
.jpg)
Acompañados por el viento y las olas llegamos a La Balconada, la playa de Cuestairse. Nos atrevemos a bañamos, aunque el agua está helada, como es habitual. Hay perros en la playa, está permitido en todas que vayan sueltos y corretean entre las olas y la arena. Sin embargo, el topless está prohibido en toda la costa. En España es al revés, topless sí en cualquier playa, pero perros sólo en las que están autorizadas. Una diferencia en las costumbres que me llama la atención, cultura o sociología distinta. En La Paloma se respira libertad, pero la moralidad sigue tejiendo bikinis que cubren los pechos femeninos.
El aire huele a mar y a buñuelos de algas del chiringuito que hay entre El Cabito y La Balconada. Me sorprende ver a algunos bañistas que llegan
con su mate calentito en la mano, bajan en bañador hasta la costa, no lo sueltan, se mojan
los pies y las rodillas mientras sorben de la bombilla. Una joven en bicicleta
vende “deliciosas empanadas, hamburguesas y buñuelos de algas”.
Por la tarde vamos con nuestros anfitriones al Faro Cabo de Santa María, en La
Paloma. Me emociona pisar ese lugar tan significativo para los personajes de Cuestairse: Malena, su abuelo Joan, su hermano y su hijo Quique, todos tienen un episodio en este lugar, y el propio faro también. Toda la realidad está escrita en la ficción. Vemos los restos del antiguo faro derruido y recuerdo cómo Malena le explica a Quique la historia, la leyenda, la realidad que yo plasmo en mi novela a través de la ficción. Metaliteratura en estado puro. Me enfada saber que no está el farero, igual que el día
anterior en Cabo Polonio, no podemos subir. Resulta que hay un encuentro de
fareros. "Mañana estará", nos dicen, pero nosotros ya nos vamos de La Paloma. Esta será una
de los cientos de excusas para volver algún día, en algún año, en alguna
ocasión, en alguna vida. Volver y subir al faro. Visitamos también el puerto y la ciudad vieja.
Aunque "vieja", no se asemeja a nuestra idea de "pueblo" o lo que
nuestro imaginario europeo nos trae al pensamiento. Aquí las casas de una o dos
plantas están espaciadas cada una en su terreno, como en el resto de la ciudad.
No encuentro diferencia entre la parte vieja y la nueva. No hay bares ni tiendas como las imaginamos en
nuestras calles. Sería como una urbanización residencial pero con edificios mucho
más sencillos. Grabo las imágenes en mi retina, con el Faro sobresaliente y el
Atlántico pintando de azul el horizonte. Cuesta irse.
En nuestro paseo encontramos una réplica miniatura del
Faro de La Paloma. Me abrazo a él. Desde que escribí Cuestairse es como si ya fuese parte de
mí, la mímesis del personaje Malena conmigo misma, la escritora, es difícil de
explicar, pero existe. Hay cierta transfiguración de la realidad, como explica Annie Ernaux en La escritura como un cuchillo, mi intención fue siempre una novela, no es una narración autobiográfica, los personajes son totalmente inventados, pero la escritura proviene de la experiencia propia.
También visitamos el Puerto, pequeño, coqueto, con escaso tránsito más allá de algún pesquero y alguna embarcación privada más deportiva. Y la Playa de la Aguada, donde han instalado un pasadizo en forma de cangrejo sobre la arena para preservar las dunas.
Es la última noche en La Paloma y visitamos el mercadillo artesano, donde encontramos colgantes, pendientes, pulseras, cuencos para velas y un sinfín de artículos que tientan a nuestro bolsillo. La feria huele a leña y a dulce de leche, a aceite de oliva y empanaditas recién hechas.
y lo hacemos
recorriendo la costa en dirección al sur, destino Montevideo. Llegamos a JoséIgnacio, una playa recogida que preside un faro imponente. Hace un viento huracanado y
el océano está alborotado. Recorremos lo que parece una urbanización de la Costa Brava Mediterránea. Nada que
ver con La Paloma. Aquí las construcciones son mucho más lujosas. Sí que
importa la estética. Todo está muy cuidado, desde los jardines que rodean los chalets hasta las calles, que aquí sí que están asfaltadas y se salpican de algún parterre con árboles o arbustos. Ahora tengo la sensación
de estar más cerca de lo que encontraríamos en Europa. Se percibe el nivel
adquisitivo alto en los coches aparcados, en las vestimentas de sus propietarios y en los edificios, algunos verdaderos casopolones frente al mar. Y también huele a leña.
Luego nos acercamos a Garzón que queda un poco más al norte y circulamos por un puente redondo, Puente Garzón, sobre la Laguna. Sí, un puente circular, algo tan curioso como excepcional. Una obra de ingeniería que me parece la ostentación de la tontería pues, en mi ignorancia arquitectónica, estoy segura de que se podría haber hecho recto. Es como una rotonda enorme suspendida sobre el agua, imagino que para algunos una maravilla estructural. Original es, sin duda.
En el camino hemos encontrado una playa inacabable con la mirada, larga como jamás había visto ninguna. Si la eternidad cuesta de comprender, como concepto infinito, la visión de este paraíso podría explicarlo. El viento azota la arena y despeina nuestras pestañas. La velocidad del mar parece acelerada levantando olas espumosas, un paraíso para surfistas. Me sorprenden tantos kilómetros de playa virgen, sin construcción alguna. Naturaleza viva.
Continuamos viaje hacia el sur, el mar y el cielo se pintan de colores con el KateSurf, banderines y cometas y llegamos a Punta del Este,
lugar turístico por excelencia donde los uruguayos edificaron torres de
apartamentos setenteras después de haber comenzado la urbanizaron del espacio ya a finales de los años treinta. Es una mini-ciudad, me recuerda a Salou
en cierto modo. Encontramos aquí el primer semáforo desde que llegamos a Uruguay. Se venden mediaslunas calentitas en la playa urbana. Visitamos la escultura de La Mano de Mario Irarrazábal, cinco dedos que surgen de la arena, pero para preservar el espacio natural, se ha instalado una plataforma de madera sobre las dunas. Así los turistas pueden hacerse la foto. Vivimos en la cultura de la fotomóvil. Si no se fotografía es como si uno no hubiese estado en ese lugar (nosotros también lo hacemos). En el Parque Juan Carlos I de Madrid también hay una escultura igual a esta, pero en este caso Mario Irarrazábal optó por dedos de piedra blanca.
Dentro de nada veremos el último atardecer sobre el mar de nuestro viaje por la costa uruguaya en Punta Ballena. Aallí se alza CasaPueblo, un museo taller obra de Carlos Paez Vilaró, que desde lejos parece una amalgama de edificios construidos sobre la loma frente al Atlántico; no tenemos tiempo de visitarlo, hay multitud de coches en una caravana hacia el mar, donde acaba la carretera. Dejamos el vehículo en la cuneta, como todos, y nos dispersamos por la colina, salpicada de humanos deseosos
de aplaudir cuando el sol se esconde. Cada tarde es lo mismo y sin embargo cada tarde es diferente, el paisaje, los sonidos, el ritmo del mar, la cadencia del viento. Ya nos hemos acostumbrado a aplaudir con efusión, y hoy más pues
sabemos que es nuestra última ceremonia del sol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario