domingo, 21 de abril de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (II)

El día anterior habíamos aterrizado y vivido una sucesión de emociones que tardaré en olvidar. "La memoria retiene lo raro y lo único", escribe Sergio del Molino en Lo que a nadie le importa (Penguin R, 2014). "Olvidamos todo lo demás al darlo por supuesto", añade. Quizás con los años mis recuerdos se diluyan y ese es uno de los motivos por los que escribo estos posts, además de compartir mi felicidad con todos los que os acercáis a su lectura. Quiero que mi memoria pueda revivir no solo "lo raro y lo único", sino también "lo que daríamos por supuesto" ya que en este viaje, lo habitual me resulta único y lo supuesto raro

Después de desayunar en ese jardín del Anaconda donde se respira paz y silencio, y el ambiente resulta tropical sin estar en el Caribe, salimos en coche dirección a Punta Diablo. Hemos de pasar antes por el centro de La Paloma a por unas tarjetas de telefonía para los móviles de mis acompañantes. Yo decidí que en este viaje estaría desconectada; como hace veinte años, elegí vivir el momento y no estar pendiente del móvil. Eso sí, por las noches me conectaré a la wifi del hotel para actualizar mi estado digital y enterarme de lo que ocurre en el resto del mundo. 

Pizarra en el porche del Anaconda
 
Mientras mis acompañantes (hablo de ellos así, en general, pero el grupo lo formamos mi familia, es decir, mi esposo, mi hijo y mi hija, y amigos uruguayos de mi familia, resumiendo, familia todos) gestionan sus tarjetas telefónicas yo camino arriba y abajo por la Avenida Nicolás Solari y tengo que buscar la sombra. Solo son las diez de la mañana pero el sol cae aplomo como si fuesen las tres de la tarde; imagino que es lo normal en el hemisferio sur. Luego, mi amiga uruguaya, me aclara que además existe un problema en la capa de ozono. Por lo visto, las miles de vacas que salpican todo el territorio uruguayo emanan una ingente cantidad de metano y justamente sobre el paisito, el agujero es mucho mayor y el sol no tiene filtro alguno, así que sus rayos entran directamente hasta encontrar un obstáculo, en este caso mis hombros que se están quemando. Camino pegada a las tiendas y me topo con el escaparate de una pequeña librería donde encuentro algunos títulos que son habituales también aquí en España.

El centro de La Paloma tiene las calles asfaltadas, pero sigue siendo un entretelado de casas de una o dos plantas. Sólo un enorme edificio de apartamentos se eleva  y rompe el espacio. Esa Torre Cruz del Sur se construyó en los ochenta y ahí quedó sola, como una atalaya que proyecta su alargada sombra para recordar la nueva ordenanza de urbanismo que se aprobó nada más elevarse y prohibía construir ningún otro edificio de pisos, que allí llaman torre. En ese Paseo Solari se agrupan comercios, algunos de ellos muy orientados al turismo con puestos en la calle de artículos playeros y objetos de recuerdo, imanes, etc. También están la mayoría de servicios centrales, correos, teléfono, pero también algunas viviendas más lujosas, o por lo menos, más actualizadas. A excepción, repito, del mamotreto que se alza solitario en medio de la avenida y que, aunque lo intentes, no puedes ignorar. No pongo foto pues es además un edificio poco atractivo, que parece querer competir en altura con el Faro de Santa María, blanco, precioso, imponente junto al mar.

En el resto de la población las tiendas son sencillas, como almacenes multiservicio, están espaciadas, no hay una zona comercial. A la hora de realizar la compra hay que desplazarse en coche, bici o moto. La población no se parece a lo que yo entendería como tal, es decir, la urbanización de una casa que comparte pared con otra de al lado, y ésta con otra. No. Aquí cada parcela es independiente; no encuentro una plaza mayor, plazoletas, callejones, o un horno de pan junto a un bar. No veo bares. Debe haberlos, pero así como en nuestras ciudades en cada calle, en cada barrio y en casi todas las esquinas te encuentras una terraza o la cristalera desde la que se ve esa barra que invita a entrar a tomar un café o una cerveza, de momento no encuentro ninguno. Eso sí, muchos transeúntes llevan su propio bar todo el rato: el mate en la mano y el termo bajo el brazo, como una prolongación de sí mismos. Voy con los ojos bien abiertos para aprender y entender otras costumbres de vida, de urbanizar o de compartir el espacio. Tengo la sensación de que la estética no preocupa. Es todo muy natural, muy pragmático, las casas, las calles, las tiendas; es como si importase más la comodidad y el servicio funcional que la falsa apariencia. No hay lujo superfluo. Nada sobra. Pero nada falta tampoco. 

Nosotros viajamos en un vehículo alquilado, de marcha china, amplio. De camino a Punta Diablo la carretera es estrecha, sin arcén, el firme envejecido y a los lados vacas y vacas. Junto al margen abundan unas palmeras enanas y me explica mi amiga que con su fruto los lugareños elaboran el licor y el dulce de butiá. Se ven puestos de venta a un lado y otro de la carretera: una sombrilla, una mesa con los productos expuestos y un cartel pintado a tiza o pintura sobre madera. No paramos, hemos quedado con otros amigos y llegamos tarde. Una pena pues esos productos son totalmente artesanos, nada que ver con los que venden en los dutyfree de los aeropuertos o en las tiendas. También vemos a ambos lados otras palmeras estilizadas que aquí les llaman palmar alto. Su sombra rasgada se mezcla con la de otros árboles que me recuerdan al paisaje mediterráneo o continental: pino, eucalipto. Abrimos las ventanas para respirar el aroma intenso. No estamos yendo por la carretera de la costa. Nos dirigimos a Santa Teresa, un espacio protegido que gestiona el ejército de Uruguay y que alberga playas y bosques con reserva de animales. El acceso está controlado (por ejemplo, no pueden entrar perros) y hay que mostrar la documentación a la entrada. De pronto recuerdo que no llevo e pasaporte encima. Y mucho menos el DNI. Nervios. El guarda se acerca a nuestro vehículo parado frente a la barrera bajada. Me quedo callada e inmóvil. Conduce mi amiga uruguaya que habla con él vigilante, "venimos a pasar el día". En ningún momento menciona que somos extranjeros. Él sonríe, nos mira con indiferencia, sube la barrera y ni siquiera nos pide la documentación. Buuuf. Reímos aliviados cuando ya estamos al otro lado. 

Playa de El Barco 

Hoy sí me bañaré en el Atlántico, hace calor. La tarde anterior en La Balconada el agua estaba demasiado fría para mí y, como Malena y Quique al principio de Cuestairse, solo me mojé los pies. A mediodía, con un sol implacable, llegamos a la playa de El Barco, dentro del parque de Santa Teresa. Aquí las olas están medio tranquilas aunque siempre hay viento en la costa uruguaya y siempre el océano inmenso se mueve; el surf es casi una religión. Me explican mis amigos uruguayos que la playa se llama así porque encalló un barco en los años setenta del siglo pasado del que todavía quedan restos. No hay prisa, es como si el tiempo se parase. Se respira la esencia del mar y la libertad. Es naturaleza pura. Una especie de paraíso particular donde uno no puede negarse a adentrarse en las olas y sentarse luego en la orilla a mirar el horizonte. El agua está más templada que el día anterior.  Guardo para mi colección de recuerdos fósiles y piedras una concha de caracola y otra de almeja morada (me lo chivan, yo no sabía el nombre, solo me llama la atención el color amoratado). 

Por cierto, acerca de las palabras. Hablamos el mismo idioma, el castellano, pero "concha", en Uruguay, es como si en España dijésemos "coño", más o menos. “La concha de tu madre” es una expresión insultante y soez. Y "coger" equivale al "joder" de aquí. Por lo tanto, si "cojo una concha" es lo más ordinario del mundo, ya que "concha" sería el órgano sexual femenino. Recuerdo eso y evito nombrar la palabra, utilizo caparazón, que no se si es muy correcto. Pero con lo de "coger", que nosotros utilizamos para multitud de expresiones (coger el bus, coger conchas, coger el coche, coger la toalla, coger, coger...) los uruguayos sonríen una y otra vez, comprensivos. 

En un puesto junto a la playa compramos unas pascualinas, una especie de empanada rellena de verduras. Y también tarta de manzana y otra de membrillo (o algo parecido que estaba muy rico). Me lío con el cambio de pesos uruguayos cada vez que quiero calcular su valor en euros. No es barato, pero tampoco el precio es excesivo; más o menos lo que costaría en España. Lo único que al cambio la cantidad parece mucho mayor: diez euros son casi cuatrocientos veinte pesos uruguayos. Me acuerdo de las pesetas, sin nostalgia, pero entonces las cantidades eran mucho mayores. Diez euros eran mil seiscientas pesetas. Siento como si retrocediese en el tiempo. Y esta sensación la tendré también en Montevideo. Pero no adelantemos acontecimientos. 

En el bosque de Santa Teresa los animales corretean libres. Mientras comemos el picnic bajo los enorme árboles la Chancha Pancha se acerca.  Es una cerda de cientos de kilos y horrible cara que lleva años allí y es conocida por todos. La llaman así por una cerdita amable de dibujos animados (que yo no conozco, claro). 


También nos explican que  hay carpinchos, una especie de mezcla entre jabalí y ardilla, un roedor autóctono de Uruguay que no vemos más que en la señal de la carretera que advierte de su presencia. Sí vemos patos, ocas, pavos reales que campan a sus anchas por el parque. Pero lo que más me llama la atención son los jabalíes, familias enteras, muchos, no se asustan de los humanos ni atacan y comparten el espacio con los visitantes.   


Después de comer nos acercamos a un alto desde el que se divisa  otro paraíso de la naturaleza, la Playa de la Viuda. Recuerdo los versos de Benedetti , encuentro ahí su botella, llena de flores y piedritas y corales y piedritas del mar, como él deseaba: 

El mar es un azar,

qué tentación echar una botella al mar

Bajo nuestros pies enormes dunas, salvajes, que invitan a deslizarse. Desierto y mar. Naturaleza en estado puro, matorrales y arena, espacio natural y océano cristalino, el viento azotando levanta las olas y la espuma. De nuevo sensación de libertad, de vida. Es una plenitud que reconforta el espíritu, una unión de lo esencial, lo tangible y lo intangible.

Al poco llegamos a Punta Diablo. Hay un cartel frente a una casa: "Silencio, por favor, escuchemos el mar"

Punta Diablo

Los pescadores venden su pesca artesanal en puestos junto a la playa. Incluso se puede saborear cazones y corvinas recién hechos, y milanesas.  

Playa de Los pescadores Punta Diablo

Camino mirando al mar y vuelvo a la ficción, a Cuestairse. Imagino al abuelo Joan con sus enormes pies pisando la arena y varando la barca, aunque no sea esta playa la que aparece en la novela. Y recuerdo también a Santiago, el pescador de El viejo y el mar  (Hemingway, 1952).  "Decía siempre la mar: la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero siempre como si fuera una mujer". Es una bella reflexión pero para mí y para el abuelo Joan que era pescador y amamos el mar en la realidad y en la ficción, "todos los mares en el mar y el mar en todos los mares", en masculino, sí, también con pasión y con reflexión. 

Piedras y mar. En Punta Diablo huele a brasa y a mar, a pescado y a carne, a churros y a vida. Otra sorpresa: los churros se venden aquí por unidades, son mucho más recios y están rellenos de dulce de leche. Compramos algunos y en la ficción imagino a Malena niña saboreando uno junto a su abuela Patricia. La tarde es calurosa pero subimos hasta la punta del cabo.

