miércoles, 28 de agosto de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (VIII)


Estuvimos seis días en Buenos Aires, lo suficiente para enamorarse de la ciudad y muy poco tiempo para abarcar su extensión física y sociológica. Visitamos lugares que componen las guías turísticas y nos perdimos por calles menos anunciadas, en plan flâneur, sin participar en la ciudad, "pero de forma despierta", tal como apuntó Baudelaire, observando para descubrir la realidad. Tomamos autobuses (les llaman colectivo, bondi, ómnibus), taxis, bajamos al subte (así se denomina el metro) y caminamos mucho, bajo una ola de calor como las de aquí, de más de cuarenta grados. Resumo en este penúltimo post algunas de las cuestiones que me llamaron la atención, una crónica desubicada en el tiempo y el espacio, escrita y publicada bajo el calor del hemisferio norte en agosto, seis meses después del viaje.

Recuerdo que me impresionó la diferencia de los autobuses urbanos con los de Zaragoza o Barcelona, por ejemplo. No sólo por la limpieza y el estado de los vehículos, muy viejos y desgastados, sino por los viajeros que suben y bajan. Quienes viajan en transporte público, además de algún turista al que no le gusta viajar con "pulserita todo incluido",  son los habitantes porteños más desfavorecidos; percibí una sensación de rotura clasista. Si en Montevideo vi miseria y decadencia, en la ciudad de Buenos Aires es lo mismo pero elevado al cuadrado. Me desasosiega ese viaje en bus tanto como el calor que hace y que entra por las ventanillas, azotando los cuerpos sudados y castigados de hombres y mujeres. Y me siento insegura, quizás más todavía que en Montevideo, percibo que nos observan, nos delata la ropa que llevamos, las gafas o el acento "gallego". También bajamos al metro y la sensación es parecida, pero prefiero el bus al subte, que resulta incluso más inseguro y, aunque sea más rápido, no permite disfrutar de las calles y los edificios mientras vamos de un lugar a otro.
 
Nuestro primer destino bonaerense es El Parque de las Naciones, pero antes nos encontramos la Facultad de Derecho, un colosal edificio de estilo neoclásico con decenas de columnas dóricas y majestuosas escalinatas que me recuerdan a las de Columbia en Nueva York. A escasos metros, la enorme flor de metal plateado que abre sus pétalos según el momento del día y donde los rayos del sol reverberan la luz, llamada Floralis Genérica. Decenas de turistas como nosotros se fotografían una y otra vez pues está rodeada de sendas que cambian la perspectiva de la escultura en movimiento. 


Bajo un sol de justicia caminamos hasta el Parque Tres de Febrero donde se encuentran el Rosedal y el Jardín de los poetas. Paseamos entre bustos y esculturas de escritores y escritoras de todos los tiempos; Shakespeare, Borges, García Márquez, parece que están todos; busco algún español: Cervantes, Pérez Galdós, García Lorca; busco alguna mujer: Alfonsina Storni, Rosalía de Castro, pienso que son muy pocas las que están. 

Encontramos colchones aquí y allá, donde varios hombres y mujeres tienen instalada su habitación sin techo. Un puesto ambulante ofrece agua fresca. Hace tanto calor que decidimos tomar un taxi. Nada que ver con el timo que nos trajo desde el aeropuerto, tal como expliqué en el post anterior. Este vehículo lleva aire acondicionado. Y el trayecto, de unos quince minutos, nos cuesta 1200 pesos, al cambio poco más de un euro. 
Llegamos a Palermo, el barrio con aroma italiano y aire de movimiento cultural. Algunas pinturas colorean las fachadas de las casas, que son de una o dos plantas. Hay gente en las terrazas a pesar del calor. Italia en Argentina. Muchos bonaerenses son descendientes de italianos, en tercera o cuarta generación. Comemos en un restaurante italiano, como no, tan auténtico en el ambiente y el sabor como si estuviésemos en la misma bota de Europa. Palermo es el barrio que linda con Villacrespo, que me traslada a la ficción de Cuestairse, donde yo inventé el taller del hermano de Claudia, que imagino todavía viviendo eternamente allí, mientras el libro siga vivo en bibliotecas y librerías, y lectoras y lectores sigan leyendo la novela. La literatura convierte en inmortales a los personajes y las ideas.

Quiero visitar la que anuncian como la librería más grande de Argentina, que está ubicada en un teatro de principios del siglo XX, el Grand Splendid. Me pierdo entre el patio de butacas ausentes, que ahora son estanterías de libros, es como estar en el Liceo o en el Principal. En el escenario han ubicado una cafetería donde los que toman un refrigerio son ahora el público que observa a los que estamos en el palco del primer piso o en el segundo, donde se acomodan anaqueles con distintas secciones de libros. Salgo de allí del brazo de Alfonsina Storni y sus poemas. 


Buenos Aires, Buenos Aires, 
Triste Buenos Aires mía, 
Para llorar como lloras, 
¿Quién te guía?

Balada de Buenos Aires, Alfonsina Storni, 1925

Buenos Aires es tan extensa que se delimita por barrios, con muchos contrastes entre unos y otros. En algunas calles desarrolladas al amparo de la burguesía acomodada después de la época colonial, los edificios son enormes, como las avenidas. Todo es descomunal. La pobreza también. Encontramos mujeres con niños sentadas en el suelo de portales y esquinas, mendigando una moneda. Caminamos por las aceras, engrisecidas y poco limpias, y buscamos la sombra pegados a los edificios, pues debemos estar por lo menos a cuarenta grados. Hay charcos, pero no ha llovido. Notamos gotas que caen sobre nosotros y no hay nubes. Son de los aires acondicionados, a pleno funcionamiento, que dejan caer la condensación libremente. Los tubos vomitan el agua hacia la calle, algo impensable en España. De todas maneras, casi agradecemos que nos caiga alguna gota para refrescar el sofocante calor. Tenemos voluntad de visitar la ciudad y pocos días para hacerlo, así que nada nos echa para atrás. 

Llegamos a Recoleta, el barrio más señorial. El pasaje Recoleta Alvear huele a lujo y a perfume caro.  Contrasta con el olor a orines de algunos rincones de otros barrios. Queremos visitar el cementerio pero llegamos justo cuando cierran, así que entramos en la Basílica del Pilar. Sí, no estamos en Zaragoza, pero hay una Pilarica que le da nombre a la iglesia de fachada blanca e interior barroco.

Luego, recorremos Callao, que me recuerda un poco a la calle Balmes de Barcelona, también a algunos tramos de Provenza o Muntaner. Los edificios de corte neoclásico y balcones art deco me trasladan a algunos edificios de la parte alta de Barcelona, precisamente en la calle que se llama República Argentina.

Paseamos por la calle Libertad, larga y estrecha, une la Recoleta con el centro de la ciudad. Recuerdo cuando lo leí en El túnel de Ernesto Sábato. Contrastes, en la parte alta es una calle tranquila; a medida que se acerca al Teatro de Colón, la acera se convierte en un ajetreo de compra y venta de oro, joyerías y bazares. Juan Pablo Castel deambulaba en su existencialismo y su desenfreno mental igual que los transeúntes de la calle.


Me llama la atención que en una farmacia junto al apartamento venden patatas fritas y medias de señora. Me llama la atención cómo los autobuses circulan a velocidad descontrolada, adelantan y frenan y aprietan el claxon, y también los coches, una sinfonía de anarquía circulatoria que obliga a tener mucha precaución al cruzar las calles. Me llama la atención que un taxi cuesta, al cambio de pesos, poco más de un euro, pero una cerveza tres euros. Me llama la atención que los bancos urbanos de algunas calles y avenidas están siempre vacíos; no apetecen ni para tumbarse ni para sentarse, están sucios y viejos. Me llama la atención el caminar resignado de algunos porteños, y las noticias que vemos en el informativo de una sociedad rebelándose contra el recién llegado Milei y sus propuestas para resignarles todavía más.

El día 2 de febrero es la Candelaria. Recuerdo la fiesta de la luz, con la velita, en la iglesia del pueblo. Siempre con un frío horrible o una niebla espesa y húmeda. Hoy la vivo en el hemisferio sur, donde llevamos ya doce días, y hace un calor insoportable. Buenos Aires me traslada a los años setenta, con galerías y pasajes comerciales en los bajos de los edificios. En Zaragoza hay una, fantasma, en el centro de la ciudad, que me deprime cada vez que paso por allí. Se utiliza sólo para dar salida a los cines Palafox, pero todos los locales están cerrados. Un desaprovechamiento que seguramente es consecuencia de intereses económicos y privados. Pero produce sensación de dejadez institucional, también. Desconozco hasta que punto la administración podría intervenir y cuál es el verdadero motivo de tal abandono. Lo comparo con el Pasaje del Ciclón, mucho más antiguo, que también sufrió años de decadencia y ahora luce renovado gracias a la restauración y algún que otro comercio. En Buenos Aires abundan los pasajes, galerías en los bajos de los edificios que ofrecen escaparates de tiendas, eso sí, decadentes y kioskos multimierdas. En esos pasillos sin sol con corriente de aire y vapores fermentados se tumban hombres y mujeres durmientes ajenos al ajetreo matutino, como si la vida no fuese con ellos. Duermen. 

Hoy vamos a La Boca, uno de los primeros asentamientos de Buenos Aires y convertido ahora en escenario turístico por excelencia. Allí un café nos cuesta 3000 pesos, lo mismo que el taxi desde el apartamento a veinte minutos. Contrastes. 


La boca es color y alegría plebeya, huele a tango y a brasa, pero también a Italia y a puerto. La combinación infantil de los colores de sus modestos edificios no sirve a un patrón decorativo sino a las sobras de la pintura de los barcos que se aprovechaban para las casas.


Me llama la atención las vías de tren por medio de la ciudad que van hasta el Puerto la boca. 



La Bombonera tiembla. Rodeamos el estadio. Locura de futbol para matar penas. Mito. “Es lo único que tenemos bueno para festejar” nos dicen algunos argentinos con su cantinela melancólica, conscientes de la pobreza y decadencia del país. El fútbol es locura colectiva en Argentina. Maradona es Dios y está presente en multitud de calles, fachadas, balcones y puertas, en pinturas de tamaño natural o magnificado en dimensiones sobrehumanas.

Cuando nos alejamos de la parte más turística, en la calle, a las puertas de un garaje, los mecánicos trabajadores están preparando un asado en medio bidón metálico, así como si nada.

En la calle Corrientes comemos en pizzería Guerin. Enrome. Ambiente muy italiano. Recuerdo cuando en Nueva York tuve la sensación en Little Italy, junto a Chinatown, de estar visitando espacios muy característicos de cada país, aún estando a dos calles de dos barrios. Pero todo estaba impregnado de Nueva York. Aquí en Buenos Aires, los espacios italianos son muy italianos. Y la pizza riquísima.




Por la tarde nos damos el lujo de tomar un café en el Tortoni, que no es barato, que hay que hacer cola para entrar y que te asignen mesa, pero que recomiendo. Es el más antiguo de Buenos Aires.  Alfonsina Storni, Carlos Gardel o José Luis Borges fueron clientes habituales y se conserva casi con criterio museístico. Y lo más importante, es uno de los escenarios de Cuestairse cuando Malena se reúne con Matías y Roberto mientras Héctor muestra a Quique las curiosidades de la parte de atrás. Tradición y arte. El café me sabe a gloria, Nos hemos sentado en la mesa que yo había imaginado en la ficción para Malena, Roberto y Matías. Observo arriba y abajo, recorro todos los espacios, junto a Quique y Héctor que me acompañan en la visita.  Estoy dentro de la ficción, en el lugar que antes había escrito sin ver. Emoción.


Luego visitamos el Palacio Barolo, el edificio gemelo del Palacio Salvo en Montevideo, ¿recuerdas que lo conté en el post VI de esta serie?, que tenía un faro que iluminaba un puente de luz a cruzando el Río de la Plata y comunicaba Montevídeo con Buenos Aires. Éste se conserva prácticamente igual que cuando se construyó. Desde los ascensores hasta las escaleras y los pisos. El arquitecto ideó el edificio en homenaje a la Divina Comedia, de Dante. Por eso, en la planta baja, que figura el infierno los motivos son dantescos y demoníacos. En los pisos intermedios se recrea el purgatorio y en el más alto, el cielo. Subimos hasta allí para deleitarnos de unas vistas magníficas de la ciudad y del faro que todavía gira.

Los ascensores funcionan, son los mismos de principio de siglo XX, y nos trasladan al pasado desde que se abren las puertas.  Se conservan también los carteles de "prohibido escupir" y las escupideras con la inscripción tallada en piedra "prohibido escupir en el suelo". Me llama la atención un par calderos de arena para que los bomberos apaguen el fuego, junto a una manguera. En algunas plantas se han habilitado algunas oficinas, todo muy sencillo, nada de lujo, ni en las puertas ni en las paredes. 
 







viernes, 16 de agosto de 2024

Un clásico arriesgado

Quentin, uno de los personajes de El ruido y la furia (William Faulkner, 1929) recibe de su padre un reloj que había recibido a su vez del suyo, y que le entrega: “el mausoleo de toda esperanza y deseo; casi resulta intolerablemente apropiado que lo utilices para alcanzar el reductu absurdum de toda experiencia humana adaptándolo a tus necesidades (…). “Te lo entrego no para que recuerdes el tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no agotes fuerzas intentando someterlo”

