Quentin, uno de los personajes de El ruido y la furia
(William Faulkner, 1929) recibe de su padre un reloj que había recibido a su
vez del suyo, y que le entrega: “el mausoleo de toda esperanza y deseo; casi
resulta intolerablemente apropiado que lo utilices para alcanzar el reductu
absurdum de toda experiencia humana adaptándolo a tus necesidades (…). “Te lo entrego no para que recuerdes el
tiempo, sino para que de vez en cuando lo olvides durante un instante y no
agotes fuerzas intentando someterlo”
Cada verano, con los días largos y la luz generosa, dedico un tiempo de lectura a los clásicos. El tiempo, indefinido e impreciso, anárquico y desordenado, es precisamente lo que provoca una lectura desconcertante de El ruido y la
furia. Hay que tener fe cuando nos entregamos a una historia, a un nuevo libro que no queremos dejar de leer, pero que exige una entrega obstinada y muy
atenta.
Comienzo las primeras páginas y no entiendo apenas nada del argumento, sólo encuentro
mucho ruido. Personajes que hablan y gritan y se mueven y se entremezclan. Elipsis
temporales que no consigo enlazar. Diálogos y pensamientos que me orientan tanto como me despistan. Pero algo me incita a seguir adelante, el
hilo narrativo para adivinar quienes son, qué quieren transmitir. Sé sus
nombres, algunas características físicas, las ropas que visten, los espacios que habitan, pero no hay una guía, me pierdo, intento
adivinar, entender… Sin embargo, no abandono. La frase del encabezamiento de
este post la encuentro en la página 85 (de 373). Puede ser una pista. El
reductu absurdum de la experiencia humana. Olvidar el tiempo. Así que sigo
leyendo.

Estructurado en
cuatro capítulos, cronológicamente anárquicos y sin más
relación aparente que la
familia Compson,
cuatro voces diferentes de la mano de
cuatro personajes, nos ofrecen una historia que avanza sin avanzar linealmente, es como un
laberinto, sobre todo al principio. Encuentro párrafos extensos sin signos de
puntuación, como en el
Ulises de Joyce, publicado pocos años antes, que muchos presumen haber leído
pero no lo han hecho. ¿Cuántos de vosotros sí? Yo no, lo confieso. Comencé, no era el momento, y lo dejé aparcado. Algún día lo
abarcaré, cuando haya asumido lo de “no someter el tiempo”.
Cada libro espera su momento y no tiene fecha de caducidad como la nata o el queso fresco. Hoy, casi
cien años después de que Faulkner escribiera la cita de la página ochenta y cinco, vivimos en un reloj
constante sometidos al tiempo y a una actividad inacabable: siempre parece obligatorio estar haciendo lo que sea en todo momento, aunque sea en vacaciones. A mi me gusta a veces, esporádicamente, aburrirme y perder el tiempo, lo reconozco. Procrastinar, se llama ahora, dejar para más adelante eso que "hay que hacer", aplazar la obligación de estar haciendo siempre algo.
William Faulkner,
premio Nobel de Literatura en 1949, es un escritor tan amado como criticado. Yo admiro su atrevimiento con esta novela inclasificable, por romper moldes, por presentar
hace casi cien años una distinta manera de narrar,
descomponer el tiempo y la estructura. En cada uno de los
cuatro capítulos, no cambia solo el enfoque y el
punto de vista de la narración, sino incluso el estilo
prosístico.
Sigo leyendo, salto de un tiempo a otro, de un diálogo a una descripción. El
argumento relata la vida de una familia sureña de los EE UU en decadencia, unos negros (así se les nombra en la novela) en la servidumbre, un estilo de vida, unos
“convencionalismos” que marcan el acting de los personajes. Benji, un niño postergado en un cuerpo de hombre que ama
a Caddy, su hermana, que también ama a su otro hermano, Quentin, que confiesa
un incesto y ve como su propia sombra se mueve más allá de sí mismo. Son hijos de Caroline, una dama acomodada de finales del XIX que no quiere
renunciar a su modo de vida. Jason, el otro hermano que parece el más
razonable. Lo parece, pero su razón es ambición. Disley, la sirviente negra que cuida de todos y
que sabe todo, y que calla todo. Luster, el negro que cuida de Benji siendo
todavía más pequeño que él. Frony, su madre negra que sabe y no sabe. La vida sureña en Jefferson, en el estado de Misuri, Estados Unidos, son todos ellos y la familia blanca y acomodada a la que sirven. Un cambio de siglo de otra época no muy lejana que persiste no solo en la memoria, donde los negros todavía no son afroamericanos. Por último, el personaje que desencadena un final sin final, Quentin niña/mujer,
la hija de Caddy sin padre reconocido. El desenlace sin moraleja, pero signo de esperanza.
Llego al final del libro, he comprendido algunas pistas y me
sorprende mucho la forma narrativa, el desorden aparente. El autor deja al
lector libertad de interpretación en el avance de la lectura, no se explica
todo, hay que interactuar, pensar, recorrer las páginas, volver atrás. Es como el desorden mental de Benji, una realidad sin medida en el tiempo, y los hechos narrados desde cuatro prismas diferentes. Y
entonces el Epílogo, donde ahora sí, hay una explicación a lo que muchos
llamarían “razonable”. No se publicó en la primera edición, sino treinta años
después, en que Faulkner aceptó la propuesta.
Y me vuelvo al inicio con enormes ganas
de recorrer de nuevo los párrafos y admirar la maestría y la narrativa de
este autor inabarcable en su sabiduría literaria. Arriesgado, innovador,
inteligente. Es como los cristales de una ventana rota, que intentamos reconstruir
para ver al otro lado y cuando llegamos a la última página con el cristal ya
restaurado admiramos el paisaje que nos ofrece su nitidez.
Hay libros que al llegar a la última página te llevan de
nuevo a la primera, en el final está el principio. El desorden se ordena. El
ruido y la furia se serenan. En esa
segunda lectura el desconcierto se torna admiración. Olvidar el reloj
para no someter el tiempo y volver a empezar.
En la edición que he leído me encuentro ese ojo en el texto.
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