jueves, 9 de enero de 2025

Parthenope, cine y belleza

Siempre que se me presenta la ocasión, afirmo y reafirmo que las películas hay que verlas en salas de cine. Son muchos los argumentos que defiendo, desde que se concibió con ese propósito hasta que compartir la emoción y la experiencia con otros espectadores nos ratifica como seres sociales. Lo más hermoso, también, compartir la belleza cuando la película es arte, el séptimo. 
Ese es el caso de Parthenope (Paolo Sorrentino, 2024).




Desde que en 1895 los Hermanos Lumière nos hechizaron en blanco y negro y en silencio  con aquella máquina de tren que aterrorizaba a los espectadores por que creían que iba a atravesar la pantalla y atropellarlos, el cine nos ha regalado millones de imágenes icónicas y emociones intensas. Nada como disfrutar de ellas en una sala de cine. 

Aunque confieso que con el avance de la tecnología y el escaparate de plataformas yo también caigo en la tentación de ver algunas películas en la pequeña pantalla del televisor. Vivimos en una sociedad en la que el tiempo nos absorbe y a veces los criterios de exhibición en salas juegan con nuestro destino y a lo que vamos a la taquilla, el criterio comercial ya ha retirado de la cartelera esa película que queríamos ver. 

Por eso, en este caso, afirmo, reafirmo e insisto que Parthenope es para disfrutarla en una sala de cine, en la gran pantalla, sin distracción del timbre o el teléfono que pueda sonar en cualquier momento, sin la posibilidad de apretar el mando a distancia y levantarse para ir a por agua o a apagar el fuego de la cocina, sin estar pendiente de que al vecino de arriba se le ocurra ponerse a hacer gimnasia y aporree a saltos el techo de nuestro salón. 

Parthenope nos invita a entrar en la magia del cine, abrir los ojos en la oscuridad y adentrarse en esa pantalla en la que resplandece tanta belleza como destreza. Cada plano es una obra de arte visual, como si estuviésemos disfrutando de un cuadro luminoso de Sorolla o Monet. El universo, elegante, crítico y decadente de Sorrentino ( La Gran belleza, 2013Fue la mano de Dios, 2021The Young Pope, 2016;  The new Pope ,2019) se recrea en esta película a lo grande y ofrece al espectador una provocación de belleza y libertad, muerte, soledad, elegancia y, por encima de todo, una maravillosa luz mediterránea y una declaración de amor a la ciudad de Nápoles.

Sorolla

Monet
 









Homero narra en la Odisea un episodio en que Ulises, advertido por Circe, se ata al barco para disfrutar de la belleza del canto de las sirenas sin caer en su seducción y poder seguir el viaje. Cuenta la leyenda, heredera de la mitología griega, que una de esas sirenas era Parténope y que se suicidó por no haber podido conquistar a Ulises y quedó anclada junto a la costa en lo que hoy es Nápoles. Ese mito fundacional de la ciudad, tan adorable como caótica, está presente como alegoría en la película. 





Sorrentino huye de los tópicos, no hay pizza napolitana, ni mafia ni pistolas en este relato. Todo deslumbra con el brillo de la elegancia y la belleza. Lo que nos ofrece el director es la historia de Parthenope, una sirena sin escamas, una mujer nacida en el Mediterráneo en los años cincuenta, arrojada a ese mar y desterrada de su propia inquietud.  Una criatura sumamente bella e inteligente que se pregunta una y otra vez ¿Qué es la antropología?

Magníficamente interpretada por la exuberante Celeste Dalla Porta, Parthenope tan perfecta, tan ingenua en su crecimiento como atrevida e inconformista, caprichosa incluso, en ella no solo anida la belleza, sino un abanico de emociones: duda, dolor y soledad. Soledad que se representa en todos los personajes, en el profesor Marotta (Silvio Orlando), en el escritor John Cheever (Gary Oldman) e incluso en el clérigo Vescovo (Pepe Lanzetta). Qué maravilla de interpretaciones, todos ellos. Muestran la soledad del alma y la condición humana en su sordidez, pero incluso en esto, Sorrentino aporta belleza y elegancia


Hay una línea narrativa alrededor de la juventud y el paso del tiempo, todo es efímero, todo es decadente al fin. El argumento se desarrolla en un mundo clasista pero caduco, una sociedad acomodada que vive a espaldas de esas calles laberínticas donde la miseria le da una bofetada de realidad a Parthenope cuando las visita. Los contrastes napolitanos


La película roza los límites, cuestiona el papel de la Iglesia, muestra lo prohibido sin escandalizar. Esos excesos napolitanos en dosis justas para que no resulten desmedidos, como en el plano final, refiriéndose al fútbol. Una metáfora constante síntesis de la ciudad, del amor, de la libertad y la belleza. 
Pero la belleza no lo es todo, la película invita a la reflexión. Cuando abandonas la sala de cine las imágenes permanecen en la retina y te preguntas por esa hermosura, que no implica felicidad per se. Es imposible ser feliz en medio de tanta belleza, dice el personaje llamado Il comandante (Alfonso Postiglioni). Casi como si fuese un pecado. Esa búsqueda de la felicidad es para la protagonista su pregunta recurrente: ¿Qué es la antropología?
El film interpela a la Iglesia, a la Universidad y a los cánones. Y parece también apuntarnos que la belleza está mas allá de lo que vemos. Y la libertad. 

En ese estudio de la realidad humana Sorrentino nos ofrece, como un azote a la inteligencia y a lo establecido, soledad y decadencia, pero por encima de todo, belleza y cineuna película que no quieres que acabe nunca. En la retina permanece el precioso Mediterráneo, esa luz, esos ventanales, esa elegancia, el cuerpo de una mujer perfecta, como una sirena nadando al ritmo de una música acompasada a la acción, al ruido o al silencio.

Es para ir al cine y verla en la pantalla grande. Un regalo. 



