sábado, 6 de julio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (VI)

28 y 29 de enero, cumpliremos nuestra semana en el hemisferio sur en la capital de Uruguay. La noche anterior, sábado, llegamos a Montevideo advertidos por nuestros amigos de que tomásemos precauciones al bajar del coche: "nada de distraerse ni pasearse por la calle con las maletas", había que salir pitando del vehículo y entrar en el portal del apartamento sin dilación, "cerrad la puerta enseguida". "Y si llaman al timbre no contestar ni mucho menos abrir", nos advirtieron. Frente al estadio Centenario, donde nos encontrábamos, deambulan por la noche vagabundos que duermen en el Parque Batlle, que está allí al lado y da nombre al barrio. Nos insisten en que la inseguridad de la ciudad así que seguimos sus instrucciones, no sin cierto temor y sorpresa; en Europa, en España, también tomamos precauciones, pero no hasta ese extremo. Yo había leído La Uruguaya, de Pedro Mairal, donde el riesgo al robo se refleja en toda la historia, pero pensé que la novela exageraba la situación en favor de la ficción. Pues resulta que no, que lo que le ocurre a Lucas Pereyra (no voy a hacer spoiler pues recomiendo la lectura del libro) a pesar de las precauciones que toma, es habitual. La realidad siempre supera la ficción. Nosotros estuvimos dos días y tres noches en la ciudad. Advierto que tuve sensaciones agridulces, en algunos aspectos me enamoró, pero en otros me entristeció. No fue decepción, fue tristura. Y que conste que no tuvimos ningún percance como Lucas.

Montevideo es una ciudad muy extensa, no hay altos rascacielos y la mayoría de construcciones son edificios de dos o tres pisos, y en algunos distritos casas con su propio jardincillo, un poco al estilo norteamericano. Así que, como piezas de un puzle, los barrios se expanden hacia el norte y el oeste,  pues en el sur y en el este están abiertos a la desembocadura del Río de la Plata y el Atlántico. 

Visitamos primero el centro y el barrio histórico. Viejo y sucio. Huele a orina y a pobreza gris. Hay basura desparramada por las aceras, vemos muchos transeúntes rebuscando en los contenedores y en los montones de restos esparcidos en el suelo. Tengo la sensación de un desmedido vandalismo urbano en cada paso. No hay una puerta que no esté grafiteada. Es domingo y están cerradas. De todas maneras, son los únicos colores que me alegran un poco la visita al centro de la ciudad. Todo me parece decadente y triste, calles poco transitadas, no hay paseantes como un domingo en Zaragoza o Barcelona, ni alegría ni niños ni ancianos ni parejas de novios. Se escuchan sólo pasos de silencio y restos de droga, escaparates de comercios anticuados y escasa circulación de coches. Es como si la ciudad estuviese en un letargo doliente. Entonces me percato de aquí es época vacacional, como nuestro agosto, y quizás por eso está todo tan deshabitado. Los autobuses son muy viejos, como si retrocediésemos al siglo pasado. Sé que entonces Montevideo estuvo en auge, Uruguay era la Europa sudamericana. Pero ahora se nota el desgaste y el empobrecimiento general, en los edificios, en el mantenimiento de las calles. Lo que veo es el resultado de un país estancado en su desarrollo y su economía fruto de continuadas fracturas políticas y contagiado por el virus de las crisis e inestabilidades latinoamericanas. Y me entristece también. 


Para intentar levantar el ánimo vamos a la Feria de Tristán Narvaja, un extenso mercadillo que todos los domingos concentra cientos de puestos de artesanía, antigüedades, y todo tipo de artículos (ropa, zapatos, tejidos, frutas, verduras o quesos). Todo puedes encontrarlo allí. La calle principal, sombreada por enormes árboles plataneros, invita a pasear a pesar del calor veraniego. Hay mucha animación. Bromeo: "debe estar aquí toda la gente que no hemos encontrado en el centro". Resulta difícil abrirse paso entre los transeúntes. Algunos compran. Otros observan. 

La mayoría paseamos entre los puestos. Nosotros sorprendidos por los bajos precios si los comparamos con los que nos encontraríamos en cualquier mercadillo europeo. Y si hay algo que me hace muy feliz, es encontrar en esa calle algunas librerías míticas. Entramos en un par de ellas. Libros y libros, escaleras de madera para acceder a altillos o segundos pisos con más libros y libros. No me iría de allí. En el suelo, apelotonados, libros nuevos y libros viejos. Tentación de adquirir muchos entre ese aroma a papel y tinta, a cubiertas nuevas y otras polvorientas que ofrecen historias, Historia, pensamiento, novela, cuentos,  mar y viajes. Cuesta irse.

Después de tanta emoción y algunas compras, necesitamos comer algo. Nos dirigimos al Mercado del Puerto. Es el antiguo mercado que se ha acondicionado para la gastronomía y la restauración. Allí también hay bastante gente. Los comensales que se sientan a las  mesas parecen ciudadanos acomodados. Comienzo a percibir contrastes que iré confirmando: hay ricos muy ricos (como vimos en José Ignacio y Punta del Este) y una clase media acomodada, pero abundan los pobres muy pobres. También hay turistas, como nosotros. 

Humeantes puestos de parrilla ofrecen el plato estrella: asado uruguayo. Los camareros se apresuran en llevar a las mesas bandejas completas con chorizo, morcilla y piezas de vacío, asado de tira o mollejas. Todo regado con vino de cosecha uruguaya. Pedimos también  Medio y Medio, un espumoso mezcla de dulce y seco, de color dorado, que se comenzó a distribuir a finales del siglo XIX precisamente en el restaurante Roldós de este Mercado del Puerto. Estando allí, no podemos dejar de probarlo. Está fresco y muy rico. 

 

En uno de esos contrastes y desigualdad visible, nos encontramos con la casa Presidencial en la que Pepe Múgica no quiso residir cuando estuvo al frente del país, ("quiero vivir con lo justo para que las cosas no me roben libertad"). Él siguió en su chacra, con sus gallinas y su huerto. La residencia del Presidente de la República no está a las afueras de la ciudad,  sino en un barrio de lujo junto al jardín botánico. Me gusta el verde que viste Montevideo, en la mayoría de las calles hay enormes árboles. Es algo que me llama  la atención, además de la suciedad a la que me voy habituando.

Por la tarde visitamos el barrio de Pocitos, en la ciudad nueva, custodiado por la playa del mismo nombre que se abre al Río de la Plata. A pesar de que no es un barrio marginal, sino uno de los más importantes de Montevideo, caminamos sobre aceras descuidadas (levantadas por las raíces de esos árboles). Y en la calzada el tiempo de actuación urbanística se paralizó en el siglo pasado pues conserva incrustados los carriles metálicos de un tranvía que no circula hace lustros. Está visto que la administración no invierte en mantenimiento urbano. Tenemos que caminar mirando al suelo para no tropezar. O, peor aún, para no pisa una mierda de perro, o dos o tres, que encontramos cada diez pasos. También aquí, y en casi todos lo barrios, deambulan indigentes que arrastran su carrito, su casa a cuestas, que mendigan sentados en cualquier portal, y muchas mujeres con niños también. Es desolador.

  

Regresamos a Ciudad Vieja para visitar la Plaza de la Catedral, la calle Peatonal Sarandí, que está silenciosa y vacía, como un domingo de agosto en que la actividad duerme,  y la Plaza de la Independencia, donde está el límite con la parte nueva. Allí se abre la avenida del 18 de Julio y en el centro está el monumento a José Artigas, considerado fundador de la nación uruguaya. Resulta que su abuelo era de la Puebla de Albortón, un pequeño pueblo aragonés de la provincia de Zaragoza del que emigró en 1717 y fue uno de los primeros pobladores la ciudad de Montevideo.  Bromeamos con ello: "en el fondo todos los uruguayos son aragoneses".

En un lateral de esa misma Plaza de la Independencia, se ubica el majestuoso Palacio Salvo, que a principios del siglo XX fue el edificio más alto de toda Sudamérica. Cuentan que el faro ubicado en su torre más elevada  se comunicaba con otro igual que estaba al otro lado Río de la Plata, en Buenos Aires, en un edificio gemelo, el Palacio Barolo que  visitaremos en un par de días (en otro próximo post de este blog). Ambos edificios fueron construidos por el arquitecto Mario Palanti que quería hacer un "puente de luz" entre las dos ciudades. Lamentablemente hoy no accedemos al Palacio Salvo pero disfrutamos de su vestíbulo y de la fachada que nos recuerda la prosperidad de los años treinta del siglo XX en la ciudad. 


El segundo día en Montevideo decidimos visitar el Estadio Centenario, ya que nos lo encontramos nada más salir del apartamento. Se inauguró en 1930, en la celebración del primer mundial de fútbol y se le bautizó con ese nombre por que se celebraba el centenario de la Constitución Uruguaya. El fútbol es una religión en Uruguay, como en Argentina. La tipografía del cartel que lo preside traslada al visitante a los años treinta, es como el título de la película Metrópolis, así como la Torre de los Homenajes que recuerda esos edificios con formas geométricas art déco. El estadio está bien conservado, se utiliza ahora para los partidos de los equipos locales Peñarol y Nacional, para los de la selección uruguaya en competiciones internacionales y también para eventos musicales. Me impresiona caminar por las gradas. Es amplio, abierto al cielo y a los gritos de los hinchas. Además alberga un museo debajo de la Tribuna Olímpica que expone elementos e imágenes de la Historia de este deporte en Sudamérica. Fue declarado monumento histórico del fútbol mundial por la FIFA.

Como turistas que lo quieren experimentar todo, hoy no dejamos pasar la oportunidad de comer un pancho en La Pasiva, la cadena típica uruguaya equivalente al Macdonalds norteamericano.


   

Tampoco queremos irnos sin visitar el centro comercial que han instalado en la cárcel de Carretas, donde estuvo preso el expresidente Múgica y otros muchos presos políticos durante los años de dictadura de la segunda mitad del siglo XX.

"Me comí 14 años en cana (…) La noche que me ponían un colchón me sentía confortable, aprendí que si no puedes ser feliz con pocas cosas no vas a ser feliz con muchas cosas
José Múgica.

Al entrar siento un escalofrío; pensar que allí se torturó y maltrató a personas por su ideología y ahora, en ese mismo lugar, la gente gasta sus pesos y sus dólares en frivolidades o pasan la tarde haciendo shopping (como llaman los uruguayos a nuestro ir de compras). Desde allí se fugaron un centenar de Tupamaros (guerrilla urbana de izquierda) en los setenta por un túnel que cavaron desde sus celdas.

Los comercios no me resultan familiares, son tiendas de marca desconocida excepto un H&M, un Zara y un Decathlon que abrió hace poco y que tiene enamorados a todos los uruguayos que anhelaban tener uno en su país. En el fondo, todos aman o amamos la globalización.

Me llama la atención, eso sí, que en el centro comercial hay más de una librería. Y encuentro, en las primeras estanterías a la vista desde la puerta, El Infinito en un Junco de Irene Vallejo. La alegría logra quitarme esa sensación de malestar que tengo desde que había entrado. 

    

Intentamos visitar el Faro De Punta Carretas, el extremo más austral de Uruguay,  pero nada más abrir la puerta del coche un olor nauseabundo nos impide bajar del vehículo. Por lo visto han instalado allí el centro de tratamiento de los desagües de la ciudad y desistimos. Lo vemos desde el interior del coche y huimos rápidamente para poder volver a abrir las ventanillas y que entre aire limpio. Está visto que el MacGuffin de este viaje se define en la imposibilidad de visitar ninguno de los faros de la costa uruguaya, y mira que hemos estado ya en unos cuantos. 


También visitamos el Teatro Solís. Me recuerda al Principal de Zaragoza. Nos acercamos a la Cinemateca Uruguaya, un espacio de nueva construcción que ofrece cine y cultura a raudales y donde se encuentra el Centro de Documentación Cinematográfica. En el camino, justo detrás del Teatro Solís, encontramos un mural con los rostros de cuatro uruguayas ilustres: Delmira Agustini, Idea Vilariño, Petrona Viera y Lágrima Ríos. Nosotras. Todo en azul, mi color preferido. Me atrevo a hacerme una foto junto a ellas, con mucho respeto y cierto pudor. 



Y en estos dos días recorremos otros barrios de la ciudad. Tan apenas saco el móvil para hacer fotografías. Según en que calles, voy notando como nos observan, cuando se percatan que somos turistas. Intento repetir el trayecto que Lucas Pereyra hace en La Uruguaya. Desisto por la cantidad de miseria que encuentro, en todas las esquinas hay colgados por la droga, algunos caminan como zombies y rebuscan en los contenedores, otros piden, otros duermen en cualquier portal. Tengo esa sensación agridulce de ser una turista que observa y mira y visita y no hará nada más por que mañana ya partirá hacia otro lugar, siguiendo el viaje y dejando que allí todo siga igual. 

Lo más bonito de Montevideo es su Rambla. Bueno, es una maravilla, sobre todo al atardecer. Discurre junto al Río de la Plata durante más de veinte kilómetros, es larguísima. Tiene algunos tramos muy animados, sobre todo junto a la playa de Pocitos. Recorremos buena parte de ella con el coche. Atardecerá pronto y aunque no veremos la puesta de sol (por la orientación) aparcamos y damos un agradable paseo por la playa de Pocitos


Hay mucho ambiente, niños y parejas, se venden helados y algunos toman mate caliente. Otros corren con ropa deportiva que han comprado en Decathlon o pasean con su bicicleta. Por fin encuentro algo de "normalidad", tal como la conocemos nosotros, que no tiene por que ser la norma, pero así lo aprehendemos en nuestra cultura occidental. 

Nos sentamos en el medio muro que separa la arena del paseo enlosado. Huele a mar. Hay algas. En realidad, lo que tenemos delante no es el océano sino el río de la Plata, pero la playa es como una playa de mar, con arena y oleaje. Es la naturaleza gigante donde lo dulce y lo salado combinan la vida, el día y la noche.


He de reconocer que Montevideo tiene rincones con encanto testigos de la Historia, también barrios de pisos y apartamentos muy bien cuidados con su seguridad privada y accesos controlados, jardines  y otros lugares preciosos, como la Rambla, pero es cierto que abandonaré la ciudad con esa impresión oscura de la primera noche y el primer día, la inseguridad incrustada en mis pasos y en mi piel, un temor y una tristeza impregnadas que me llevo y que recordaré durante mucho tiempo para asumir, reflexionar y, si lo consigo, transmitir la sensación de que viajar nos sitúa en realidades diferentes. Debería servir para concienciarnos de que "algo" hemos de hacer. Algo es una palabra abstracta. Me gustaría ser más concreta. Y sin embargo no puedo. 




Todo es muy simple mucho
más simple y sin embargo
aún así hay momentos
en que es demasiado para mí
en que no entiendo
y no sé si reírme a carcajadas
o si llorar de miedo
o estarme aquí sin llanto
sin risas
en silencio
asumiendo mi vida
mi tránsito
mi tiempo.  
Idea Vilariño, Nocturnos 1955

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