Cada verano, con los días largos y la luz generosa, dedico un tiempo de lectura a los clásicos. El tiempo, indefinido e impreciso, anárquico y desordenado, es precisamente lo que provoca una lectura desconcertante de El ruido y la furia. Hay que tener fe cuando nos entregamos a una historia, a un nuevo libro que no queremos dejar de leer, pero que exige una entrega obstinada y muy atenta

Comienzo las primeras páginas y no entiendo apenas nada del argumento, sólo encuentro mucho ruido. Personajes que hablan y gritan y se mueven y se entremezclan. Elipsis temporales que no consigo enlazar. Diálogos y pensamientos que me orientan tanto como me despistan. Pero algo me incita a seguir adelante, el hilo narrativo para adivinar quienes son, qué quieren transmitir. Sé sus nombres, algunas características físicas, las ropas que visten, los espacios que habitan, pero no hay una guía, me pierdo, intento adivinar, entender… Sin embargo, no abandono. La frase del encabezamiento de este post la encuentro en la página 85 (de 373). Puede ser una pista. El reductu absurdum de la experiencia humana. Olvidar el tiempo. Así que sigo leyendo.


Estructurado en cuatro capítulos, cronológicamente anárquicos y sin más relación aparente que la familia Compson, cuatro voces diferentes de la mano de cuatro personajes, nos ofrecen una historia que avanza sin avanzar linealmente, es como un laberinto, sobre todo al principio. Encuentro párrafos extensos sin signos de puntuación, como en el Ulises de Joyce, publicado pocos años antes, que muchos presumen haber leído pero no lo han hecho. ¿Cuántos de vosotros sí? Yo no, lo confieso. Comencé, no era el momento, y lo dejé aparcado. Algún día lo abarcaré, cuando haya asumido lo de “no someter el tiempo”. Cada libro espera su momento y no tiene fecha de caducidad como la nata o el queso fresco. Hoy, casi cien años después de que Faulkner escribiera la cita de la página ochenta y cinco, vivimos en un reloj constante sometidos al tiempo y a una actividad inacabable: siempre parece obligatorio estar haciendo lo que sea en todo momento, aunque sea en vacaciones. A mi me gusta a veces, esporádicamente, aburrirme y perder el tiempo, lo reconozco. Procrastinar, se llama ahora, dejar para más adelante eso que "hay que hacer", aplazar la obligación de estar haciendo siempre algo. 

William Faulknerpremio Nobel de Literatura en 1949, es un escritor tan amado como criticado. Yo admiro su atrevimiento con esta novela inclasificable, por romper moldes, por presentar hace casi cien años una distinta manera de narrar, descomponer el tiempo y la estructura. En cada uno de los cuatro capítulos, no cambia solo el enfoque y el punto de vista de la narración, sino incluso el estilo prosístico. 

Sigo leyendo, salto de un tiempo a otro, de un diálogo a una descripción. El argumento relata la vida de una familia sureña de los EE UU en decadencia, unos negros (así se les nombra en la novela) en la servidumbre, un estilo de vida, unos “convencionalismos” que marcan el acting de los personajes. Benji, un niño postergado en un cuerpo de hombre que ama a Caddy, su hermana, que también ama a su otro hermano, Quentin, que confiesa un incesto y ve como su propia sombra se mueve más allá de sí mismo. Son hijos de Caroline, una dama acomodada de finales del XIX que no quiere renunciar a su modo de vida. Jason, el otro hermano que parece el más razonable. Lo parece, pero su razón es ambición. Disley, la sirviente negra que cuida de todos y que sabe todo, y que calla todo. Luster, el negro que cuida de Benji siendo todavía más pequeño que él. Frony, su madre negra que sabe y no sabe. La vida sureña en Jefferson, en el estado de Misuri, Estados Unidos, son todos ellos y la familia blanca y acomodada a la que sirven. Un cambio de siglo de otra época no muy lejana que persiste no solo en la memoria, donde los negros todavía no son afroamericanos. Por último, el personaje que desencadena un final sin final, Quentin niña/mujer, la hija de Caddy sin padre reconocido. El desenlace sin moraleja, pero signo de esperanza. 

Llego al final del libro, he comprendido algunas pistas y me sorprende mucho la forma narrativa, el desorden aparente. El autor deja al lector libertad de interpretación en el avance de la lectura, no se explica todo, hay que interactuar, pensar, recorrer las páginas, volver atrás. Es como el desorden mental de Benji, una realidad sin medida en el tiempo, y los hechos narrados desde cuatro prismas diferentes. Y entonces el Epílogo, donde ahora sí, hay una explicación a lo que muchos llamarían “razonable”. No se publicó en la primera edición, sino treinta años después, en que Faulkner aceptó la propuesta. 