👉 Tráiler

jueves, 21 de noviembre de 2024

Cientos de ojos extrañados

“Podemos ser leídos de muchas y variadas maneras, tantas como nosotros leemos la vida propia y la ajena”
Agustín Fernández Mallo, Madre de corazón atómico, pagina147

Agustín Fernández Mallo estuvo en Zaragoza el 29 de octubre presentando su último libro, Madre de corazón atómico (Seix Barral, 2024), cuya sinopsis determina como "una apasionante novela biográfica que recorre todo un siglo a partir de la memoria familiar". El autor explicó en esa presentación desde el porqué del título —secuencia muy entrañable junto a su padre que aparece en la narración y que me regala además la melodía de un disco de Pink Floyd que hacía mucho tiempo que no escuchaba— a muchas otras secuencias que discurren con él, su padre, un hombre de ciencia, veterinario de profesión que le enseñó a vivir con extrañamiento. Esa enseñanza de ver la vida y las cosas asombrándonos de la realidad al colocar a ésta en otro punto de vista, más original, menos cómodo, más allá de lo habitual, más desautomatizado, la aplica el autor en esta narración, como propuso Víctor Shklovski, sin metáforas irreales, desde una/otra realidad sin moralinas y sin nostalgia. Con mucho amor. Desde el extrañamiento, Fernández Mallo manifiesta el amor hacia su padre.

Esa misma tarde, mientras me firmaba el ejemplar, le dije a Agustín que éste es el primero de sus libros que iba a leer, tengo en mi lista de pendientes El libro de todos los amores (Seix Barral, 2022). Al hilo de esto, un inciso/apunte egocéntrico. Esta semana, a la entrada de la Biblioteca de Aragón, en la estantería de recomendaciones estaba mi novela Cuestairse muy cerca de ese libro de Fernández Mallo, «será una señal para que lo lea enseguida», pensé, pero por encima de todo me hizo una ilusión infinita ver mi primer libro publicado junto a otro de un autor al que ya admiro tras leer su Madre de corazón atómico. El día de la presentación le anuncié que escribiría una reseña en mi blog si el libro me gustaba: «Para que gastar energía en dilapidar a quien ha puesto esfuerzo, tiempo y cariño en una obra, si no me gusta, mejor me callo y ya está», creo que le dije. Por eso, en este espacio, casi todas las entradas son positivas, como me apuntan algunos de los lectores.

Agustín Fernández Mallo en Zaragoza 29 octubre 2024

Pues aquí estoy, después de leer Madre de corazón atómico y disfrutar no solo de la lectura, sino del extrañamiento que contagia, una novela que basa su narrativa en la realidad que ha vivido el autor frente a la muerte de su padre: “la muerte es el único acontecimiento humano que, por muy repetido que sea, por mucho que de antemano sepamos que ocurrirá, siempre es totalmente nuevo” (página 48) “cuando llega nos da un colosal susto; no la entendemos”,  añade páginas después.

El hijo, se posiciona ante esa muerte, la de su padre, con extrañamiento, y aunque gire alrededor de ella, no es un libro nostálgico y triste, el autor escribe lejos del drama una narración de vida y amor. “La muerte no existe, el amor sí”, dijo el día de la presentación. También nos habló del tiempo que tuvo que transcurrir desde que comenzó a pensar esta obra y la escribió hasta su publicación, doce años. De ello también escribe en esa metaliteratura que recorre fluidamente la narración: “Escribir ficciones y morir son cosas contrapuestas (…) sólo podemos narrar aquello que vemos tan lejano que para nosotros está muerto, y allí donde acontece una muerte con total seguridad tarde o temprano aparecerá una ficción (página 51).

El autor describe algunas de las vivencias con su padre, desde su propia memoria, y otras que ocurrieron antes de nacer él, a través de un viaje por América que intenta rehacer o por los espacios, objetos y fotografías que le rodean, e incluso a través de la mirada vacía de su padre cuando comienza su deterioro cognitivo. Siempre desde el alejamiento necesario en el tiempo y en el propio extramiento. “Comencé a verle desde fuera, con menor implicación afectiva, distancia emocional que, por paradoja, me llevaba a implicarme incluso más en lo que habían sido su pasado y sus motivaciones vitales, hasta entonces ajenas a mis intereses” (página 127)

Desde una economía en el lenguaje, una corrección poética y una narración ágil y amena, Fernández Mallo abre la mente y el corazón del lector al misterio de la existencia. Es la narración de las anécdotas y los hechos lo que muestra esa filosofía vital y esa esencia de las cosas desde el extrañamiento que su padre le mostró; las cosas son siempre mucho más bellas y complejas de lo que percibimos a simple vista, y el Fernández Mallo lo muestra a través de una fórmula matemática escrita en un papel o una fotografía de dos personas lavando un coche en 1957.

Distingue el autor entre ficción y fantasía, “las buenas narraciones cuentan una verdad y media”, hay que educar el ojo para ver esa parte irreal sin caer en la ñoñería o la personificación de le mentira. Si nos extrañamos ante la verdad para descubrir ese otro punto de vista, no estamos inventando fantasía, sino que estamos viendo otra realidad que también es.

Los objetos, por ejemplo, de un muerto, aunque a veces inservibles, son la presencia (y la ausencia) de ese ser querido. “El muerto reaparecerá, se hará presente en tu vida muchas veces y de mil formas distintas”. Para el autor, la muerte no es el final, es un punto de partida. Por mi experiencia (y por mi edad), he visto morir a muchos de mis seres queridos, año tras año, funeral tras funeral, he vaciado sus habitaciones y vivido muy de cerca lo que el autor narra. Los muertos nos acompañan en cada objeto, en cada espacio, en cada fotografía, y siguen a nuestro lado. Yo siempre repito que “nadie muere mientras vive en la memoria de alguien, mientras sea recordado”. En este caso, el padre de Agustín, vive en este libro y vivirá eternamente en tanto en cuanto la química mantenga el papel en anaqueles de bibliotecas y la física o la biología permita que nuevas retinas discurran por las letras escritas, cientos de ojos extrañados que leerán una y otra vez esta obra. Hay mucho amor en el libro que se propaga en cada palabra y cada página, surge de cada reflexión y cada anécdota, bien de un viaje en busca de unas vacas y de cientos de ojos que miran a través de un pasto en Iowa, sean luego vacas o cerdos, o del niño que arrastra un cerdo durante la Guerra Civil a través de los montes de León y se hace hombre al final de la travesía. “A posteriori las cosas cobran el sentido que queramos darles. La memoria es literatura o no es” (página 22)

Y en este extrañamiento frente a la muerte de su padre, en esa búsqueda de la realidad, Agustín Fernández Mallo nos conduce también a encontrarnos un poco más a nosotros mismos. Libro muy inteligente, tierno y enriquecedor. Madre de corazón atómico (Seix barral, 2024)

Presentación en Zaragoza  Madre de corazón atómico

 
El libro de todos los amores y Cuestairse en la Biblioteca de Aragón

lunes, 21 de octubre de 2024

Por encima de todo, cine


Vengo de ver La habitación de al lado, la última película de Pedro Almodóvar que se estrenó anteayer.
Es una pieza de arte, casi un poema en imágenes. Una obra para la reflexión, más allá de que cada uno esté de acuerdo o no con decidir poner fin a su vida "cuando resulta insufrible", en palabras del propio director.

