades, y todo tipo de artículos (ropa, zapatos, tejidos, frutas, verduras o quesos). Todo puedes encontrarlo allí. La calle principal, sombreada por enormes árboles plataneros, invita a pasear a pesar del calor veraniego. Hay mucha animación. Bromeo: "debe estar aquí toda la gente que no hemos encontrado en el centro". Resulta difícil abrirse paso entre los transeúntes. Algunos compran. Otros observan. 

La mayoría paseamos entre los puestos. Nosotros sorprendidos por los bajos precios si los comparamos con los que nos encontraríamos en cualquier mercadillo europeo. Y si hay algo que me hace muy feliz, es encontrar en esa calle algunas librerías míticas. Entramos en un par de ellas. Libros y libros, escaleras de madera para acceder a altillos o segundos pisos con más libros y libros. No me iría de allí. En el suelo, apelotonados, libros nuevos y libros viejos. Tentación de adquirir muchos entre ese aroma a papel y tinta, a cubiertas nuevas y otras polvorientas que ofrecen historias, Historia, pensamiento, novela, cuentos,  mar y viajes. Cuesta irse.

Después de tanta emoción y algunas compras, necesitamos comer algo. Nos dirigimos al Mercado del Puerto. Es el antiguo mercado que se ha acondicionado para la gastronomía y la restauración. Allí también hay bastante gente. Los comensales que se sientan a las  mesas parecen ciudadanos acomodados. Comienzo a percibir contrastes que iré confirmando: hay ricos muy ricos (como vimos en José Ignacio y Punta del Este) y una clase media acomodada, pero abundan los pobres muy pobres. También hay turistas, como nosotros. 

Humeantes puestos de parrilla ofrecen el plato estrella: asado uruguayo. Los camareros se apresuran en llevar a las mesas bandejas completas con chorizo, morcilla y piezas de vacío, asado de tira o mollejas. Todo regado con vino de cosecha uruguaya. Pedimos también  Medio y Medio, un espumoso mezcla de dulce y seco, de color dorado, que se comenzó a distribuir a finales del siglo XIX precisamente en el restaurante Roldós de este Mercado del Puerto. Estando allí, no podemos dejar de probarlo. Está fresco y muy rico. 

 

En uno de esos contrastes y desigualdad visible, nos encontramos con la casa Presidencial en la que Pepe Múgica no quiso residir cuando estuvo al frente del país, ("quiero vivir con lo justo para que las cosas no me roben libertad"). Él siguió en su chacra, con sus gallinas y su huerto. La residencia del Presidente de la República no está a las afueras de la ciudad,  sino en un barrio de lujo junto al jardín botánico. Me gusta el verde que viste Montevideo, en la mayoría de las calles hay enormes árboles. Es algo que me llama  la atención, además de la suciedad a la que me voy habituando.

Por la tarde visitamos el barrio de Pocitos, en la ciudad nueva, custodiado por la playa del mismo nombre que se abre al Río de la Plata. A pesar de que no es un barrio marginal, sino uno de los más importantes de Montevideo, caminamos sobre aceras descuidadas (levantadas por las raíces de esos árboles). Y en la calzada el tiempo de actuación urbanística se paralizó en el siglo pasado pues conserva incrustados los carriles metálicos de un tranvía que no circula hace lustros. Está visto que la administración no invierte en mantenimiento urbano. Tenemos que caminar mirando al suelo para no tropezar. O, peor aún, para no pisa una mierda de perro, o dos o tres, que encontramos cada diez pasos. También aquí, y en casi todos lo barrios, deambulan indigentes que arrastran su carrito, su casa a cuestas, que mendigan sentados en cualquier portal, y muchas mujeres con niños también. Es desolador.

  

Regresamos a Ciudad Vieja para visitar la Plaza de la Catedral, la calle Peatonal Sarandí, que está silenciosa y vacía, como un domingo de agosto en que la actividad duerme,  y la Plaza de la Independencia, donde está el límite con la parte nueva. Allí se abre la avenida del 18 de Julio y en el centro está el monumento a José Artigas, considerado fundador de la nación uruguaya. Resulta que su abuelo era de la Puebla de Albortón, un pequeño pueblo aragonés de la provincia de Zaragoza del que emigró en 1717 y fue uno de los primeros pobladores la ciudad de Montevideo.  Bromeamos con ello: "en el fondo todos los uruguayos son aragoneses".