Y me vuelvo al inicio con enormes ganas de recorrer de nuevo los párrafos y admirar la maestría y la narrativa de este autor inabarcable en su sabiduría literaria. Arriesgado, innovador, inteligente. Es como los cristales de una ventana rota, que intentamos reconstruir para ver al otro lado y cuando llegamos a la última página con el cristal ya restaurado admiramos el paisaje que nos ofrece su nitidez.

Hay libros que al llegar a la última página te llevan de nuevo a la primera, en el final está el principio. El desorden se ordena. El ruido y la furia se serenan.  En esa segunda lectura el desconcierto se torna admiración. Olvidar el reloj para no someter el tiempo y volver a empezar.

En la edición que he leído me encuentro ese ojo en el texto. 


sábado, 3 de agosto de 2024

Hojas de otoño en verano

Escribir sobre películas que he visto siempre me produce una doble satisfacción: por un lado, me ayuda a asentar imágenes y conceptos,  y por otro supone un nuevo visionado, esta vez no en la pantalla de cine o televisión, sino en mi propia sala de proyección, íntima y personal, esa que todos llevamos en nuestro pensamiento. Si luego publico lo escrito, la dicha es además compartida. 

Hace tiempo que no he colgado ningún post cinéfilo y no es por que no haya visto películas, sino por que, como sabéis los que a menudo visitáis este blog, mis reseñas y críticas suelen ser favorables y positivas. Escribo sobre lo que me gusta, lo que creo que vale la pena destacar. Si algo no me produce un enriquecimiento o distracción o enamoramiento o guiño de algún tipo, lo dejo ahí. Para qué criticar o desmoronar un producto (libro, película, obra de teatro, etc) en el que el autor ha invertido su tiempo, su creatividad  y su ilusión, ¿no?. Si no vale la pena destacarlo, pues silencio y a otra cosa. 


Hoy vengo a recordar una película que vi hace unos meses y considero una joya del cine: Fallen leaves (Aki Kaurismäki, 2023). La traducción al español sería Hojas de otoño. Esta cinta finlandesa trata, desde una realidad y una delicadeza visual, el tema del alcoholismo y conceptos como la soledad, el amor, las expectativas vitales y la justicia sociolaboral. Las imágenes y la narrativa que usa Kaurismäki  son poesía visual, es la plasmación del arte en el cine (aunque para él el cine no es arte) aplicado a la comedia romántica, ese género tan devaluado por su banalización al servicio del entretenimiento más comercial. En este caso, la sonrisa que nos arranca la película es tan  divertida como reflexiva. 

Los personajes son seres reales inmersos en sus rutinas, unas vidas sobrevivientes interpretadas magistralmente por la actriz Alma Pöysti y el actor Jussi Vatanen, cuyo rostro tanto me recuerda a James Stewart.  El director muestra a través de ellos la comedia y el drama, desde lo particular a lo universal. Todo comienza en un karaoke, donde la pareja se conoce y a partir de entonces sus principales encuentros y desencuentros serán en una sala de cine. El cine omnipresente: Aki Kaurismäki guiña desde dentro a de la película a Jean-Luc Godard, con referencia directa en uno de los diálogos a Bande à part (1964), pero también a Huston o Visconti. Y como si Tiempos modernos (Charles Chaplin,1936) se hubiese actualizado, la crítica sociolaboral es la célula en la médula espinal de Fallen leaves.

El problema del alcoholismo ya lo vimos desde otro punto de vista en Druk (Thomas Vinterberg, 2020), con un enfoque ingenioso, pero aquí, más allá del problema sociocultural, la perspectiva de salida que se propone es a través del amor, el que otorga la fuerza y motivación para salir de la adicción etílica. 

Kaurismäki. desde la sencillez, nos regala una película visualmente excepcional, con una composición de planos donde nada sobra y nada falta, todo expresa y todo transmite. Si la imagen se convierte en emoción, eso es puro cine; si en la pantalla el espectador ríe y llora y al acabar la película es capaz de recordar esa sonrisa y esa lágrima, eso es puro cine. No hay diálogos superfluos; a veces el silencio transmite más que cualquier palabra sobrante o una música que no aporta diégesis a la propia historia. 

Está disponible en varias plataformas, Filmin, Movistar+, AmazonPrimeVideo. Estas tardes de calor tórrido que no se puede salir a la calle, ventilador y película. Fallen leaves (Hojas de otoño) es muy buena elección. Aquí el trailer: