martes, 2 de julio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (V)

Día 5. Mañana soleada en este viernes 26 de enero, cielo azul y calor en La Paloma. Después de disfrutar de un magnífico desayuno en Anaconda, que nos da los buenos días con la letra de la canción de Florencia Núñez, decidimos visitar la playa que le da nombre al lugar, a solo diez minutos a pie. 

Vamos dando un paseo y observamos las casas sencillas, donde la estética no es importante. Eso sí, todas tienen su asador. Hay muchos terrenos sin edificar, lo que hace que los edificios estén muy separados. Las calles son de tierra y los carteles indicadores de madera. Es como si todo estuviese urbanizado artesanalmente. Llegamos a la playa de La Mula, llana, lisa y larga, que invita a caminar. 


Mientras vamos en dirección norte, en El Cabito, encontramos una especie de piscinas junto a la costa, como pequeños lagos formados de manera natural por las piedras en el mar, alfombrados por algas y musgo. Hay una infinidad de caparazones de mejillones que dibujan cuadros abstractos en la arena y crujen al caminar sobre ellos. Tenemos que calzar nuestras chanclas porque nos pinchan las plantas de los pies.

Acompañados por el viento y las olas llegamos a La Balconada, la playa de Cuestairse. Nos atrevemos a bañamos, aunque el agua está helada, como es habitual. Hay perros en la playa, está permitido en todas que vayan sueltos y corretean entre las olas y la arena. Sin embargo, el topless está prohibido en toda la costa. En España es al revés, topless sí en cualquier playa, pero perros sólo en las que están autorizadas. Una diferencia en las costumbres que me llama la atención, cultura o  sociología  distinta. En La Paloma se respira libertad, pero la moralidad sigue tejiendo bikinis que cubren los pechos femeninos.

El aire huele a mar y a buñuelos de algas del chiringuito que hay entre El Cabito y La Balconada. Me sorprende ver a algunos bañistas que llegan con su mate calentito en la mano, bajan en bañador hasta la costa, no lo sueltan, se mojan los pies y las rodillas mientras sorben de la bombilla. Una joven en bicicleta vende “deliciosas empanadas, hamburguesas y buñuelos de algas”.

Por la tarde vamos con nuestros anfitriones al Faro Cabo de Santa María, en La Paloma. Me emociona pisar ese lugar tan significativo para los personajes de Cuestairse: Malena, su abuelo Joan, su hermano y su hijo Quique, todos tienen un episodio en este lugar, y el propio faro también. Toda la realidad está escrita en la ficción. Vemos los restos del antiguo faro derruido y recuerdo cómo Malena le explica a Quique la historia, la leyenda, la realidad que yo plasmo en mi novela a través de la ficción. Metaliteratura en estado puro.  Me enfada saber que no está el farero, igual que el día anterior en Cabo Polonio, no podemos subir. Resulta que hay un encuentro de fareros. "Mañana estará", nos dicen, pero nosotros ya nos vamos de La Paloma.  Esta será una de los cientos de excusas para volver algún día, en algún año, en alguna ocasión, en alguna vida. Volver y subir al faro. Visitamos también el puerto y la ciudad vieja. Aunque "vieja", no se asemeja a nuestra idea de "pueblo" o lo que nuestro imaginario europeo nos trae al pensamiento. Aquí las casas de una o dos plantas están espaciadas cada una en su terreno, como en el resto de la ciudad. No encuentro diferencia entre la parte vieja y la nueva.  No hay bares ni tiendas como las imaginamos en nuestras calles. Sería como una urbanización residencial pero con edificios mucho más sencillos. Grabo las imágenes en mi retina, con el Faro sobresaliente y el Atlántico pintando de azul el horizonte. Cuesta irse.

En nuestro paseo encontramos una réplica miniatura del Faro de La Paloma. Me abrazo a él. Desde que escribí Cuestairse es como si ya fuese parte de mí, la mímesis del personaje Malena conmigo misma, la escritora, es difícil de explicar, pero existe. Hay cierta transfiguración de la realidad, como explica Annie Ernaux en La escritura como un cuchillo, mi intención fue siempre una novela, no es una narración autobiográfica, los personajes son totalmente inventados, pero la escritura proviene de la experiencia propia. 

También visitamos el Puerto, pequeño, coqueto, con escaso tránsito más allá de algún pesquero y alguna embarcación privada más deportiva. Y la Playa de la Aguada, donde han instalado un pasadizo en forma de cangrejo sobre la arena para preservar las dunas. 