En un lateral de esa misma Plaza de la Independencia, se ubica el majestuoso Palacio Salvo, que a principios del siglo XX fue el edificio más alto de toda Sudamérica. Cuentan que el faro ubicado en su torre más elevada  se comunicaba con otro igual que estaba al otro lado Río de la Plata, en Buenos Aires, en un edificio gemelo, el Palacio Barolo que  visitaremos en un par de días (en otro próximo post de este blog). Ambos edificios fueron construidos por el arquitecto Mario Palanti que quería hacer un "puente de luz" entre las dos ciudades. Lamentablemente hoy no accedemos al Palacio Salvo pero disfrutamos de su vestíbulo y de la fachada que nos recuerda la prosperidad de los años treinta del siglo XX en la ciudad. 


El segundo día en Montevideo decidimos visitar el Estadio Centenario, ya que nos lo encontramos nada más salir del apartamento. Se inauguró en 1930, en la celebración del primer mundial de fútbol y se le bautizó con ese nombre por que se celebraba el centenario de la Constitución Uruguaya. El fútbol es una religión en Uruguay, como en Argentina. La tipografía del cartel que lo preside traslada al visitante a los años treinta, es como el título de la película Metrópolis, así como la Torre de los Homenajes que recuerda esos edificios con formas geométricas art déco. El estadio está bien conservado, se utiliza ahora para los partidos de los equipos locales Peñarol y Nacional, para los de la selección uruguaya en competiciones internacionales y también para eventos musicales. Me impresiona caminar por las gradas. Es amplio, abierto al cielo y a los gritos de los hinchas. Además alberga un museo debajo de la Tribuna Olímpica que expone elementos e imágenes de la Historia de este deporte en Sudamérica. Fue declarado monumento histórico del fútbol mundial por la FIFA.

Como turistas que lo quieren experimentar todo, hoy no dejamos pasar la oportunidad de comer un pancho en La Pasiva, la cadena típica uruguaya equivalente al Macdonalds norteamericano.


   

Tampoco queremos irnos sin visitar el centro comercial que han instalado en la cárcel de Carretas, donde estuvo preso el expresidente Múgica y otros muchos presos políticos durante los años de dictadura de la segunda mitad del siglo XX.

"Me comí 14 años en cana (…) La noche que me ponían un colchón me sentía confortable, aprendí que si no puedes ser feliz con pocas cosas no vas a ser feliz con muchas cosas
José Múgica.

Al entrar siento un escalofrío; pensar que allí se torturó y maltrató a personas por su ideología y ahora, en ese mismo lugar, la gente gasta sus pesos y sus dólares en frivolidades o pasan la tarde haciendo shopping (como llaman los uruguayos a nuestro ir de compras). Desde allí se fugaron un centenar de Tupamaros (guerrilla urbana de izquierda) en los setenta por un túnel que cavaron desde sus celdas.

Los comercios no me resultan familiares, son tiendas de marca desconocida excepto un H&M, un Zara y un Decathlon que abrió hace poco y que tiene enamorados a todos los uruguayos que anhelaban tener uno en su país. En el fondo, todos aman o amamos la globalización.

Me llama la atención, eso sí, que en el centro comercial hay más de una librería. Y encuentro, en las primeras estanterías a la vista desde la puerta, El Infinito en un Junco de Irene Vallejo. La alegría logra quitarme esa sensación de malestar que tengo desde que había entrado. 

    

Intentamos visitar el Faro De Punta Carretas, el extremo más austral de Uruguay,  pero nada más abrir la puerta del coche un olor nauseabundo nos impide bajar del vehículo. Por lo visto han instalado allí el centro de tratamiento de los desagües de la ciudad y desistimos. Lo vemos desde el interior del coche y huimos rápidamente para poder volver a abrir las ventanillas y que entre aire limpio. Está visto que el MacGuffin de este viaje se define en la imposibilidad de visitar ninguno de los faros de la costa uruguaya, y mira que hemos estado ya en unos cuantos. 


También visitamos el Teatro Solís. Me recuerda al Principal de Zaragoza. Nos acercamos a la Cinemateca Uruguaya, un espacio de nueva construcción que ofrece cine y cultura a raudales y donde se encuentra el Centro de Documentación Cinematográfica. En el camino, justo detrás del Teatro Solís, encontramos un mural con los rostros de cuatro uruguayas ilustres: Delmira Agustini, Idea Vilariño, Petrona Viera y Lágrima Ríos. Nosotras. Todo en azul, mi color preferido. Me atrevo a hacerme una foto junto a ellas, con mucho respeto y cierto pudor. 



Y en estos dos días recorremos otros barrios de la ciudad. Tan apenas saco el móvil para hacer fotografías. Según en que calles, voy notando como nos observan, cuando se percatan que somos turistas. Intento repetir el trayecto que Lucas Pereyra hace en La Uruguaya. Desisto por la cantidad de miseria que encuentro, en todas las esquinas hay colgados por la droga, algunos caminan como zombies y rebuscan en los contenedores, otros piden, otros duermen en cualquier portal. Tengo esa sensación agridulce de ser una turista que observa y mira y visita y no hará nada más por que mañana ya partirá hacia otro lugar, siguiendo el viaje y dejando que allí todo siga igual. 

Lo más bonito de Montevideo es su Rambla. Bueno, es una maravilla, sobre todo al atardecer. Discurre junto al Río de la Plata durante más de veinte kilómetros, es larguísima. Tiene algunos tramos muy animados, sobre todo junto a la playa de Pocitos. Recorremos buena parte de ella con el coche. Atardecerá pronto y aunque no veremos la puesta de sol (por la orientación) aparcamos y damos un agradable paseo por la playa de Pocitos


Hay mucho ambiente, niños y parejas, se venden helados y algunos toman mate caliente. Otros corren con ropa deportiva que han comprado en Decathlon o pasean con su bicicleta. Por fin encuentro algo de "normalidad", tal como la conocemos nosotros, que no tiene por que ser la norma, pero así lo aprehendemos en nuestra cultura occidental. 

Nos sentamos en el medio muro que separa la arena del paseo enlosado. Huele a mar. Hay algas. En realidad, lo que tenemos delante no es el océano sino el río de la Plata, pero la playa es como una playa de mar, con arena y oleaje. Es la naturaleza gigante donde lo dulce y lo salado combinan la vida, el día y la noche.


He de reconocer que Montevideo tiene rincones con encanto testigos de la Historia, también barrios de pisos y apartamentos muy bien cuidados con su seguridad privada y accesos controlados, jardines  y otros lugares preciosos, como la Rambla, pero es cierto que abandonaré la ciudad con esa impresión oscura de la primera noche y el primer día, la inseguridad incrustada en mis pasos y en mi piel, un temor y una tristeza impregnadas que me llevo y que recordaré durante mucho tiempo para asumir, reflexionar y, si lo consigo, transmitir la sensación de que viajar nos sitúa en realidades diferentes. Debería servir para concienciarnos de que "algo" hemos de hacer. Algo es una palabra abstracta. Me gustaría ser más concreta. Y sin embargo no puedo. 




Todo es muy simple mucho
más simple y sin embargo
aún así hay momentos
en que es demasiado para mí
en que no entiendo
y no sé si reírme a carcajadas
o si llorar de miedo
o estarme aquí sin llanto
sin risas
en silencio
asumiendo mi vida
mi tránsito
mi tiempo.  
Idea Vilariño, Nocturnos 1955

martes, 2 de julio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (V)

Día 5. Mañana soleada en este viernes 26 de enero, cielo azul y calor en La Paloma. Después de disfrutar de un magnífico desayuno en Anaconda, que nos da los buenos días con la letra de la canción de Florencia Núñez, decidimos visitar la playa que le da nombre al lugar, a solo diez minutos a pie. 

Vamos dando un paseo y observamos las casas sencillas, donde la estética no es importante. Eso sí, todas tienen su asador. Hay muchos terrenos sin edificar, lo que hace que los edificios estén muy separados. Las calles son de tierra y los carteles indicadores de madera. Es como si todo estuviese urbanizado artesanalmente. Llegamos a la playa de La Mula, llana, lisa y larga, que invita a caminar. 