Las piedras son como esculturas que atraen las pupilas. El mar azul, el océano inmenso, viento, siempre, olas que rompen su espuma blanca en las piedras y las refrescan. El sol implacable. Me compro un sombrero en la feria artesanal, un mercadillo de madera sobre las piedras y la arena, tengo la sensación de estar en una especie de barco con departamentos. Confieso que hubiese comprado muchas más cosas.  


Feria artesanal en Punta Diablo

Vamos un momento a casa de nuestros amigos cicerones en la zona. La casa es de piedra, hecha con sus manos, madera y piedra. Me explican que en esa zona no hay fuentes ni río y el agua que utilizan proviene de pozos subterráneos. Es agua potable de muy buena calidad. Confiesa mi amiga que cuando decidieron construir la casa en esa parcela no confiaba para nada que el zahorí encontrase agua con su sistema ancestral de búsqueda, pero fue verlo y creer pues señaló con su madera el punto donde excavar, lo hicieron y comenzó a brotar el agua. Por lo visto el pozo es uno de los más profundos e inacabables de la zona, así que tienen el agua asegurada sine die. A mí también me cuesta creerlo, pero la realidad es la que es. 


Flor del Plumerillo rosado

Tienen agua abundante y un frondoso jardín rodea la casa en los lados y en la parte de atrás. Descubro una preciosa flor, plumerillo rosado que jamás había visto aquí en el hemisferio norte. Su nombre la define. Es como un plumero en tonos rosas, pero no rosa pastel, es un rosa vigoroso, casi fucsia. Me explican que el arbusto es original de Brasil (que queda muy cerca de dónde estamos) y Uruguay. Hay mucha vida y mucha energía positiva en Punta Diablo. Es un buen lugar para "recargar pilas". 

Laguna Negra
Por la tarde vemos el atardecer en la Laguna Negra. Otra maravilla de la naturaleza. El sol se esconde en el agua dulce y aplaudimos otra vez, como el día anterior, cuando desaparece. Todos aplauden. La madre de mis amigos dice: “yo aplaudo para que vuelva a salir mañana”. Me río. Veremos todos los días ponerse el sol. como un ritual, mientras estemos en tierras uruguayas, un espectáculo gratuito y diferente en cada uno de los espacios que visitaremos. El agua del lago se tiñe de oscuro, el fondo es barro negro, pero el cielo pinta tonos violáceos y cerúleos. Baja la temperatura de pronto, como el día anterior, y de nuevo hay que ponerse el pantalón largo, el jersey, la gorra y el pañuelo al cuello. 

De camino al coche, una nueva sorpresa. Yo había oído hablar de luciérnagas pero pensaba que eran unos seres fantásticos, de cuento. Jamás las había visto. Aquí, en este viaje, los cuentos se hacen realidad. La noche se nos echa encima y de pronto, de la oscuridad, surgen miles de lucecitas que brillan, intermitentes, vuelan, van de aquí para allá. ¡Como describir el espectáculo! Es como estar dentro de un cuento de hadas, con gnomos y lucecitas. No quiero irme. La realidad supera mi ficción. La felicidad es indescriptible. Más sorpresas no caben ya en mí. Soy como una niña de cinco años descubriendo el mundo: noctilucas, playas paradisíacas, lagunas mágicas, luciérnagas en la noche. Pero hay que irse. Aunque resulta que una de esas minilinternas brillantes se cuela en el coche y nos acompaña en el viaje de regreso, como un pequeño destello intermitente en la guantera. Nos había dicho el padre de mi amiga que si las chafas huelen mal. No lo hacemos. No por el olor, sino por prolongar el espectáculo de magia que estamos viviendo. Agotados pero felices, cenamos en un mejicano. Tan rico no había comido yo nunca. Se nota que estamos más cerca. esto es América. En el hemisferio sur.

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