Siempre que se me presenta la ocasión, afirmo y reafirmo que las películas hay que verlas en salas de cine. Son muchos los argumentos que defiendo, desde que se concibió con ese propósito hasta que compartir la emoción y la experiencia con otros espectadores nos ratifica como seres sociales. Lo más hermoso, también, compartir la belleza cuando la película es arte, el séptimo.
Ese es el caso de Parthenope (Paolo Sorrentino, 2024).
Desde que en 1895 los Hermanos Lumière nos hechizaron en blanco y negro y en silencio con aquella máquina de tren que aterrorizaba a los espectadores por que creían que iba a atravesar la pantalla y atropellarlos, el cine nos ha regalado millones de imágenes icónicas y emociones intensas. Nada como disfrutar de ellas en una sala de cine.
Aunque confieso que con el avance de la tecnología y el escaparate de plataformas yo también caigo en la tentación de ver algunas películas en la pequeña pantalla del televisor. Vivimos en una sociedad en la que el tiempo nos absorbe y a veces los criterios de exhibición en salas juegan con nuestro destino y a lo que vamos a la taquilla, el criterio comercial ya ha retirado de la cartelera esa película que queríamos ver.
Por eso, en este caso, afirmo, reafirmo e insisto que Parthenope es para disfrutarla en una sala de cine, en la gran pantalla, sin distracción del timbre o el teléfono que pueda sonar en cualquier momento, sin la posibilidad de apretar el mando a distancia y levantarse para ir a por agua o a apagar el fuego de la cocina, sin estar pendiente de que al vecino de arriba se le ocurra ponerse a hacer gimnasia y aporree a saltos el techo de nuestro salón.
Parthenope nos invita a entrar en la magia del cine, abrir los ojos en la oscuridad y adentrarse en esa pantalla en la que resplandece tanta belleza como destreza. Cada plano es una obra de arte visual, como si estuviésemos disfrutando de un cuadro luminoso de Sorolla o Monet. El universo, elegante, crítico y decadente de Sorrentino ( La Gran belleza, 2013; Fue la mano de Dios, 2021; The Young Pope, 2016; The new Pope ,2019) se recrea en esta película a lo grande y ofrece al espectador una provocación de belleza y libertad, muerte, soledad, elegancia y, por encima de todo, una maravillosa luz mediterránea y una declaración de amor a la ciudad de Nápoles.
Sorolla |
Monet |
Homero narra en la Odisea un episodio en que Ulises, advertido por Circe, se ata al barco para disfrutar de la belleza del canto de las sirenas sin caer en su seducción y poder seguir el viaje. Cuenta la leyenda, heredera de la mitología griega, que una de esas sirenas era Parténope y que se suicidó por no haber podido conquistar a Ulises y quedó anclada junto a la costa en lo que hoy es Nápoles. Ese mito fundacional de la ciudad, tan adorable como caótica, está presente como alegoría en la película.
Sorrentino huye de los tópicos, no hay pizza napolitana, ni mafia ni pistolas en este relato. Todo deslumbra con el brillo de la elegancia y la belleza. Lo que nos ofrece el director es la historia de Parthenope, una sirena sin escamas, una mujer nacida en el Mediterráneo en los años cincuenta, arrojada a ese mar y desterrada de su propia inquietud. Una criatura sumamente bella e inteligente que se pregunta una y otra vez ¿Qué es la antropología?
Magníficamente interpretada por la exuberante Celeste Dalla Porta, Parthenope tan perfecta, tan ingenua en su crecimiento como atrevida e inconformista, caprichosa incluso, en ella no solo anida la belleza, sino un abanico de emociones: duda, dolor y soledad. Soledad que se representa en todos los personajes, en el profesor Marotta (Silvio Orlando), en el escritor John Cheever (Gary Oldman) e incluso en el clérigo Vescovo (Pepe Lanzetta). Qué maravilla de interpretaciones, todos ellos. Muestran la soledad del alma y la condición humana en su sordidez, pero incluso en esto, Sorrentino aporta belleza y elegancia.
Hay una línea narrativa alrededor de la juventud y el paso del tiempo, todo es efímero, todo es decadente al fin. El argumento se desarrolla en un mundo clasista pero caduco, una sociedad acomodada que vive a espaldas de esas calles laberínticas donde la miseria le da una bofetada de realidad a Parthenope cuando las visita. Los contrastes napolitanos.
La película roza los límites, cuestiona el papel de la Iglesia, muestra lo prohibido sin escandalizar. Esos excesos napolitanos en dosis justas para que no resulten desmedidos, como en el plano final, refiriéndose al fútbol. Una metáfora constante síntesis de la ciudad, del amor, de la libertad y la belleza.
Pero la belleza no lo es todo, la película invita a la reflexión. Cuando abandonas la sala de cine las imágenes permanecen en la retina y te preguntas por esa hermosura, que no implica felicidad per se. Es imposible ser feliz en medio de tanta belleza, dice el personaje llamado Il comandante (Alfonso Postiglioni). Casi como si fuese un pecado. Esa búsqueda de la felicidad es para la protagonista su pregunta recurrente: ¿Qué es la antropología?
El film interpela a la Iglesia, a la Universidad y a los cánones. Y parece también apuntarnos que la belleza está mas allá de lo que vemos. Y la libertad.
En ese estudio de la realidad humana Sorrentino nos ofrece, como un azote a la inteligencia y a lo establecido, soledad y decadencia, pero por encima de todo, belleza y cine, una película que no quieres que acabe nunca. En la retina permanece el precioso Mediterráneo, esa luz, esos ventanales, esa elegancia, el cuerpo de una mujer perfecta, como una sirena nadando al ritmo de una música acompasada a la acción, al ruido o al silencio.
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