sábado, 27 de julio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (VII)

Dia 9. Martes 30 de enero. Desde hoy el grupo familiar con el que hemos compartido viaje por Uruguay se disuelve. Dos regresan a España, otra se queda en Uruguay unos días más y nosotros (mi marido y yo) continuamos viaje con destino a Buenos Aires. Aunque antes visitaremos Colonia del Sacramento. 

En la estación Tres Cruces de Montevideo, donde hemos de tomar el autobús que nos lleva a Colonia, recuerdo de nuevo a Lucas, el protagonista de La Uruguaya (Libros del asteroide, 2016). Como él, y siguiendo las recomendaciones que nos dieron a nuestra llegada, mantengo la vista alerta y tomamos precauciones, como por ejemplo no llevar dinero efectivo en los bolsos y tener el móvil oculto. Total, tampoco tenemos compañía operativa aquí y lo usamos sólo para hacer fotos. La terminal es muy amplia, en el vestíbulo los viajeros adquieren sus boletos (lo que nosotros llamamos billetes) en las diversas ventanillas de las compañías que ofrecen todos los destinos. Hay mucho movimiento. Miro a mi alrededor todo el tiempo. Las maletas, el bolso, todo vigilado constantemente hasta que accedemos al espacio abierto con decenas de dársenas. No permiten la entrada hasta poco antes de la salida del autobús y hay control de acceso con el boleto (billete). Me siento más segura allí hasta que subimos al autobús. El vehículo ofrece servicio wifi. Confirmo, de nuevo, que la seguridad se gestiona de diferente manera que en España: el autobús lleva una puerta corredera que encierra al conductor y a su ayudante y lo aísla y protege del resto de pasajeros. Hay una cortina que cubre totalmente la puerta e impide que los viajeros no podemos ni siquiera ver la parte delantera del autobús, ni al conductor ni al copiloto tampoco. Cada vez que éste entra y sale para revisar los boletos o controlar el acceso de nuevos pasajeros que se incorporan en alguna parada antes de abandonar la ciudad, se abre y se cierra herméticamente el espacio. 


Mientras el autobús circula por las calles de Montevideo, antes de abandonar la ciudad, observo que los semáforos no están en la esquina donde hay que parar, como en España, sino en la siguiente. Me produce sensación vértigo, parece que hay que detenerse pero sin el rojo que te obliga allí mismo, como si te diera tiempo a seguir conduciendo. Vaya que a mi me costaría acostumbrarme y probablemente me pasaría de largo más de un semáforo complicando la circulación  y obstaculizando el cruce.  Corroboro de nuevo que los autobuses urbanos que circulan son viejos, setenteros del siglo pasado. 

En las afueras de la ciudad abundan las chabolas y casuchas de uralita y otros materiales de baja calidad. No veo zona comercial ni industrial como en las salidas de Barcelona o Madrid. Y enseguida el viaje rueda por la llanura uruguaya, mucha tierra yerma, pasto para vacas, alguna parcela de maíz y otros cultivos. Como cuando llegamos el primer día, la carretera de pronto se convierte en autovía y de pronto otra vez carretera de un solo carril por dirección. También, de nuevo, nos detenemos en varios peajes. Ya no me sorprende la velocidad cambiante, que se limita a un máximo cien kilómetros por hora aunque en la mayoría de tramos es de sesenta. 

El vehículo debe tener aire acondicionado, pero se nota el calor veraniego. El sol atraviesa los cristales y como el paisaje tiene poco de nuevo, corremos la cortinilla. Vamos sentados en la segunda fila, así que entre el aislamiento delantero del conductor y el nuestro, quedamos abstraídos y aprovecho para tomar algunas notas en el móvil. Aquí me siento segura.

Llegamos a Colonia del Sacramento casi a mediodía. El golpe de temperatura nos anima a coger un taxi hasta el hotel. Es una ciudad pequeña pero llevamos todo el equipaje y no estamos todavía ubicados. Los edificios coloniales nos trasladan hacia un pasado esplendoroso. Ya instalados bajamos caminando hasta el Rio de la Plata y, como en Montevideo, me llama la atención el mal estado de las aceras (cubiertas en su mayoría por alfombras de excrementos de aves) y la calzada, con el asfalto o el adoquinado en deterioro visible. Antes de llegar al barrio histórico, agradecemos la sombra de los árboles que se alinean a ambos lados de la vía. El verde alegra la ciudad y refresca nuestro paseo. 

Nos acercamos al antiguo muelle del Puerto viejo pero no nos dejan pasar. Nos dice el vigilante que la madera está en mal estado y es peligroso. Veo unos bancos que invitan a sentarse frente al Río de la Plata, y unas farolas que nos trasladan al pasado. El uruguayo, muy amable, se ofrece a hacernos una foto y nos invita a saltarnos la cadena que impide el paso "pero no vayan más allá". 