Es este un Almodóvar contenido y elegante, sereno y profundo. Vida y muerte, alegría y dolor, felicidad y soledad, colores, libros, música, emociones, sonrisas, enfermedad, justicia, dignidad, libertad, Huston y Joyce, Keaton y Faulkner, Nueva York, el bosque, la nieve, el sol. Todo está en La habitación de al lado. Y, por encima de todo, cine.
 
Dos actrices, Tilda Swinton y Julianne Moore, magníficas; una dirección de fotografía de Eduard Grau tan elegante como sugerente; la música de Alberto Iglesias, una delicia en armonía con la historia, quizás en algunas secuencias en exceso, por poner algún pero. Me sobran también algunas referencias bélicas y hay en el final algo que yo no hubiese incluido (que no explico para no espoilear), pero a pesar de todo creo que esta película destaca en la extensa filmografía almodovariana.

Nieva en mis pestañas cuando salgo de la sala; no puedo más que romper el nudo de mi garganta con estas cuatro palabras escritas en mi móvil mientras voy en el autobús de regreso a casa y mostrar mi admiración hacia Pedro Almodóvar, tan odiado como amado, que evoluciona en cada una de sus propuestas superando lo insuperable. Gracias.

Sé que sus películas son esperadas y no necesitan publicidad, además esta viene avalada con el León del Festival Internacional de Venecia, pero yo insisto: Id a verla. Y en versión original, claro.

domingo, 6 de octubre de 2024

Luz que traspasa

Miércoles 2 de octubre. No conocía al autor, Juan Trejo (Barcelona, 1970), aunque obtuvo el Premio Tusquets de novela en 2014 por La máquina del porvenir.  Presentaba su nuevo libro en Zaragoza de la mano de María Angulo, a quien sigo y admiro, profesora de Periodismo e investigadora en el proyecto Transficción, en el que se enmarcaba el evento. Sólo por eso ya aportaba un sello de garantía y decidí acudir a la presentación de Nela 1979 (Tusquets, 2024). Llovía a chuzos, el autobús se demoraba más de veinte minutos y no había ningún taxi a la vista, así que fui caminando, llegué tarde y empapada, y me perdí la intervención de María. Pero escuché con atención al autor que, vehemente y emocionado, fue desgranando algunos aspectos de su novela. No había ido con intención de comprarla pero me convenció y así se lo dije mientras me la firmaba con una preciosa dedicatoria, un "gesto de amor". 

Juan Trejo con María Angulo en la presentación. Fotografía de Laureano Debat

Tenía yo otras lecturas pendientes y planificadas pero, no sé si por su exposición o por que la historia se localiza en la Barcelona de los setenta que yo conocí o por el título del primer capítulo, Donde habita el olvido (el mismo de este blog), o por la foto de la cubierta, comencé a leerla el viernes.

Viernes 4 de octubre. Miro esa foto de la cubierta una y otra vez, durante la lectura, me detengo, vuelvo a las páginas, regreso a la foto y siento que he encontrado una nueva amiga, Nela

Dos días, los mismos que ella estuvo en el hospital hasta que murió, me ha llevado leer el libro que ha escrito su hermano, Juan Trejo. Tan solo dos días y ya la conozco un poco, es mi nueva amiga, me ha traspasado su luz, como desearía el autor.

Nela 1979 (Tusquets, 2024) es la historia de su revelación, como escribe Trejo, no para desenterrarla, sino para poner nombre en su tumba, para otorgarle la dignidad que le robó el silencio y el olvido.

 "Tengo claro lo que deseo, más que desenterrar a Nela es darle la sepultura que merece, no dejarla tirada, apartada en un rincón de la historia, sino precisamente cerrar su tumba y colocar encima una lápida en la que pueda leerse su verdadero nombre y el año de su muerte. Quiero que se sepa que existió, que vivió en un momento y en un lugar concretos, y que compartió su suerte, o su infortunio con un motón de jóvenes que, al igual que le ocurrió a ella, han sido borrados injustamente de la versión oficial, pero merecen ocupar su propio lugar en el pasado" (página 200)

Domingo 6 de octubre. Después de leer el libro siento a Nela muy cerca, quizás porque yo también vivía en Barcelona en aquellos años, aunque no me embarqué en la contracultura ni estuve en las jornadas libertarias del Parc Güell, ni fui de la plaza San Felip Neri. Pero reconozco algunas de sus picardías que yo también hice, como ir andando al instituto y guardar las monedas del autobús para con ellas comprar tabaco. O irse de casa: "una hija que quería irse de casa en esa época tenía que hacerlo a las bravas, cerrando la puerta al salir" (pág. 160". Yo tengo tres años menos, soy de la primera generación del BUP, como su hermana Carmen, y aunque recuerdo bajar a las Ramblas y correr delante de "los grises" en más de una ocasión huyendo de sus porras o bailar sardanas en la Plaza de la Catedral, mi inocencia se movía por encima de la Diagonal, en Sant Gervasi y la Bonanova. "En esa época, Barcelona era varias ciudades en una, tenía diferentes capas de realidad en las que desarrollarse" (pág. 167). Y se percibían las diferencias de clase que menciona el autor, aunque se disfrazaran en una igualdad descafeinada. Como he dicho, yo vivía en la parte alta de la ciudad, en un barrio pijo y curse los dos últimos años de BUP en el colegio más pijo de Barcelona, pero ni mi familia ni yo podíamos aspirar, ni yo lo quise nunca, pertenecer a esa clase: mis padres no eran ni burgueses ni nacidos en Barcelona, ella de un pueblo aragonés y él de L´Hospitalet, así que algunas veces noté un poco lo que un maleducado le respondió a Juan cuando le preguntó si recordaba a su hermana, la indiferencia.

Me ha traspasado la lectura, no solo por los espacios (mi primera comunión se celebró en un restaurante de la República Argentina y mi mejor amiga vive, todavía hoy, al otro lado del Puente de Vallcarca que cruzo a menudo cuando visito Barcelona), sino por el acercamiento a la personalidad de la protagonista y la narrativa sincera del autor. Siento que Nela y yo tuvimos en común algo más que los espacios, una época que pasaba del gris al color, un afán de libertad y de conocimiento, una rebeldía contra las reglas y contra el mundo preestablecido que queríamos cambiar

No me gustan las fajas de los libros (aunque, como vivo en una eterna paradoja, las guardo todas y las vuelvo a colocar cuando los he leído), me parecen un signo pretencioso y publicitario, que lo son a partes iguales, lo primero por parte del autor y lo segundo por parte de la editorial, pero en este caso contienen frases de dos de mis autores preferidos: Manuel Vilas y Sergio del Molino, y de Agustín  Fernández Mallo, del que tengo pendiente Madre de corazón atómico (Seix Barral, 2024). Los tres elogios que figuran en la faja son en este caso muy certeros, no son hipérboles ni aderezos superfluos, sino que aportan aspectos y puntos de vista, positivos de la novela: relato hipnótico, historia de amor, proeza íntima y generosa, contado con precisión y emocionalidad, llena de ternura, que nos interpela a todos. He mezclado las frases y los adjetivos de los tres autores y suscribo todo; en este caso, la faja no oprime.

Juan Trejo comienza la narración en primera persona y ya en el planteamiento el lector (o por lo menos a mí me ha ocurrido) empatiza con él, quiere continuar leyendo y acompañarle en esa búsqueda para conocer a Nela, su hermana muerta cuando él era un niño, una chica de 21 años cuyo nombre y recuerdo fueron silenciados en la familia, tanto para olvidar el dolor como la escasa y corta vida de Nela, su rebeldía y su búsqueda de libertad

El libro arranca y discurre trepidantemente pero paso a paso, sin tregua ni concesiones que permitan al lector abandonar la lectura. De prosa ágil, reflexiones ubicadas con tanto acierto que la trama no se interrumpe, personajes que van apareciendo y se van describiendo en la propia acción. El narrador, en presente, nada a veces en la metaliteratura y cuestiona el sentido de la propia obra. Como una crónica Juan comparte cada paso que le acerca a su hermana, cada pista y cada desánimo,  colorea esa tristura que le va tiñendo, pero también el amor que crece a medida que conoce un poco más a esa hermana mayor que vivió y murió demasiado deprisa. Trejo va trazando el proceso de construcción narrativo y el descubrimiento del personaje. Una narrativa literaria que traspasa la realidad para llevarla a la ficción con elegancia y sutileza. De nuevo y siempre, ficción y realidad entrelazados en la vida y en los libros.

¡Qué descubrimiento, la libertad en mayúsculas, eso quería Nela! El hedonismo sin reglas establecidas, la rebelión contra el mundo que por herencia le esperaba: convertirse en una mujer que entonces todavía pasaba de la tutela del padre a la de un marido, eso no quería ella que se fijó una visión más abierta de la existencia. Pero la vida alternativa que eligió le presentó nuevos protagonistas, entre ellos, la heroína.

De todas maneras, Nela 1979 no va de drogas. El libro va de la joven Nela, soñadora, alegre, rebelde e ingenua, y de una época y una sociedad que perseguía abrir nuevas formas de vida, más en común y con menos normas, de la contracultura barcelonesa en la segunda mitad de los años setenta, con Franco agonizante y muerto pero no enterrado del todo. En esa época, esos cinco años, que se recogen en el documental Barcelona era una fiesta (Vila San Juan, 2010), Nela fue víctima de ese "exceso de inocencia y exceso de transgresión" que Pep Bernardas describe al autor en una entrevista que el autor menciona en la página 179.

En esos tres años de diferencia que me llevo con Nela quizás ya el miedo hacia la droga estaba más extendido, digamos que no fui de las pioneras, había un poco más de información, aunque intuyo que algunas de mis compañeras de colegio caerían también en la trampa de la heroína. Siempre tuve mucho miedo, no sé si por el libro que leí con 15 o 16 años, Pregúntale a Alicia publicado en 1970 como anónimo, el diario de una chica que se va de casa y es adicta al LSD, o por la cantinela constante en casa y en el colegio. Los porros circulaban, sí, pero los alejé de mi. 

El autor dosifica muy bien la información así como la estructura del relato de manera que el interés en la lectura va in crescendo. Sabemos el final desde el principio, pero queremos conocer a Nela. El libro es la declaración de amor de un hermano que desnuda parte de su vida familiar y, sobre todo, muestra una verdad muy sincera. Es un atrevimiento arriesgado.

Hay sonrisas y lágrimas en el libro, hay un cine que yo frecuentaba, el Atenas, hay un primer capítulo que se llama como este blog. Todo me atrajo desde el principio y ahora que he llegado al final no puedo más que recomendar su lectura, por la forma, por el contenido y, sobre todo, por la verdad y la emoción que el autor nos obsequia. Una historia marcada "en un principio por el dolor y la tristeza, también por la incomprensión y la nostalgia, pero teñido ahora por la serena alegría y la consciente satisfacción que ofrece el haber optado por el recuerdo para honrar unas vidas que, sin duda, acabaron demasiado pronto" (pág.313).  La de Nela y la de muchas y muchos jóvenes de su generación.

Por ello quiero mostrar públicamente mi agradecimiento por presentarme una nueva amiga, su hermana Nela, que veo una y otra vez en esa foto de la cubierta y contracubierta, con toda su luz y su alegría. 

Me queda pendiente ver la película Sonrisas y lágrimas, y quizás también llorar sin saber muy bien por qué. Tal vez porque sí.


Para Nela, de mi rosal, que todavía florece en este otoño cálido


lunes, 30 de septiembre de 2024

Vayan al cine en el 47

El cine, además de arte, es un medio de comunicación que permite transmitir emociones contando historias reales, como la literatura, o denunciar hechos que el paso del tiempo ha arrinconado, o todo lo contrario, inventar mundos diferentes en los que volcar nuestros sueños. Construir ficción, con lo real con lo inventado, lo ocurrido y lo recreado, lo que no ha existido jamás y lo que sí, fantasía versus realidad.

Hubo una época en que las películas que denunciaban o contaban historias de injusticias o hechos ocurridos en la realidad mostrando la parte desfavorecida se denominó cine social. Tiene muchos detractores, los que opinan que el cine, como arte, es algo que va más allá, o los que defienden la postura que el cine es un espectáculo y como tal está destinado a entretener, divertir.

La cartelera ofrece en las pantallas estos días una película que cumple todas esas premisas: podría ser cine social, podría ser una obra de arte, podría ser una pieza que entretiene y divierte, y además, y sobre todo emociona. El 47


Vayan a verla. La trama desarrolla una episodio que ocurrió en Barcelona en los años 70, en el barrio de Torre Baró, una zona de infraviviendas que los inmigrantes (extremeños y andaluces sobre todo) construyeron con sus propias manos. NO quiero desvelar mucho, porque cada una de las secuencias ofrece muchas capas de lectura, pero el guion está muy bien estructurado y narra desde la llegada de esos trabajadores a la ciudad condal, a finales de los 50, hasta la reivindicación de mejoras básicas (agua, luz, y transporte urbano). Así, Manolo Vital, un conductor de autobús que vivía en el barrio, cansado de recorrer oficinas y despachos con solicitudes y demandas, opta por secuestrar un autobús de la línea 47, algo tan sorprendente como arriesgado. 

La magnífica interpretación de Eduard Fernández llena la sala de cine de veracidad y emoción, y la planificación del director, Marcel Barrena, ofrecen al espectador la impresión de que aquello que ve en pantalla es real, trasladándole a la Barcelona de los años 70. Yo, que entonces vivía allí, reconozco la ciudad en esas imágenes documentales que salpican la historia y en cada detalle que una magnífica dirección de arte ofrece, 

El 47. Emoción con elegancia y sencillez, una narración honesta de la realidad pero con esas dosis de ficción que atrapan al espectador. De lo mejor que ha hecho hasta ahora Marcel Barrena. Y yo, sin necesidad de ver ninguna otra película, le daría el Goya a mejor actor a Eduard Fernández.



domingo, 29 de septiembre de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (IX)

Termino con este post la serie de crónicas viajeras al hemisferio sur. 

3 febrero San Blas. Vamos en el bondi (autobús en porteño) hasta el centro y callejeamos a pesar de la ola de calor. Sigo encontrando tiendas decadentes por todas partes, galerías oscuras con garitos que podrían ofrecer cualquier cosa. Y muchos vagabundos, miseria. Es sábado y hay menos actividad en la ciudad. En el centro huele a orines y a tristeza. Hay grafitis en todas las puertas. Muchas cerradas. Muchos candados y rejas. Y sin embargo sentimos la inseguridad de sentirnos observados por el caco, el carterista, el atracador que roba para cenar esa noche o para pagarse la dosis de droga. Mi imaginario de la Barcelona de cuando era niña, en los setenta establece una comparación inevitable.



En la fachada de la Biblioteca nacional pende un enorme cartel de Julio Cortázar. Los símbolos visuales me llaman la atención, como una enorme pintura  de Eva Perón en la fachada de un rascacielos que hemos visto desde el autobús. 
 

En la Plaza del Congreso todavía se aprecian los efectos de las manifestaciones, ya lo expliqué en el post VII de esta serie, las protestas por la Ley de Milei han arrancado adoquines. La policía vigila las calles con chaleco antibalas por toda la ciudad y cuando se prevé alguna concentración se agrupan "tocineras" que me recuerdan los años setenta en Barcelona, las manifestaciones y los grises esperando con sus porras en las Ramblas y aledaños. 


En la Plaza de Mayo una rata cruza a pleno sol por delante de nosotros. Son las 13 horas. La enorme bandera argentina ondea en medio de los jardines y sobre la Casa Rosada. Imagino a Eva Perón asomada a esos balcones. 

Imagino también a las madres y a las abuelas de tantos desaparecidos, girando alrededor del centro de la plaza, con sus pañuelos blancos y las fotos de sus hijos y nietos, jóvenes, de los que todavía quedan muchos por descubrir el paradero de sus restos. Silencio y mentiras, dictadura, torturas e injusticias. Federico Bianchini escribió el proceso de una víctima, secuestrada cuando era un bebé, entregada a un militar que la educó y engañó como si fuese su hija, y que descubrió que Tu nombre no es tu nombre. (Libros del KO). También la película Argentina, 1985, con un magnífico Ricardo Darín interpretando al fiscal Julio Strassera que se atrevió a llevar a los tribunales a la cúpula militar por esos crímenes y atrocidades. El film obtuvo, entre otros premios, el Goya a mejor película iberoamericana y está basada en las grabaciones reales del juicio que se puede ver íntegro en Filmin. No pude visitar los espacios sobre la memoria que se han habilitado en lugares donde se torturaron y detuvieron a tantas personas, pero queda pendiente para el próximo viaje, como el ex ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada).


En uno de los laterales de la enorme Plaza de Mayo se encuentra la Catedral. Nos acercamos a ver el cambio de guardia que por casualidad se está llevando a cabo (en realidad lo hacen cada dos horas) y es el relevo de los dos guardas que custodian el mausoleo del general San Martín, libertador y padre de la patria Argentina, que se encuentra en el interior de la iglesia. Desfilan firmes y ajenos a los curiosos que observamos y disparamos nuestras cámaras móviles.



En la catedral encontramos también la referencia al actual Papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio), que fue obispo en esa diócesis antes de viajar a Roma definitivamente. 

No lejos de allí, a diez minutos caminando, llegamos a Puerto Madero. Me llama la atención lo viejo y lo nuevo, lo menesteroso y lo abundante, los contrastes de encontrar nuevos edificios y rascacielos ostentosos. Cruzamos el Puente de la Mujer sobre el Río de la Plata, diseñado por el español Santiago Calatrava y que según la perspectiva me recuerda un poco a la pasarela sobre el río Ebro en Zaragoza . 


Se nota que es febrero, como nuestro agosto, época vacacional. En zonas que no son turísticas están las calles desiertas, adormecidas. El sol ilumina implacable y proyecta las sombras alargadas de los edificios sobre el vacío del asfalto.


Por la tarde nos acercamos a la Calle Florida, que es peatonal, calle de shopping le llaman allí. De nuevo, contraste. Huele a Chanel y Christian Dior. Las tiendas imitan a Europa. 

Se escuchan constantemente voces y susurros de “cambio, cambio”. Hay tráfico de pesos y dólares y hombres delgados ofrecen incansables el mejor precio para el cambio. En algunos establecimientos se admiten, e incluso prefieren, dólares. Pero hay varias tipologías, como el dólar blue, un beneficio para los turistas que aporta un precio al cambio mejor. Nosotros cambiamos nuestros dólares en oficina de Western Union, que abundan y ofrecen más seguridad que los estraperlistas callejeros.

Como ocurre en Madrid o Barcelona en que los edificios de solera se transforman en centros Primark o HM, aquí hay un centro comercial llamado Galerías Pacífico al que entramos, no para comprar, sino para admirar sus murales en las bóvedas interiores y su espectacular arquitectura. 
Está en la esquina de las calles Florida y Córdoba y al salir, se nos acercó un matrimonio mayor y nos dijo que nos estaban siguiendo, que tuviésemos cuidado, que habían notado que unos cacos nos habían echado el ojo para robarnos y venían detrás de nosotros. No percibimos a nadie que nos siguiera pero aceleramos el paso y huimos de la zona apresuradamente. Luego en el apartamento nos dijeron que los que nos habían avisado, en realidad, estaban dando la seña a sus cómplices para señalar que éramos buen objetivo, se nos veía turistas a los que robar. Aunque lo hubiesen conseguido, no llevábamos más que los móviles, las tarjetas del omnibus, poco efectivo y nuestras tarjetas de crédito. Pero vaya, que constatamos la inseguridad latente, esa que venía percibiendo desde Montevideo y que ya expliqué en los posts anteriores.


Más cosas a destacar, agradables, que me llamaron la atención, o que me enamoraron de Buenos Aires. 

La primera librería que se instaló en Buenos Aires, frente a la Iglesia de San Ignacio, en la manzana de las luces. Le llaman la Librería del Colegio pues los jesuitas, además de esa iglesia, construyeron al lado el Real Colegio de San Carlos. Es domingo y está cerrado, pero a través de las rejas y en el escaparate observo algunos ejemplares de viejo que de buen gusto me hubiese llevado. 


 
Buenos Aires está poblada de mausoleos, esculturas y banderas. Símbolos. Nos acercamos también al  de Manuel Belgrano, que fue el diseñador del sol y las rayas celeste y blanco de la bandera argentina.

Percibo un nacionalismo que sobrevive a la miseria, un orgullo de pertenencia que dignifica al porteño. Y persisten también muchos edificios mastodónticos, como por ejemplo la estación de tren y otros que imitan a Europa de principio de siglo y son la prueba del auge que Argentina vivió a principios del siglo XX. Luego pasó de ser el granero de Europa a no se sabe muy bien que. Pero adora a sus símbolos: la Bombonera y el fútbol, Maradona, Evita, Mafalda. Y los mantiene vivos en el recuerdo y en las calles. 

Me enamoro del Mercado San Telmo y de todo el barrio, centro antiguo de la ciudad que conserva sus calles y sus casas, y es un hervidero de paseantes y mercadillos, artesanos y músicos callejeros, tango, mate, pizza y asado argentino. Y Mafalda.

Me sorprende, de nuevo, la carne deliciosa que comemos en barrio San Telmo. El solomillo no lo cortan con cuchillo, sino con cuchara. Me acuerdo de los cochinillos segovianos cortados con el plato. El restaurante, como es habitual, refleja el futbol omnipresente en la sociedad. 


Me enamora el tango callejero, aunque esté destinado a turistas como nosotros. Tango. Sensual. A ritmo de calle. Sombrío. Seductor y popular. 





Buenos Aires baila y recuerda su época de esplendor, pero la realidad actual es muy dura. Como los bancos callejeros.  Tienen la apariencia de acolchado pero sólo con tocarlos uno se percata de que es pura piedra, un engaño. Están poco cuidados y sucios. El paseante sigue caminando y no se sienta.


Por la noche estamos agotados, física y emocionalmente. Buenos Aires es una gran urbe, rebosa vida y pobreza, contrastes. arte y, estos días, mucho calor. Nos acercamos hasta la zona donde estamos alojados y en Talcahuano encontramos una pizzería que todas las noches tiene unas colas larguísimas. El cuartito, se llama. Intentamos ver si hay una mesa (la cola es de los que se llevan la pizza a casa) y tenemos suerte. Ya no es la pizza, que también, es al ambiente, todo el espacio decorado con motivos futbolísticos, todo muy porteño. Enorme también la pizza, como es todo aquí en Buenos Aires. Nos sobra la mitad, así que nos la llevamos para el apartamento. Cena para mañana. 
 




El día que regresamos a España, en el aeropuerto Ezeiza, el funcionario que revisa nuestros pasaportes en el control de la aduana nos pregunta: ¿Cómo les trataron en Argentina? . Muy bien, respondemos, Los argentinos sois muy amables y cariñosos, muy risueños y acogedores. "Pero que mal tenéis el país, me atrevo a añadir.  Solo con ver la capital una ya se imagina el resto.

Entonces él me explica que su abuelo era español, que llegó allí desde Valencia en el 36. Y yo pienso en el abuelo Joan, de mi novela Cuestairse.  Nos sigue contando que ahora, la bisnieta es decir, su hija, se vuelve para España por que no hay quien sobreviva con dignidad y esperanza de prosperidad en Argentina. 


 
Y pienso en Cuestairse, en Joan, Claudia y Malena, en esos viajes de ida sin vuelta o de vuelta sin ida, y en lo que cuesta irse. De la ficción a la realidad, al abuelo del funcionario y su hija. Y pienso en los ciclos de la vida que por décadas parece que todo regrese al punto de partida, como si los hombres y las mujeres no aprendiesen de la experiencia vivida. Y en el mar y los vientos marinos, que vienen y van. y en el corazón del que habla Alfonsina Storni.

Golpe de viento
lo llevó de nuevo;
lo llevó a tumbos 
por la inmensidad.
Rodando aún está.
Se enreda en cadenas 
que golpean los flancos
de los buques...¡ay!...

Vientos marinos. Alfonsina Storni, Hacia el mar


miércoles, 28 de agosto de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (VIII)


Estuvimos seis días en Buenos Aires, lo suficiente para enamorarse de la ciudad y muy poco tiempo para abarcar su extensión física y sociológica. Visitamos lugares que componen las guías turísticas y nos perdimos por calles menos anunciadas, en plan flâneur, sin participar en la ciudad, "pero de forma despierta", tal como apuntó Baudelaire, observando para descubrir la realidad. Tomamos autobuses (les llaman colectivo, bondi, ómnibus), taxis, bajamos al subte (así se denomina el metro) y caminamos mucho, bajo una ola de calor como las de aquí, de más de cuarenta grados. Resumo en este penúltimo post algunas de las cuestiones que me llamaron la atención, una crónica desubicada en el tiempo y el espacio, escrita y publicada bajo el calor del hemisferio norte en agosto, seis meses después del viaje.

Recuerdo que me impresionó la diferencia de los autobuses urbanos con los de Zaragoza o Barcelona, por ejemplo. No sólo por la limpieza y el estado de los vehículos, muy viejos y desgastados, sino por los viajeros que suben y bajan. Quienes viajan en transporte público, además de algún turista al que no le gusta viajar con "pulserita todo incluido",  son los habitantes porteños más desfavorecidos; percibí una sensación de rotura clasista. Si en Montevideo vi miseria y decadencia, en la ciudad de Buenos Aires es lo mismo pero elevado al cuadrado. Me desasosiega ese viaje en bus tanto como el calor que hace y que entra por las ventanillas, azotando los cuerpos sudados y castigados de hombres y mujeres. Y me siento insegura, quizás más todavía que en Montevideo, percibo que nos observan, nos delata la ropa que llevamos, las gafas o el acento "gallego". También bajamos al metro y la sensación es parecida, pero prefiero el bus al subte, que resulta incluso más inseguro y, aunque sea más rápido, no permite disfrutar de las calles y los edificios mientras vamos de un lugar a otro.
 
Nuestro primer destino bonaerense es El Parque de las Naciones, pero antes nos encontramos la Facultad de Derecho, un colosal edificio de estilo neoclásico con decenas de columnas dóricas y majestuosas escalinatas que me recuerdan a las de Columbia en Nueva York. A escasos metros, la enorme flor de metal plateado que abre sus pétalos según el momento del día y donde los rayos del sol reverberan la luz, llamada Floralis Genérica. Decenas de turistas como nosotros se fotografían una y otra vez pues está rodeada de sendas que cambian la perspectiva de la escultura en movimiento. 


Bajo un sol de justicia caminamos hasta el Parque Tres de Febrero donde se encuentran el Rosedal y el Jardín de los poetas. Paseamos entre bustos y esculturas de escritores y escritoras de todos los tiempos; Shakespeare, Borges, García Márquez, parece que están todos; busco algún español: Cervantes, Pérez Galdós, García Lorca; busco alguna mujer: Alfonsina Storni, Rosalía de Castro, pienso que son muy pocas las que están. 

Encontramos colchones aquí y allá, donde varios hombres y mujeres tienen instalada su habitación sin techo. Un puesto ambulante ofrece agua fresca. Hace tanto calor que decidimos tomar un taxi. Nada que ver con el timo que nos trajo desde el aeropuerto, tal como expliqué en el post anterior. Este vehículo lleva aire acondicionado. Y el trayecto, de unos quince minutos, nos cuesta 1200 pesos, al cambio poco más de un euro. 
Llegamos a Palermo, el barrio con aroma italiano y aire de movimiento cultural. Algunas pinturas colorean las fachadas de las casas, que son de una o dos plantas. Hay gente en las terrazas a pesar del calor. Italia en Argentina. Muchos bonaerenses son descendientes de italianos, en tercera o cuarta generación. Comemos en un restaurante italiano, como no, tan auténtico en el ambiente y el sabor como si estuviésemos en la misma bota de Europa. Palermo es el barrio que linda con Villacrespo, que me traslada a la ficción de Cuestairse, donde yo inventé el taller del hermano de Claudia, que imagino todavía viviendo eternamente allí, mientras el libro siga vivo en bibliotecas y librerías, y lectoras y lectores sigan leyendo la novela. La literatura convierte en inmortales a los personajes y las ideas.

Quiero visitar la que anuncian como la librería más grande de Argentina, que está ubicada en un teatro de principios del siglo XX, el Grand Splendid. Me pierdo entre el patio de butacas ausentes, que ahora son estanterías de libros, es como estar en el Liceo o en el Principal. En el escenario han ubicado una cafetería donde los que toman un refrigerio son ahora el público que observa a los que estamos en el palco del primer piso o en el segundo, donde se acomodan anaqueles con distintas secciones de libros. Salgo de allí del brazo de Alfonsina Storni y sus poemas. 


Buenos Aires, Buenos Aires, 
Triste Buenos Aires mía, 
Para llorar como lloras, 
¿Quién te guía?

Balada de Buenos Aires, Alfonsina Storni, 1925

Buenos Aires es tan extensa que se delimita por barrios, con muchos contrastes entre unos y otros. En algunas calles desarrolladas al amparo de la burguesía acomodada después de la época colonial, los edificios son enormes, como las avenidas. Todo es descomunal. La pobreza también. Encontramos mujeres con niños sentadas en el suelo de portales y esquinas, mendigando una moneda. Caminamos por las aceras, engrisecidas y poco limpias, y buscamos la sombra pegados a los edificios, pues debemos estar por lo menos a cuarenta grados. Hay charcos, pero no ha llovido. Notamos gotas que caen sobre nosotros y no hay nubes. Son de los aires acondicionados, a pleno funcionamiento, que dejan caer la condensación libremente. Los tubos vomitan el agua hacia la calle, algo impensable en España. De todas maneras, casi agradecemos que nos caiga alguna gota para refrescar el sofocante calor. Tenemos voluntad de visitar la ciudad y pocos días para hacerlo, así que nada nos echa para atrás. 

Llegamos a Recoleta, el barrio más señorial. El pasaje Recoleta Alvear huele a lujo y a perfume caro.  Contrasta con el olor a orines de algunos rincones de otros barrios. Queremos visitar el cementerio pero llegamos justo cuando cierran, así que entramos en la Basílica del Pilar. Sí, no estamos en Zaragoza, pero hay una Pilarica que le da nombre a la iglesia de fachada blanca e interior barroco.

Luego, recorremos Callao, que me recuerda un poco a la calle Balmes de Barcelona, también a algunos tramos de Provenza o Muntaner. Los edificios de corte neoclásico y balcones art deco me trasladan a algunos edificios de la parte alta de Barcelona, precisamente en la calle que se llama República Argentina.

