miércoles, 17 de abril de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (I)

Prometí crónica del viaje a Uruguay (costa atlántica desde Montevideo a Santa Teresa y Colonia Sacramento) y Buenos Aires en Argentina. Recuerdo, cuando estudié Periodismo, que una profesora insistía en fijar las esquinas de lo que la retina descubre en los viajes y sintetizarlo en palabras o pensamientos. 

Voy a intentarlo, a posteriori, con la resaca todavía de una borrachera de felicidad y la visión desde el futuro reposado. Escribir esto más de un mes después seguro que aporta la reflexión de la pausa.

No llevé ordenador a este viaje, sí libretas y lápiz, aunque tomé casi todas mis notas en el móvil. Un peligro, es fácil perderlo, que te lo roben o que la información desaparezca por un fallo en el sistema (en este caso, perdería además cientos de fotografías, pues tampoco utilicé la cámara en este viaje). Pero la tecnología nos invade como un monstruo que devora tradiciones y costumbres.

Como decía Benedetti, no hay que creer lo que nos cuentan del mundo (ni siquiera esto) pues el mundo es incontable. Ni las letras ni las imágenes podrán describir el sentimiento de plenitud y dicha que experimenté. Viajar enriquece, eso lo sabemos todos, abre la mente y el espíritu, ayuda a comprender el mundo y a comprendernos mejor a nosotros mismos a través de lo desconocido. En este caso, he tenido el privilegio de visitar lugares en los que no había estado físicamente… aunque había caminado virtual y literariamente por algunos de ellos a través de Cuestairse, la novela que escribí y salió publicada (Los libros del gato negro) hace ahora cinco meses y tantas alegrías me está regalando. Por eso, para quienes escriban imaginando o para quienes imaginen escribiendo, será fácil comprender la satisfacción de poder pisar localizaciones de una historia inventada, situar los personajes de ficción en lugares reales como una playa, una mesa de un café o un aeropuerto donde vivieron parte de la historia de la novela. Y revivir sus vidas, es como reescribir la novela, constatar que lo escrito juega en la ficción y la realidad.

Felicidad. Sí. Por qué además, este viaje ha sido una experiencia compartida con mi familia. Para mí la escritura es vital, pero la familia todavía lo es más. Por eso el cocktail de literatura, familia y viaje han provocado ese estado etílico de felicidad que he mencionado al principio, una melopera, que decimos por aquí, de la que no quiero salir. 

Vamos a la crónica en sí misma, que iré publicando en posts sucesivos sine die e ilustraré con algunas de las fotografías que hice. Fueron varios días de viaje y habría mucho que contar. Uno de mis defectos es la escasa capacidad de síntesis, siempre quiero abarcarlo todo. Además, como una niña de cinco o seis años, en mi ingenuidad adulta de la que jamás consigo desprenderme (en el fondo, tampoco sé si quiero hacerlo; la ingenuidad nos mantiene despiertos y alerta a nuevos descubrimientos, con la mente fresca para recibir y aprehender conocimiento), fui de sorpresa en sorpresa.

Campos nevados camino a Madrid desde Zaragoza

Día 1. Llegada al aeropuerto Carrasco, en Montevideo. Imagino a Malena y Quique (los personajes de Cuestairse) al principio de la novela, llegando desde Buenos Aires, donde los esperaba la prima Ceci. Nuestro vuelo había sido más largo, trece horas encajados en un pequeño espacio que entumece piernas, contractura el cuello y aletarga el pensamiento al no conseguir conciliar el sueño. Habíamos salido de Zaragoza la tarde del día anterior, atravesado los campos nevados que desde la ventanilla del AVE congelaban nuestras pestañas.  

Luego, a media noche del 20 de enero despegamos desde Barajas y ahora, con cinco horas menos en el reloj, que no en nuestro cuerpo, son las ocho de la mañana de un día veraniego en el hemisferio sur, 21 de enero. El sol calienta y brilla como si fuesen las doce del mediodía en España. Me sorprende la luz. Guardamos en las mochilas las cazadoras y chaquetas invernales dejando los brazos al aire y mostrando la blancura aletargada de nuestra piel. No entramos en la ciudad de Montevideo. Vamos en coche por una carretera-autovía-autopista hacia La Paloma, en la provincia de Rocha, que queda a unas tres horas, más o menos. No por los kilómetros que la separan de la capital, sino por la extraña gestión de la velocidad en la vía. Me sorprende. Tan pronto se puede conducir a 90 km/h como a 40 km/h, así, sin previo aviso. Lo más habitual es 60 km/h, pero la mayoría de vehículos no respetan la norma. Hay dos carriles de ida y dos de vuelta, pero súbitamente la carretera se convierte en una vía de uno solo por dirección. Y también hay peaje. Por eso la he definido como carretera-autovía-autopista. Percibo una sensación de libertad anárquica que cuanto más avanza el viaje más crece.