Mientras vamos en dirección norte, en El Cabito, encontramos una especie de piscinas junto a la costa, como pequeños lagos formados de manera natural por las piedras en el mar, alfombrados por algas y musgo. Hay una infinidad de caparazones de mejillones que dibujan cuadros abstractos en la arena y crujen al caminar sobre ellos. Tenemos que calzar nuestras chanclas porque nos pinchan las plantas de los pies.

Acompañados por el viento y las olas llegamos a La Balconada, la playa de Cuestairse. Nos atrevemos a bañamos, aunque el agua está helada, como es habitual. Hay perros en la playa, está permitido en todas que vayan sueltos y corretean entre las olas y la arena. Sin embargo, el topless está prohibido en toda la costa. En España es al revés, topless sí en cualquier playa, pero perros sólo en las que están autorizadas. Una diferencia en las costumbres que me llama la atención, cultura o  sociología  distinta. En La Paloma se respira libertad, pero la moralidad sigue tejiendo bikinis que cubren los pechos femeninos.

El aire huele a mar y a buñuelos de algas del chiringuito que hay entre El Cabito y La Balconada. Me sorprende ver a algunos bañistas que llegan con su mate calentito en la mano, bajan en bañador hasta la costa, no lo sueltan, se mojan los pies y las rodillas mientras sorben de la bombilla. Una joven en bicicleta vende “deliciosas empanadas, hamburguesas y buñuelos de algas”.

Por la tarde vamos con nuestros anfitriones al Faro Cabo de Santa María, en La Paloma. Me emociona pisar ese lugar tan significativo para los personajes de Cuestairse: Malena, su abuelo Joan, su hermano y su hijo Quique, todos tienen un episodio en este lugar, y el propio faro también. Toda la realidad está escrita en la ficción. Vemos los restos del antiguo faro derruido y recuerdo cómo Malena le explica a Quique la historia, la leyenda, la realidad que yo plasmo en mi novela a través de la ficción. Metaliteratura en estado puro.  Me enfada saber que no está el farero, igual que el día anterior en Cabo Polonio, no podemos subir. Resulta que hay un encuentro de fareros. "Mañana estará", nos dicen, pero nosotros ya nos vamos de La Paloma.  Esta será una de los cientos de excusas para volver algún día, en algún año, en alguna ocasión, en alguna vida. Volver y subir al faro. Visitamos también el puerto y la ciudad vieja. Aunque "vieja", no se asemeja a nuestra idea de "pueblo" o lo que nuestro imaginario europeo nos trae al pensamiento. Aquí las casas de una o dos plantas están espaciadas cada una en su terreno, como en el resto de la ciudad. No encuentro diferencia entre la parte vieja y la nueva.  No hay bares ni tiendas como las imaginamos en nuestras calles. Sería como una urbanización residencial pero con edificios mucho más sencillos. Grabo las imágenes en mi retina, con el Faro sobresaliente y el Atlántico pintando de azul el horizonte. Cuesta irse.

En nuestro paseo encontramos una réplica miniatura del Faro de La Paloma. Me abrazo a él. Desde que escribí Cuestairse es como si ya fuese parte de mí, la mímesis del personaje Malena conmigo misma, la escritora, es difícil de explicar, pero existe. Hay cierta transfiguración de la realidad, como explica Annie Ernaux en La escritura como un cuchillo, mi intención fue siempre una novela, no es una narración autobiográfica, los personajes son totalmente inventados, pero la escritura proviene de la experiencia propia. 

También visitamos el Puerto, pequeño, coqueto, con escaso tránsito más allá de algún pesquero y alguna embarcación privada más deportiva. Y la Playa de la Aguada, donde han instalado un pasadizo en forma de cangrejo sobre la arena para preservar las dunas. 

Es la última noche en La Paloma y visitamos el mercadillo artesano, donde encontramos colgantes, pendientes, pulseras, cuencos para velas y un sinfín de artículos que tientan a nuestro bolsillo. La feria huele a leña y a dulce de leche, a aceite de oliva y empanaditas recién hechas.



Día 6. Sábado 27 de enero. Tenemos que abandonar La Paloma,  cuesta irse,  Cuestairse
 
que a veces se parece al paraíso
el que se vino a vivir es porque quiso
salvarse de quedar loco del todo (...)
Yo vivo en este viento y esta arena
Bajo el ala azul de mi paloma
Soy feliz cuando el sol asoma
Y siento que vivir vale la pena

y lo hacemos recorriendo la costa en dirección al sur, destino Montevideo. Llegamos a JoséIgnacio, una playa recogida que preside un faro imponente. Hace un viento huracanado y el océano está alborotado. Recorremos lo que parece una urbanización de la Costa Brava Mediterránea. Nada que ver con La Paloma. Aquí las construcciones son mucho más lujosas. Sí que importa la estética. Todo está muy cuidado, desde los jardines que rodean los chalets hasta las calles, que aquí sí que están asfaltadas y se salpican de algún parterre con árboles o arbustos. Ahora tengo la sensación de estar más cerca de lo que encontraríamos en Europa. Se percibe el nivel adquisitivo alto en los coches aparcados, en las vestimentas de sus propietarios y en los edificios, algunos verdaderos casopolones frente al mar. Y también huele a leña.

Luego nos acercamos a Garzón que queda un poco más al norte y circulamos por un puente redondo, Puente Garzón, sobre la Laguna. Sí, un puente circular, algo tan curioso como excepcional. Una obra de ingeniería que me parece la ostentación de la tontería pues, en mi ignorancia arquitectónica, estoy segura de que se podría haber hecho recto. Es como una rotonda enorme suspendida sobre el agua, imagino que para algunos una maravilla estructural. Original es, sin duda.

En el camino hemos encontrado una playa inacabable con la mirada, larga como jamás había visto ninguna. Si la eternidad cuesta de comprender, como concepto infinito, la visión de este paraíso podría explicarlo. El viento azota la arena y despeina nuestras pestañas. La velocidad del mar parece acelerada levantando olas espumosas, un paraíso para surfistas. Me sorprenden tantos kilómetros de playa virgen, sin construcción alguna. Naturaleza viva. 


Continuamos viaje hacia el sur, el mar y el cielo se pintan de colores con el KateSurf, banderines y cometas y llegamos a Punta del Este, lugar turístico por excelencia donde los uruguayos edificaron torres de apartamentos setenteras después de haber comenzado la urbanizaron del espacio ya a finales de los años treinta.  Es una mini-ciudad, me recuerda a Salou en cierto modo. Encontramos aquí el primer semáforo desde que llegamos a Uruguay. Se venden mediaslunas calentitas en la playa urbana. Visitamos la escultura de La Mano de Mario Irarrazábal, cinco dedos que surgen de la arena,  pero para preservar el espacio natural, se ha instalado una plataforma de madera sobre las dunas. Así los turistas pueden hacerse la foto. Vivimos en la cultura de la fotomóvil. Si no se fotografía es como si uno no hubiese estado en ese lugar (nosotros también lo hacemos). En el Parque Juan Carlos I de Madrid también hay una escultura igual a esta, pero en este caso Mario Irarrazábal optó por dedos de piedra blanca. 

Dentro de nada veremos el último atardecer sobre el mar de nuestro viaje por la costa uruguaya en Punta Ballena. Aallí se alza CasaPueblo, un museo taller obra de Carlos Paez Vilaró, que desde lejos parece una amalgama de edificios construidos sobre la loma frente al Atlántico; no tenemos tiempo de visitarlo, hay multitud de coches en una caravana hacia el mar, donde acaba la carretera. Dejamos el vehículo en la cuneta, como todos, y nos dispersamos por la colina, salpicada de humanos deseosos de aplaudir cuando el sol se esconde. Cada tarde es lo mismo y sin embargo cada tarde es diferente, el paisaje, los sonidos, el ritmo del mar, la cadencia del viento. Ya nos hemos acostumbrado a aplaudir con efusión, y hoy más pues sabemos que es nuestra última ceremonia del solEl espectáculo de color y silencio es emocionante y esas imágenes quedan grabadas en mi retina para el futuro infinito. 


Llegaremos a Montevideo un par de horas después. En este blog será ya en el próximo post.