Paseamos por la calle Libertad, larga y estrecha, une la Recoleta con el centro de la ciudad. Recuerdo cuando lo leí en El túnel de Ernesto Sábato. Contrastes, en la parte alta es una calle tranquila; a medida que se acerca al Teatro de Colón, la acera se convierte en un ajetreo de compra y venta de oro, joyerías y bazares. Juan Pablo Castel deambulaba en su existencialismo y su desenfreno mental igual que los transeúntes de la calle.


Me llama la atención que en una farmacia junto al apartamento venden patatas fritas y medias de señora. Me llama la atención cómo los autobuses circulan a velocidad descontrolada, adelantan y frenan y aprietan el claxon, y también los coches, una sinfonía de anarquía circulatoria que obliga a tener mucha precaución al cruzar las calles. Me llama la atención que un taxi cuesta, al cambio de pesos, poco más de un euro, pero una cerveza tres euros. Me llama la atención que los bancos urbanos de algunas calles y avenidas están siempre vacíos; no apetecen ni para tumbarse ni para sentarse, están sucios y viejos. Me llama la atención el caminar resignado de algunos porteños, y las noticias que vemos en el informativo de una sociedad rebelándose contra el recién llegado Milei y sus propuestas para resignarles todavía más.

El día 2 de febrero es la Candelaria. Recuerdo la fiesta de la luz, con la velita, en la iglesia del pueblo. Siempre con un frío horrible o una niebla espesa y húmeda. Hoy la vivo en el hemisferio sur, donde llevamos ya doce días, y hace un calor insoportable. Buenos Aires me traslada a los años setenta, con galerías y pasajes comerciales en los bajos de los edificios. En Zaragoza hay una, fantasma, en el centro de la ciudad, que me deprime cada vez que paso por allí. Se utiliza sólo para dar salida a los cines Palafox, pero todos los locales están cerrados. Un desaprovechamiento que seguramente es consecuencia de intereses económicos y privados. Pero produce sensación de dejadez institucional, también. Desconozco hasta que punto la administración podría intervenir y cuál es el verdadero motivo de tal abandono. Lo comparo con el Pasaje del Ciclón, mucho más antiguo, que también sufrió años de decadencia y ahora luce renovado gracias a la restauración y algún que otro comercio. En Buenos Aires abundan los pasajes, galerías en los bajos de los edificios que ofrecen escaparates de tiendas, eso sí, decadentes y kioskos multimierdas. En esos pasillos sin sol con corriente de aire y vapores fermentados se tumban hombres y mujeres durmientes ajenos al ajetreo matutino, como si la vida no fuese con ellos. Duermen. 

Hoy vamos a La Boca, uno de los primeros asentamientos de Buenos Aires y convertido ahora en escenario turístico por excelencia. Allí un café nos cuesta 3000 pesos, lo mismo que el taxi desde el apartamento a veinte minutos. Contrastes. 


La boca es color y alegría plebeya, huele a tango y a brasa, pero también a Italia y a puerto. La combinación infantil de los colores de sus modestos edificios no sirve a un patrón decorativo sino a las sobras de la pintura de los barcos que se aprovechaban para las casas.


Me llama la atención las vías de tren por medio de la ciudad que van hasta el Puerto la boca. 



La Bombonera tiembla. Rodeamos el estadio. Locura de futbol para matar penas. Mito. “Es lo único que tenemos bueno para festejar” nos dicen algunos argentinos con su cantinela melancólica, conscientes de la pobreza y decadencia del país. El fútbol es locura colectiva en Argentina. Maradona es Dios y está presente en multitud de calles, fachadas, balcones y puertas, en pinturas de tamaño natural o magnificado en dimensiones sobrehumanas.

Cuando nos alejamos de la parte más turística, en la calle, a las puertas de un garaje, los mecánicos trabajadores están preparando un asado en medio bidón metálico, así como si nada.

En la calle Corrientes comemos en pizzería Guerin. Enrome. Ambiente muy italiano. Recuerdo cuando en Nueva York tuve la sensación en Little Italy, junto a Chinatown, de estar visitando espacios muy característicos de cada país, aún estando a dos calles de dos barrios. Pero todo estaba impregnado de Nueva York. Aquí en Buenos Aires, los espacios italianos son muy italianos. Y la pizza riquísima.




Por la tarde nos damos el lujo de tomar un café en el Tortoni, que no es barato, que hay que hacer cola para entrar y que te asignen mesa, pero que recomiendo. Es el más antiguo de Buenos Aires.  Alfonsina Storni, Carlos Gardel o José Luis Borges fueron clientes habituales y se conserva casi con criterio museístico. Y lo más importante, es uno de los escenarios de Cuestairse cuando Malena se reúne con Matías y Roberto mientras Héctor muestra a Quique las curiosidades de la parte de atrás. Tradición y arte. El café me sabe a gloria, Nos hemos sentado en la mesa que yo había imaginado en la ficción para Malena, Roberto y Matías. Observo arriba y abajo, recorro todos los espacios, junto a Quique y Héctor que me acompañan en la visita.  Estoy dentro de la ficción, en el lugar que antes había escrito sin ver. Emoción.


Luego visitamos el Palacio Barolo, el edificio gemelo del Palacio Salvo en Montevideo, ¿recuerdas que lo conté en el post VI de esta serie?, que tenía un faro que iluminaba un puente de luz a cruzando el Río de la Plata y comunicaba Montevídeo con Buenos Aires. Éste se conserva prácticamente igual que cuando se construyó. Desde los ascensores hasta las escaleras y los pisos. El arquitecto ideó el edificio en homenaje a la Divina Comedia, de Dante. Por eso, en la planta baja, que figura el infierno los motivos son dantescos y demoníacos. En los pisos intermedios se recrea el purgatorio y en el más alto, el cielo. Subimos hasta allí para deleitarnos de unas vistas magníficas de la ciudad y del faro que todavía gira.

Los ascensores funcionan, son los mismos de principio de siglo XX, y nos trasladan al pasado desde que se abren las puertas.  Se conservan también los carteles de "prohibido escupir" y las escupideras con la inscripción tallada en piedra "prohibido escupir en el suelo". Me llama la atención un par calderos de arena para que los bomberos apaguen el fuego, junto a una manguera. En algunas plantas se han habilitado algunas oficinas, todo muy sencillo, nada de lujo, ni en las puertas ni en las paredes.