La ciudad es de las más antiguas de Uruguay. Portugueses y españoles la cortejaban por su situación privilegiada ya que el Río de la Plata permite la navegación más directa hacia Buenos Aires. Se conservan casas y calles que mantienen la historia viva y la Unesco la declaró Patrimonio de la Humanidad. A pesar de ello, no encontramos demasiados turistas ni zonas de explotación comercial como si estuviésemos en cualquier población de esas características en España, por ejemplo, pienso en Santillana de Mar o en Aínsa, que son poblaciones preciosas pero abocadas totalmente a un turismo que invade sus pintorescos espacios. 

Recorremos en Colonia Sacramento las calles empedradas de la parte más antigua y bajamos por la que llaman de los Suspiros. Los colores de las viejas casas recrean nuestro paseo que se integra con los elementos, tierra, piedra y vegetación. Es como viajar en el tiempo, incluso encontramos varios coches antiguos de principios del siglo XX.


 Colonia del Sacramento tiene un faro, también, al que tampoco subimos. Se ha hecho tarde. 


Llevamos más de una semana asistiendo a la ceremonia del atardecer sobre el mar. Hoy lo esperamos también, con el aplauso que los uruguayos nos han contagiado, y que repetiremos, pero en lugar de ver la puesta del sol en el océano, el precioso reflejo anaranjado tiñe hoy el Rio de la Plata. Estamos donde acaba la ciudad, en una especie de península sobre el río, bordeada por un balcón de piedra blanca. 


Junto a nosotros algunas parejas jóvenes que se besan. El agua está en calma. Suena un silencio animado por los niños de una familia que ha traído sus sillas de camping. 

Al otro lado del río, por dónde va a esconderse el astro rey, Buenos Aires muestra su perfil y dibuja con sus rascacielos un skyline lejano. Esa ciudad, en la penumbra de un sol durmiente que se cobija allí, nos recibirá mañana. Pasa el buque-bus con el que iremos.  Levanta olas. Parece un mar. Todos con nuestros móviles para inmortalizar el momento. Recuerdo a Annie Ernaux, de nuevo: filma todo aquello que no volverás a vivir (o a ver). 

En la cena, descubrimos un albariño uruguayo. Yo estaba convencida que es una variedad  exclusivamente gallega y resulta que en el hemisferio sur también se cultiva. Por cierto, aquí en Uruguay todos los españoles somos "gallegos". Última noche en el paisito. Cuesta irse.


Dia 10 en el hemisferio sur. 31 de enero. Hace un calor pegajoso y muy intenso. Húmedo. Irresistible. Cuesta respirar mientras esperamos que abran los espacios museísticos que queremos visitar antes de abandonar Colonia del Sacramento. Pero ni en la sombra se aguanta. Nos salva una limonada que aquí es habitual, rica y fresca, y que nos sirven con pajitas metálicas que al beber aportan una sensación gélida. 

Limonada en Colonia Sacramento con pajitas metálicas

Lleva jengibre y hojas de hierbabuena.  Hoy, 27 de julio en Los Monegros del hemisferio norte, estamos también en pleno verano y hace mucho calor. Y preparo una jarra de esa limonada exquisita que descubrí en Uruguay. Viajar es la mejor escuela.

Reconfortados por el refresco y el aire acondicionado del bar, nos dirigimos a la casa portuguesa, Casa de Nacarello, que recrea la vida del siglo XVIII y donde encontramos una cadiera como las que todavía se conservan en algunas casas del Pirineo o en espacios etnológicos de nuestro país. También la casa española  y el museo indígena, donde me sube la hiel a la garganta, de vergüenza y de rabia, al encontrar un grabado que  muestra como los españoles utilizaban a los nativos para trepar sobre ellos la muralla,  colocándoles como escalones uno sobre otro, y pisando sus espaldas dobladas. 


La Historia es la que es y se cuenta según quien la cuenta. Y debería servirnos no sólo para conocer lo que ocurrió, sino también para crear puentes de convivencia, para que la Humanidad no vuelva a repetir los mismos errores. 

Está construida sobre guerras, batallas y luchas y en este lugar los restos nos lo recuerdan. Visitamos también la puerta de la ciudad amurallada y la plaza de armas. Durante los siglos XVII y XVIII la ciudad prosperó como base militar y comercial. 




En la plaza frente al Ayuntamiento una estatua imponente de Artigas me recuerda aquello de que todos los uruguayos son un poco aragoneses. 




Por la tarde, después de pasar los controles aduaneros, subimos al Ferry que navega por Río de la plata y nos acerca cada vez más al sky line de Buenos Aires. Dejamos ya Uruguay. Cuesta irse.


El trayecto es tranquilo. El barco avanza directamente hacia los rascacielos en un horizonte que cada vez vemos más de cerca. Salimos a la cubierta y en la proa el viento nos regala esa sensación de libertad, de viaje, de pensamiento curioso. 

Llegamos al puerto de Buenos Aires. Pasamos por el control de aduanas del nuevo país.