Es verano en el paisito. Vamoallá. Hay que activar el aire acondicionado en el coche y cerrar ventanillas. Muchos conductores adelantan por la derecha, coches y motos, a veces incluso por el arcén, cuando lo hay. Voy de la perplejidad al sobresalto. Algunos vehículos parecen del siglo pasado, camiones enormes tipo americano, pero desfasados, coches sin matrícula y motos que parece que se van a desmontar en cualquier momento. Poco a poco me voy dando cuenta de los signos evidentes: no estamos en Europa, esto es América del Sur. Con los días, me asombraré de la exuberante naturaleza atlántica, pero también de la decadencia y la economía de contrastes: qué ricos son los ricos y qué pobres los pobres. No consigo encontrar esa clase media que abunda en las ciudades europeas, pero hay una cultura de letras y música que la sustituye en cada piedra y en cada sombra. Y rotondas también, que poco a poco se van instalando, aunque algunos vehículos las toman a su criterio.

Miro a mi derecha y a mi izquierda, el paisaje es llano, verde. Algunos árboles, pocos, salpican los pastos. Comienzan a aparecer algunas vacas. Vamos a seguir viéndolas todos los días a todas horas en todos los lugares. Cientos de vacas, marrones, negras, blancas manchadas. Y caballos, muchos caballos también. Comen pasto. Hay mucho pasto. Nuestros anfitriones llaman “arroyos” a lo que es tan grande como nuestro río Ebro. El tamaño es proporcional a la realidad en la que uno vive. A un lado y otro de la carretera-autovía-autopista vemos de vez en cuando pequeñas construcciones, precarias, con materiales muy pobres: chapas, uralitas y paredes grisáceas. En realidad, no atravesamos poblaciones. Aumenta la sensación de estar lejos de Europa, en todos los sentidos, pero es agradable. Mucho.

Llegamos a La Paloma. Emoción. Es el lugar donde comienza y acaba Cuestairse, es el horizonte de Malena. Pero todavía no entramos. Vamos directos a la Laguna de Rocha para comer en La cocina de la Barra. Un proyecto artesanal en el que las mujeres de los pescadores han conseguido establecer un pequeño negocio con el que obtienen ingresos que las ayuda a ser más independientes. Un programa social que se completa con acceso a programas formativos. Trabajo, educación y remuneración. Además ofrece un menú exquisito con pescado fresco del día y recién cocinado. Ellas se ocupan de seleccionarlo, limpiarlo y cocinarlo con esmero. Una delicatesen que recomiendo a quien vaya a Rocha, en un lugar privilegiado, sobre la laguna. De nuevo me sorprende el paisaje, enorme todo, no se ven los límites de la laguna, parece un mar.  

Laguna de Rocha
 

Dunas en Rocha
 Y el desierto. La arena. Y las aves. Cisne cuello negro, como cantaba la canción de Basilio en los setenta, yo pensaba que era una frase poética. Pues no, los cisnes de cuello negro existen, y los vemos allí en Laguna de Rocha. Hay también muchas garzas. Me explican la diferencia entre la garza mora y la garza blanca. Y el Chajá, un enorme pájaro negro. “Siempre van en pareja”, me dice mi amigo uruguayo. Y les llaman así porque no pían sino que cantan todo el tiempo: chajaaa, chajaaa, chajaaa. También, confieso que me sobrecoge la pobreza de las casas, casi chabolas, de uralitas y chapas, todo muy precario. Ellas, las cocineras, sonriendo, felices, por su trabajo y su emancipación. Hace poco estuvieron en Chile en un encuentro con otras compañeras de proyectos parecidos, y disfrutaron sobre todo con el shopping (le llaman así a ir de compras, influencia del norte del continente; estamos en América). Les queda todavía que aprender, a administrarse, por ejemplo; es parte del programa, que la educación les permita valorar lo que es importante. Desean sacarse el carnet de conducir, para moverse independientes por sí mismas.


Construcciones en Laguna Rocha

Llega la tarde. No hemos dormido ni descansado en una cama desde el día anterior en España pero la emoción activa la adrenalina y nos mantiene despiertos. Yo necesito pisar la arena de La Balconada, mojarme los pies como Malena, ver el faro. Y allí que nos vamos. Indescriptible. La cubierta del libro Cuestairse se hace real. 



Las tres partes de la novela: El Faro, El Mar y La Arena. Allí estamos todos. La novela, los nombres, las personas y los personajes. Ficción y realidad en el hemisferio sur. Literatura y Vida.

Playa de La Balconada

“Huele a mar”, exclamo antes de llegar. Lo repito varias veces a medida que nos acercamos a ese océano. Percibo el aroma de la sal y el océano, cada vez más intenso. Huele a mar y a vida. 

Luego el sol comenzará a ponerse por el oeste, sobre el horizonte; la orientación de la playa en a costa lo permite, pues es sabido que Uruguay saluda al este. Un atardecer de ensueño. Todos aplauden allí cuando el sol se hunde en el Atlántico y el cielo se pinta de naranja amoratado. Yo también aplaudiré, con una lágrima que resbalará vergonzosa. ¡Qué felicidad compartir ese momento con mi familia! Literatura y vida.

Y, nueva sorpresa. Al desaparecer el sol baja la temperatura. El verano allí respira por la noche con la brisa del Atlántico y no tiene nada que ver con las noches tórridas que sufrimos en Los Monegros o la costa Mediterránea. Hay que cubrir bañadores y biquinis rápidamente, con pantalones largos y jerseys. Contrastes. El viento sopla con fuerza. El mar balancea las olas permanentemente.

Es ya de noche y no vamos al centro de La Paloma, pero en el trayecto al hotel, mis amigos de allí describen como calles a lo que a mi me parecen caminos. Yo no veo el pueblo por ninguna parte. 

Es un entorno natural salpicado de casas de una o dos plantas , independientes cada una en su terreno, son edificios sencillos, pragmáticos y modestos. Huele a leña, a brasas. Observo carteles pintados con letras blancas, azules o negras, en trazos caseros, en postes de madera o en árboles que indican el nombre de la “calle” o algún teléfono para comunicar con el dueño de la parcela en alquiler o simplemente pone calle sin salida.

Mucha vegetación. De nuevo me invade esa sensación de anarquía en la conducción de coches, motos y bicis. Es como todosalavezentodaspartes. Y sin embargo, respiro paz. Contraste agradable. Me siento bien. Nos sentimos bien. Cenamos en el alojamiento, maravilloso lugar que recomiendo, Anaconda, un conglomerado de cabañas agrupadas convertidas en hotel y en apartamentos independientes. Agotados, casi sin hambre, con ganas de abandonarnos en la cama, pedimos un chivito. Nos lo han recomendado antes de despedirse nuestros amigos uruguayos. A pesar de que nos lo han descrito, por el nombre pensamos que es un pequeño bocadillo, pero ellos no han hecho referencia al tamaño. Estamos en América y aquí todo es grande. Y contundente. Y muy rico. Pero sobra más de lo que podemos comer.

Parece que ya vamos a descansar, con la emoción y el cansancio compitiendo por alcanzar el pódium. De pronto me llega un guatsap. “Hay noctilucas”. Nooooo. No las podemos perder. En Cuestairse aparecen. En el proceso de documentación cuando escribí la novela me pareció un fenómeno tan curioso que quise incluirlo. De hecho, estaban en el epílogo que despareció de la versión final, pero quise mantener esas noctilucas, así que las trasladé a la página 347. Y ahora tenía la oportunidad de verlas en directo. Pues nada, abriguémonos bien y vamos allá, hacia la playa de La Serena. Maravilla de la naturaleza. Hace fresco pero el espectáculo vale la pena. Las olas azules iluminan el mar negro con su luminiscencia cada vez que rompen. Mis ojos brillan también. 

Pesto, el perro de mi amiga uruguaya, corre por la costa salpicando las olas. Al pobre le pilló hace un par de años un camión, en esa anarquía de conducción a la que me he referido antes, y quedó con las dos patas de atrás inmóviles. Pero va en una silla de ruedas y corre veloz con sus dos patas delanteras, feliz y ágil como si tuviese activas las cuatro. La vida se adapta. Nosotros, con el frío de la arena oscurecida entre los dedos, miramos sorprendidos la fluorescencia del mar al romper la espuma, como destellos de luz azulada. La vida. Noctilucas. Literatura y vida.

Son ya más de las 00 horas del segundo día en el hemisferio sur, lo que en España serían las 4 de la madrugada y llevamos sin tumbarnos tropecientas horas salpicados de emociones. Esa noche dormiremos de un tirón. 

Nueva sorpresa. Antes de las cinco ya estará el sol despierto filtrando la luz a través de la ventana.

Nos espera el segundo día para enamorarnos poco a poco de ese paisito en el verano del Hemisferio Sur. 


No hay comentarios:

Publicar un comentario