Es la última noche en La Paloma y visitamos el mercadillo artesano, donde encontramos colgantes, pendientes, pulseras, cuencos para velas y un sinfín de artículos que tientan a nuestro bolsillo. La feria huele a leña y a dulce de leche, a aceite de oliva y empanaditas recién hechas.



Día 6. Sábado 27 de enero. Tenemos que abandonar La Paloma,  cuesta irse,  Cuestairse
 
que a veces se parece al paraíso
el que se vino a vivir es porque quiso
salvarse de quedar loco del todo (...)
Yo vivo en este viento y esta arena
Bajo el ala azul de mi paloma
Soy feliz cuando el sol asoma
Y siento que vivir vale la pena

y lo hacemos recorriendo la costa en dirección al sur, destino Montevideo. Llegamos a JoséIgnacio, una playa recogida que preside un faro imponente. Hace un viento huracanado y el océano está alborotado. Recorremos lo que parece una urbanización de la Costa Brava Mediterránea. Nada que ver con La Paloma. Aquí las construcciones son mucho más lujosas. Sí que importa la estética. Todo está muy cuidado, desde los jardines que rodean los chalets hasta las calles, que aquí sí que están asfaltadas y se salpican de algún parterre con árboles o arbustos. Ahora tengo la sensación de estar más cerca de lo que encontraríamos en Europa. Se percibe el nivel adquisitivo alto en los coches aparcados, en las vestimentas de sus propietarios y en los edificios, algunos verdaderos casopolones frente al mar. Y también huele a leña.

Luego nos acercamos a Garzón que queda un poco más al norte y circulamos por un puente redondo, Puente Garzón, sobre la Laguna. Sí, un puente circular, algo tan curioso como excepcional. Una obra de ingeniería que me parece la ostentación de la tontería pues, en mi ignorancia arquitectónica, estoy segura de que se podría haber hecho recto. Es como una rotonda enorme suspendida sobre el agua, imagino que para algunos una maravilla estructural. Original es, sin duda.

En el camino hemos encontrado una playa inacabable con la mirada, larga como jamás había visto ninguna. Si la eternidad cuesta de comprender, como concepto infinito, la visión de este paraíso podría explicarlo. El viento azota la arena y despeina nuestras pestañas. La velocidad del mar parece acelerada levantando olas espumosas, un paraíso para surfistas. Me sorprenden tantos kilómetros de playa virgen, sin construcción alguna. Naturaleza viva. 


Continuamos viaje hacia el sur, el mar y el cielo se pintan de colores con el KateSurf, banderines y cometas y llegamos a Punta del Este, lugar turístico por excelencia donde los uruguayos edificaron torres de apartamentos setenteras después de haber comenzado la urbanizaron del espacio ya a finales de los años treinta.  Es una mini-ciudad, me recuerda a Salou en cierto modo. Encontramos aquí el primer semáforo desde que llegamos a Uruguay. Se venden mediaslunas calentitas en la playa urbana. Visitamos la escultura de La Mano de Mario Irarrazábal, cinco dedos que surgen de la arena,  pero para preservar el espacio natural, se ha instalado una plataforma de madera sobre las dunas. Así los turistas pueden hacerse la foto. Vivimos en la cultura de la fotomóvil. Si no se fotografía es como si uno no hubiese estado en ese lugar (nosotros también lo hacemos). En el Parque Juan Carlos I de Madrid también hay una escultura igual a esta, pero en este caso Mario Irarrazábal optó por dedos de piedra blanca. 

Dentro de nada veremos el último atardecer sobre el mar de nuestro viaje por la costa uruguaya en Punta Ballena. Aallí se alza CasaPueblo, un museo taller obra de Carlos Paez Vilaró, que desde lejos parece una amalgama de edificios construidos sobre la loma frente al Atlántico; no tenemos tiempo de visitarlo, hay multitud de coches en una caravana hacia el mar, donde acaba la carretera. Dejamos el vehículo en la cuneta, como todos, y nos dispersamos por la colina, salpicada de humanos deseosos de aplaudir cuando el sol se esconde. Cada tarde es lo mismo y sin embargo cada tarde es diferente, el paisaje, los sonidos, el ritmo del mar, la cadencia del viento. Ya nos hemos acostumbrado a aplaudir con efusión, y hoy más pues sabemos que es nuestra última ceremonia del solEl espectáculo de color y silencio es emocionante y esas imágenes quedan grabadas en mi retina para el futuro infinito. 


Llegaremos a Montevideo un par de horas después. En este blog será ya en el próximo post.

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