La primera impresión nos la ofrece un taxista con el taxímetro que no funciona. En realidad, al llegar estamos desubicados y hemos pactado el precio antes de subir; nos parece razonable. Pero conduce temerariamente. Sin cinturón. Lleva la guantera agarrada con unas gomas. Vamos con las ventanillas abiertas, ese es todo el aire acondicionado que ofrece. Canta. Aplaude. Enseguida sospechamos que debe ser uno de esos taxis ilegales que seguramente circulan sin seguro, a pesar de que su aspecto externo no lo distingue de los oficiales: negro y amarillo, los mismos colores que los de Barcelona, solo que aquí el amarillo es en techo y embellecedores puertas. Luego averiguo que hay bastantes taxis piratas y que para distinguirlos hay que fijarse en que lleven la licencia pegada en el asiento delantero. Pero en ese momento ni caímos. Yo estoy muy metida en la ficción de Cuestairse y, como Quique cuando va en el coche de Héctor a su llegada a la ciudad, dejo que mi retina descubra las enormes avenidas y la magnitud de los edificios, así que voy mirando allá y acá, y sólo observo de reojo al conductor. Eso sí, voy muy agarrada al asiento. En unos veinte minutos llegamos a la calle Libertad, donde nos alojamos. Recuerdo que leí en El Túnel de Ernesto Sábato algo así como que esta calle une la parte del pueblo, de las clases bajas de la ciudad con la parte más lujosa, en Recoleta. Cuando hicimos la reserva me atrajo mucho el nombre, tiene que ser bonito vivir permanentemente en la calle Libertad. Nosotros estuvimos cinco noches. Me enamoré de Buenos Aires tanto como me impregné de su tristura. Además, justo los días que estuvimos coincidieron con las protestas por la aprobación en el Congreso de la propuesta de Ley Ómnibus (o ley de bases), una iniciativa del recién llegado a la presidencia, Javier Milei, con recorte de libertades y que pretendía regular y establecer nuevas medidas económicas y laborales, con la privatización como norma. El pueblo se rebeló, se manifestó frente al Congreso y alrededores y hubo altercados con intervención policial. Así que en nuestra visita por el centro fuimos encontrando "tocineras", multitud de antidisturbios (con sus cascos y sus antibalas) y decenas de adoquines arrancados del suelo que los manifestantes arrojaban en esas batallas urbanas. 


Después de acomodarnos en el hotel,  salimos a dar un paseo por los alrededores para situarnos en la inmensa urbe y cruzamos la mítica Avenida 9 de julio que queda muy cerca, símbolo de la ciudad y eje estructural que une el norte con el sur de la ciudad. Es verdad que su anchura impresiona, dicen que es la avenida más ancha del mundo. Sería como cinco o seis paseos de la independencia zaragozanos o tres Paseos de Gracia barceloneses; por eso tiene varios tramos en los que los semáforos obligan a parar al peatón Así que siete u ocho minutos para cruzar, mínimo. 


De nuevo, como en Montevideo, la primera impresión es de mugre y miseria en cada esquina. Mujeres con niños pidiendo en los portales. Viejos, ancianos deambulantes. Autobuses obsoletos que circulan a velocidades temerosas.

Y kioscos, así llaman a las tiendas donde venden tabaco y un poco de todo, y donde vamos a recargar la tarjeta bus. El pago funciona por tramos: cuando subes al autobús debes indicar el conductor a dónde vas, calle o parada, y te cobra según el trayecto. 

Muy cerca del hotel, en la calle Talcahuano, paralela a Libertad,  descubrimos un restaurante como “los de toda la vida”, con cristaleras a la calle para que todo quede a la vista. Tiene años, yo diría que casi cien. Los camareros también son de toda la vida, el menú casero, los clientes habituales, hombres solitarios que piden “lo de siempre”. Es un lugar humilde. Muchos lo tasarían como cutre. Allí lo llaman bodegón. Cenamos pollo a la brasa y revuelto gargajo, con patatas, guisantes, jamón y cebolla, todo frito, muy rico. Nos sobra mucha cantidad y preguntamos (no sabemos si allí es costumbre) si podemos llevarlo. Nos vendrá bien para mañana en el apartamento. Nos lo ponen en una bandeja preparada para ello, así que por lo visto, también es habitual allí lo de llevarse la cena o la comida preparada a casa. Muy económico, salimos a cinco euros por cabeza, con su vino y su sifón incluido. 

Comer y cenar nos parece muy barato, igual que los taxis o el autobús. Los precios en el supermercado ya no tanto. Son más económicos que en España y al cambio del peso argentino, que está por los suelos, nos resultan mucho más asequibles, pero para los sueldos que se cobran aquí, no les llega. Compramos agua y algunas frutas, café y pan para el desayuno, algo de jamón y queso. Y en la cola de las cajas veo a la gente escudriñando monedas en sus monederos, algunos pagan con tarjeta, los menos, algo que a nosotros nos resulta tan habitual. 




Los próximos cinco días nos espera Buenos Aires, la ciudad de Héctor, el argentino que acompaña a Malena en su odisea para sobrevivir, que la ama, que habla poco de él y que al final de la novela muchas lectoras y lectores me preguntan... bueno, mejor que lo averigüéis vosotros mismos. Cuestairse es el título, Los libros del gato negro la editorial. En vuestra librería de referencia, o en la web .



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