domingo, 21 de septiembre de 2025

Ilustradores ilustrados

"Estampa, grabado o dibujo que adorna o documenta un libro": Esa es la segunda acepción de la palabra Ilustración en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. 
La cuarta acepción dice: "Movimiento filosófico y cultural del siglo XVIII que acentúa el predominio de la razón humana y la creencia en el progreso". 

Época que también se llamó el Siglo de la luces. 

Ni Ramón Acín (Huesca, 1988-1936) ni Víctor Juan (Zaragiza, 1964) se definen como ilustradores y, sin embargo. me atrevo a afirmar que ambos lo son, ilustradores ilustrados. En presente, aunque Acín fuese ejecutado en agosto 1936 sin motivo alguno, solo por pensar e iluminar, en aquellos días de ostracismo donde las balas apagagaron demasiadas luces. Ramón Acín sigue vivo. Y su esposa, Concha Monrás, que fue fusilada pocos días después, también.  Yo siempre repito que nadie muere mientras alguien lo recuerde. Víctor Juan se ocupa de ello en varias de sus publicaciones En cualquiera de nosotros un pedazo tuyo (Fundación Ramón y Katia Acín. Museo Pedagógico de Huesca, 2020) o en El secreto de las pajaritas (Rolde de estudios aragoneses. Fundación R y K Acín, 2023) y también en Tu eres antes que todo (Fundación Ramón y Katia Acín, Rolde de estudios aragoneses, Editorial Pregunta, 2022).

Ramón Acín y Concha Monrás se escribieron cartas y postales desde que comenzaron su relación, palabras de amor y dibujos ingeniosos que Ramón envíaba a su «Chiteta» y luego a sus hijas Katia y Sol. 

Y Víctor Juan, artesano de las palabras, manteniendo vivo el recuerdo de Ramón y Conchita, nos regala un libro grande, Tu eres antes que todo, que recopila esa relación epistolar. Grande y luminoso, porque el autor/editor irradia siempre luz y esperanza, a pesar de la muerte y de la injusticia. 



Ramón Acín escribía desde la cárcel cartas a Conchita y le decía que estaba «todo lo relativamente bien que se puede estar sin libertad... y sin ti, mejor dicho, sin ti y sin libertad porque tú eres antes que todo». 

Este libro grande y luminoso está repleto de ilustraciones e ilustración, la de Voltaire y Rousseau, la del pensamiento crítico y la defensa de la justicia social, la que se oponía a la intransigencia y el absolutismo. 

Víctor Juan decidió no sólo transcribir las cartas sino mostrarlas en ilustraciones a tamaño real, para que quien lea el libro pueda estar «lo más cerca posible de las postales personalizadas, de las hojas arrancadas de cuadernos, de los dibujos de los personajes que ramon y Conchita inventaron», «imaginar el tacto de los humildes papeles reutilizados que se envíaban»... «la caligrafía apresurada de Ramón, con manchas de tinta, con sus añadidos, con sus tachaduras»

Por eso el libro no nos ofrece solo el epistolario entre Ramón y Conchita, sino que abre las páginas a las imágenes de cada una de las cartas y postales que se enviaron entre 1918 y 1936, las que sobrevivieron al saqueo de su casa y sus hijas Katia y Sol pudieron recuperar. 

Gratitud infinita a Víctor Juan por este libro grande, repleto de ilustraciones e ilustración, necesario, para que nada empeñezca o distorsione la realidad, la belleza o el amor. Un documento tan gráfico como emotivo. 

martes, 16 de septiembre de 2025

Mi gemela literaria

Comencé a leer Una noche de Reyes (Destino, 2025) gracias a Eva Cosculluela (@portadoresdesuenos) y su club de lectura feminita Sin género de dudas que lleva ya cuarenta sesiones en colaboración con el Vicerrectorado de Cultura y Patrimonio de la Universidad de Zaragoza. Ayer, la autora Noemí Trujillo (Barcelona, 1976), compartió palabras y pensamientos con lectoras y lectores. Fue una tarde estupenda.


Ella se define como poeta, más que como escritora, pero con esta obra queda evidente su capacidad para transmitir a través de la narrativa. Y digo narrativa porque Noemí narra, relata, escribe, atrapa al lector, en un libro de difícil catalogación. Una noche de Reyes se presenta como una novela de autoficción y, sin embargo, es mucho más que eso. Hay, además de magia y fantasía, un riguroso estudio sobre nueve autoras que ganaron el Premio Nadal en el pasado siglo XX. Carmen Laforet, Elena Quiroga, Dolores Medio, Luïsa Forrellad, Carmen Martín Gaite, Ana María Matute, Carmen Gómez Ojea, Rosa Regás y Lucía Etxebarría, la única que sigue viva de todas ellas y que no se presenta como un fantasma. 

¿Fantasmas? Sí, pero fantasmas que traspasan la inmaterialidad: conversan con Noemí,  fuman, beben e incluso le dan obsequios. Un diálogo sobre sus obras, sus personajes, sus procesos creativos que discurre la noche de Reyes, la misma en que se entrega el Premio Nadal. Esa magia fantasmagórica no le resta interés al contenido que, como he mencionado, aporta un estudio exhaustivo de sus obras, les plantea cuestiones y establece similitudes y sinergias entre los personajes y las tramas. Un deleite para lectoras  que, como yo, admiramos a Laforet, Martín Gaite, Matute y Regás, aunque confieso, tal como le apuntó el editor cuando la autora le presentó la obra, que no hemos leído obras del resto. Pero me gustan los libros que te llevan a otros libros y con la lectura de Una noche de Reyes ha crecido mi lista de "pendientes" : Viento del norte, Nosotros, los Rivero, Siempre en capilla... No sé si estarán descatalogados, es una pena como el mercado editorial se engulle a sí mismo. Empezaré por Primera memoria de Ana María Matute de la que sí he leído otras obras, entre las que destaco Olvidado Rey Gudú (Destino, 1996). 

Tampoco había leído yo a Noemí Trujillo. Después de conocerla, ya tengo encargado en una de mis librerías favoritas su libro de poemas Este bosque inmenso (Olé libros, 2021) del que creo que leyó un fragmento ayer impregnando el Aula Magna del Paraninfo de la Universidad de Zaragoza de emoción y poesía. 

Cuando la saludé para que firmase mi ejemplar de Una noche de Reyes le confesé que no había terminado su libro (lo devoré en dos días, pero me faltaban unas páginas). Quise decirle que desde el inicio de la lectura había sentido una conexión muy cercana con ella y con lo que narraba: compartimos muchas experiencias vitales. Era como si la conociese muy a fondo pues había muchas similitudes en nuestra trayectoria. Desde nuestra procedencia barcelonesa, la menos importante quizás, pero marcada por un exilio voluntario que nos obliga ahora a visitar nuestra ciudad como turistas («y eso duele», dijo), hasta la palabra más temida: cáncer. Con los años te acostumbras a que no asuste, pero al principio acojona. Ambas tenemos antecedentes familiares y cuando lo sufres en carne propia es invitable temer lo peor. Por otra parte, ambas hemos forjado nuestra creatividad literaria a fuerza de localizar y transformar la habitación propia una y otra vez, y así varias cuestiones más. No desvelo nada que ella no cuente en ese libro mágico y desgarrador al mismo tiempo. Los tumores que nos extirpan nos degarran, sí, nos alejan de la vida y el pensamiento, algunas nos quedamos vacías. Hasta que la herida cicatriza y con los años se desdibuja en la piel, diluida entre decenas de arrugas que el paso del tiempo nos regala. Es ese un obsequio maravilloso que constata que seguimos vivas, pasan los años y los días ven como la enfermedad se agazapa. Siempre persiste como una amenaza, claro que sí, pero cuanto más tiempo transcurre menos piensas en ello. Incluso te acostumbras a dar consejos a quien está todavía atrapado en la telaraña, le dices que podrá liberarse y al cabo de cinco años o diez o treinta será tan solo un recuerdo. 

Algo parecido me ocurrió con Inés Martín Rodrigo (Madrid, 1983) y sus formas del querer. En ese libro la anorexia estaba escrita desde la sinceridad, como la supervivencia, la familia, la vida de nuestros abuelos, padres, el pueblo... ¡cuánto encontré en aquel libro que yo también había vivido! Y se lo dije, claro.  Las formas del querer (Destino, 2022) también obtuvo el premio Nadal. Noemí dice que le gustaría ganarlo. A mí también. Ojalá algún día podamos celebrarlo las tres juntas, aunque seamos fantasmas. 

Con todo esto llego a una conclusión. Cada uno creemos que lo que nos ocurre es excepcional, digno de ser escrito y contado, en forma de novela o autobiografía. Luego te das cuenta de que a muchas personas les ocurre lo mismo, sienten lo mismo, lo lees en libros de otros autores, te identificas con los personajes porque lo has vivido igual que ellos. No es exclusivo. Conclusión: no es tan importante lo que se narra, sino como se narra, pasar de lo particular a lo universal con la voz, el tono, la estructura y el ritmo que aporte al texto calidez literaria, conexión con el lector. Noemí Trujillo lo consigue en Una noche de Reyes.

Se pregunta la autora muchas cuestiones. incluso cuál es su discurso como escritora, si aporta algo o no. ¡Claro que sí! Es un libro valiente, que abre en canal su propia experiencia y la muestra al lector sin disimulo, que se enfrenta a los fantasmas de una niñez solitaria y que nos regala la magia de otros fantasmas, las escritoras admiradas, pensamientos shakesperianos y mucho amor. He encontrado mucho amor en este libro. Amor a la literatura, amor conyugal (Noemí escribe también sobre la relación con su marido, el escritor Lorenzo Silva (Madrid, 1966), con el que comparte no sólo la vida sino también algunos libros publicados a cuatro manos), amor a Barcelona, amor a sus hijas, amor a su abuela, a su padre. Y a su madre, a pesar de todo. 

         "¿Cómo se perdona a los muertos? ¿Como se cuida de un amor ideal para que no se quede nunca desatendido? ¿Cómo se consigue ser feliz aceptando lo que eres? ¿Cómo se mantiene a lo largo de los años el equilibrio entre tu malestar y tu bienestar?" Una noche de Reyes, página 250


No desvelo más. Es necesario que leáis este libro. Os va a encantar. Es un libro raro, quizás, como la chica rara Andrea, la protagonista de Nada (Carmen Laforet, 1945), que dejó la calle Aribau de Barcelona sin llevarse nada. «Al menos así creía yo entonces», dice Andrea. La importancia de la última frase, que inspiró a Noemí Trujillo, y que en Una noche de Reyes escribe como un poema de verso único. Belleza literaria de la que no quiero hacer espoiler. Leedlo y releedlo al acabar el libro.

Ayer tuve la suerte de hablar con Noemí un par de minutos mientras me dedicaba el libro. Siempre me parece que hay que callarse cuando el autor piensa las palabras y escribe en la página de cortesía. De hecho, cuando yo firmo en la feria o en las presentaciones, agradezco el silencio. Me hubiese quedado buen rato con ella charlando, intercambianddo impresiones literarias y compartiendo paralelismos vitales, pero tampoco quise copar el tiempo de las decenas de lectoras que hacían cola detrás de mi. No le pedí un selfie porque sé que no le gustan. En la dedicatoria que no transcribo completa, escribió "Para Aurora, mi gemela literaria". Un orgullo que me sobrepasa. No puede haber más belleza y más poesía. Gracias. 

viernes, 23 de mayo de 2025

J. Lee Thompson y el realismo social

A John Lee Thompson (Reino Unido, 1914 - Canadá, 2002) se le recuerda casi siempre por su obra más conocida, Los cañones de Navarone (1961), con la que obtuvo dos Globos de Oro a mejor película y mejor banda original, el Oscar a Mejores Efectos especiales y otras seis nominaciones más, entre ellas la de mejor dirección, pero aquel año de 1962 arrasó el musical West Side Story (Robert Wise, Jerome Robbins, 1961) que se llevó nada más y nada menos que diez estatuillas.

Los premios son un reconocimiento siempre anhelado y siempre bienvenido, pero factores como la suerte, la oportunidad, el interés comercial y otros muchos intervienen tanto o más que la calidad de la obra en sí misma. Escribo esta afirmación no pensando precisamente en el musical que merecidamente ganó diez oscars sino en otras muchas obras relegadas, olvidadas e incluso desconocidas que bien merecerían un premio por muchas de sus características. 

Y vuelvo ahora J. Lee Thompson. Su obra, antes de esos cañones expectaculares que lo lanzaron al estrellato, se nutre de una serie de producciones previas en blanco y negro en las que experimentó su habilidad detrás de la cámara y que habría que rescatar para nuestra memoria en blanco y negro. He visto esta semana tres de esas películas (se encuentran en la plataforma Netflix) y he quedado absorta por mi desconocimiento y por la escasa difusión que tienen, más allá de los círculos cinéfilos. Por ello hoy vengo a escribir sobre ellas: Yield to the Night (1956), traducida como Mientras espera la noche, que tiene los tres primeros minutos para ver una y otra vez en bucle (trailer al final de este post), Woman in a Dressing Gown (1957) no hay versión en castellano pero sería algo así como Mujer en bata de estar por casaNo Trees in the Street (1959), tampoco existe versión en castellano, yo la traduciría como Sin árboles en la calle

Las dos últimas, podríamos calificarlas con la denominación neorrealismo británico aunque no se incluyan en ese movimiento que allí se llamó Free cinema, cuyo máximo exponente fue Ken Loach.  Un cine que nos retrorae a la pantalla en blanco y negro y que muestra drama social sin otros artificios más allá de la realidad. Thompson narra historias londinenses en un tiempo de fuerte fractura social entre las clases más desfavorecidas y las nuevas individualidades inmersas en el desarrollo del estado del bienestar. 

Yvonne Mitchell en Woman in a Dressing Gown
En Woman in a Dressing Gown hay una velada crítica al adulterio demasiado habitual en aquella época machista en la que la mujer, una vez casada, se sumía en las obligaciones del hogar para dedicarse exclusivamente al cuidado del marido y los hijos. Aunque quizás el retrato resulte exagerado, la película muestra una transformación de los personajes interpretados por Yvonne Mitchell, Anthony Quayle y Sylvia Syms que marcan un trío actoral en que el drama y el realismo social están servidos con mayor o menor acierto. J.Lee Thomson nos regala algunos planos memorables, como el que discurre bajo la lluvia que no desvelo para no hacer spoiler.

No trees in the street es también una crítica social, un drama que se desarrolla entre la miseria, el amor y el desamor, es una muestra de la sociedad más desfavorecida, de la ambición por obtener riqueza en esa época de preguerra (años cuarenta) en la que se sitúa la acción. Ese neorrealismo británico, entremezclado con cine negro, otorgan a la película una maravillosa factura, con planos muy bien cuidados una magnífica interpretación de los actores Herbert Lom, Sylvia Syms y un Melvyn Hayes capaz de trasladar al expectador y el desgarro y la disociación del propio yo. Todo en blanco y negro, luces y sombras, de clase B a clase A, como los personajes de esta historia que anhelan también una vida mejor.


Mientras espera la noche es un drama carcelario, quizás incluso un alegato contra la pena de muerte y nos lleva, de la mano de Diana Dors, a una realidad menos conocida que no por ello menos necesaria. J.Lee Thompson sitúa la cámara estratégicamente para mostrar el desasosiego y la transformación de una Diana Dors expectacular, a la que muchos llamaban la Marilyn Monroe británica. Los planos de muchas secuencias son una maestría del séptimo arte, la cámara siempre está en el lugar preciso para situar al espectador en un punto clave e introducirlo en la historia de manera que desde la butaca perciba los sentimientos del personaje y la acción que muestra la pantalla. Imperdible el arranque de la pelicula, tres minutos de puro cine 👇







Recomiendo efusivamente disfrutar de las tres películas consideradas en muchos círculos de clase B, y reinvindico a este director, J. Lee Thompson, que realizó decenas de films, unos más acertados que otros, marcando así una carrera irregular y quizás por eso haya sido relegado al olvido. Estas tres películas llevan la B de británicas,  y son de clase A.

jueves, 9 de enero de 2025

Parthenope, cine y belleza

Siempre que se me presenta la ocasión, afirmo y reafirmo que las películas hay que verlas en salas de cine. Son muchos los argumentos que defiendo, desde que se concibió con ese propósito hasta que compartir la emoción y la experiencia con otros espectadores nos ratifica como seres sociales. Lo más hermoso, también, compartir la belleza cuando la película es arte, el séptimo. 
Ese es el caso de Parthenope (Paolo Sorrentino, 2024).




Desde que en 1895 los Hermanos Lumière nos hechizaron en blanco y negro y en silencio  con aquella máquina de tren que aterrorizaba a los espectadores por que creían que iba a atravesar la pantalla y atropellarlos, el cine nos ha regalado millones de imágenes icónicas y emociones intensas. Nada como disfrutar de ellas en una sala de cine. 

Aunque confieso que con el avance de la tecnología y el escaparate de plataformas yo también caigo en la tentación de ver algunas películas en la pequeña pantalla del televisor. Vivimos en una sociedad en la que el tiempo nos absorbe y a veces los criterios de exhibición en salas juegan con nuestro destino y a lo que vamos a la taquilla, el criterio comercial ya ha retirado de la cartelera esa película que queríamos ver. 

Por eso, en este caso, afirmo, reafirmo e insisto que Parthenope es para disfrutarla en una sala de cine, en la gran pantalla, sin distracción del timbre o el teléfono que pueda sonar en cualquier momento, sin la posibilidad de apretar el mando a distancia y levantarse para ir a por agua o a apagar el fuego de la cocina, sin estar pendiente de que al vecino de arriba se le ocurra ponerse a hacer gimnasia y aporree a saltos el techo de nuestro salón. 

Parthenope nos invita a entrar en la magia del cine, abrir los ojos en la oscuridad y adentrarse en esa pantalla en la que resplandece tanta belleza como destreza. Cada plano es una obra de arte visual, como si estuviésemos disfrutando de un cuadro luminoso de Sorolla o Monet. El universo, elegante, crítico y decadente de Sorrentino ( La Gran belleza, 2013Fue la mano de Dios, 2021The Young Pope, 2016;  The new Pope ,2019) se recrea en esta película a lo grande y ofrece al espectador una provocación de belleza y libertad, muerte, soledad, elegancia y, por encima de todo, una maravillosa luz mediterránea y una declaración de amor a la ciudad de Nápoles.

Sorolla

Monet
 









Homero narra en la Odisea un episodio en que Ulises, advertido por Circe, se ata al barco para disfrutar de la belleza del canto de las sirenas sin caer en su seducción y poder seguir el viaje. Cuenta la leyenda, heredera de la mitología griega, que una de esas sirenas era Parténope y que se suicidó por no haber podido conquistar a Ulises y quedó anclada junto a la costa en lo que hoy es Nápoles. Ese mito fundacional de la ciudad, tan adorable como caótica, está presente como alegoría en la película. 





Sorrentino huye de los tópicos, no hay pizza napolitana, ni mafia ni pistolas en este relato. Todo deslumbra con el brillo de la elegancia y la belleza. Lo que nos ofrece el director es la historia de Parthenope, una sirena sin escamas, una mujer nacida en el Mediterráneo en los años cincuenta, arrojada a ese mar y desterrada de su propia inquietud.  Una criatura sumamente bella e inteligente que se pregunta una y otra vez ¿Qué es la antropología?

Magníficamente interpretada por la exuberante Celeste Dalla Porta, Parthenope tan perfecta, tan ingenua en su crecimiento como atrevida e inconformista, caprichosa incluso, en ella no solo anida la belleza, sino un abanico de emociones: duda, dolor y soledad. Soledad que se representa en todos los personajes, en el profesor Marotta (Silvio Orlando), en el escritor John Cheever (Gary Oldman) e incluso en el clérigo Vescovo (Pepe Lanzetta). Qué maravilla de interpretaciones, todos ellos. Muestran la soledad del alma y la condición humana en su sordidez, pero incluso en esto, Sorrentino aporta belleza y elegancia


Hay una línea narrativa alrededor de la juventud y el paso del tiempo, todo es efímero, todo es decadente al fin. El argumento se desarrolla en un mundo clasista pero caduco, una sociedad acomodada que vive a espaldas de esas calles laberínticas donde la miseria le da una bofetada de realidad a Parthenope cuando las visita. Los contrastes napolitanos


La película roza los límites, cuestiona el papel de la Iglesia, muestra lo prohibido sin escandalizar. Esos excesos napolitanos en dosis justas para que no resulten desmedidos, como en el plano final, refiriéndose al fútbol. Una metáfora constante síntesis de la ciudad, del amor, de la libertad y la belleza. 
Pero la belleza no lo es todo, la película invita a la reflexión. Cuando abandonas la sala de cine las imágenes permanecen en la retina y te preguntas por esa hermosura, que no implica felicidad per se. Es imposible ser feliz en medio de tanta belleza, dice el personaje llamado Il comandante (Alfonso Postiglioni). Casi como si fuese un pecado. Esa búsqueda de la felicidad es para la protagonista su pregunta recurrente: ¿Qué es la antropología?
El film interpela a la Iglesia, a la Universidad y a los cánones. Y parece también apuntarnos que la belleza está mas allá de lo que vemos. Y la libertad. 

En ese estudio de la realidad humana Sorrentino nos ofrece, como un azote a la inteligencia y a lo establecido, soledad y decadencia, pero por encima de todo, belleza y cineuna película que no quieres que acabe nunca. En la retina permanece el precioso Mediterráneo, esa luz, esos ventanales, esa elegancia, el cuerpo de una mujer perfecta, como una sirena nadando al ritmo de una música acompasada a la acción, al ruido o al silencio.

Es para ir al cine y verla en la pantalla grande. Un regalo. 



👉 Tráiler

jueves, 21 de noviembre de 2024

Cientos de ojos extrañados

“Podemos ser leídos de muchas y variadas maneras, tantas como nosotros leemos la vida propia y la ajena”
Agustín Fernández Mallo, Madre de corazón atómico, pagina147

Agustín Fernández Mallo estuvo en Zaragoza el 29 de octubre presentando su último libro, Madre de corazón atómico (Seix Barral, 2024), cuya sinopsis determina como "una apasionante novela biográfica que recorre todo un siglo a partir de la memoria familiar". El autor explicó en esa presentación desde el porqué del título —secuencia muy entrañable junto a su padre que aparece en la narración y que me regala además la melodía de un disco de Pink Floyd que hacía mucho tiempo que no escuchaba— a muchas otras secuencias que discurren con él, su padre, un hombre de ciencia, veterinario de profesión que le enseñó a vivir con extrañamiento. Esa enseñanza de ver la vida y las cosas asombrándonos de la realidad al colocar a ésta en otro punto de vista, más original, menos cómodo, más allá de lo habitual, más desautomatizado, la aplica el autor en esta narración, como propuso Víctor Shklovski, sin metáforas irreales, desde una/otra realidad sin moralinas y sin nostalgia. Con mucho amor. Desde el extrañamiento, Fernández Mallo manifiesta el amor hacia su padre.

Esa misma tarde, mientras me firmaba el ejemplar, le dije a Agustín que éste es el primero de sus libros que iba a leer, tengo en mi lista de pendientes El libro de todos los amores (Seix Barral, 2022). Al hilo de esto, un inciso/apunte egocéntrico. Esta semana, a la entrada de la Biblioteca de Aragón, en la estantería de recomendaciones estaba mi novela Cuestairse muy cerca de ese libro de Fernández Mallo, «será una señal para que lo lea enseguida», pensé, pero por encima de todo me hizo una ilusión infinita ver mi primer libro publicado junto a otro de un autor al que ya admiro tras leer su Madre de corazón atómico. El día de la presentación le anuncié que escribiría una reseña en mi blog si el libro me gustaba: «Para que gastar energía en dilapidar a quien ha puesto esfuerzo, tiempo y cariño en una obra, si no me gusta, mejor me callo y ya está», creo que le dije. Por eso, en este espacio, casi todas las entradas son positivas, como me apuntan algunos de los lectores.

Agustín Fernández Mallo en Zaragoza 29 octubre 2024

Pues aquí estoy, después de leer Madre de corazón atómico y disfrutar no solo de la lectura, sino del extrañamiento que contagia, una novela que basa su narrativa en la realidad que ha vivido el autor frente a la muerte de su padre: “la muerte es el único acontecimiento humano que, por muy repetido que sea, por mucho que de antemano sepamos que ocurrirá, siempre es totalmente nuevo” (página 48) “cuando llega nos da un colosal susto; no la entendemos”,  añade páginas después.

El hijo, se posiciona ante esa muerte, la de su padre, con extrañamiento, y aunque gire alrededor de ella, no es un libro nostálgico y triste, el autor escribe lejos del drama una narración de vida y amor. “La muerte no existe, el amor sí”, dijo el día de la presentación. También nos habló del tiempo que tuvo que transcurrir desde que comenzó a pensar esta obra y la escribió hasta su publicación, doce años. De ello también escribe en esa metaliteratura que recorre fluidamente la narración: “Escribir ficciones y morir son cosas contrapuestas (…) sólo podemos narrar aquello que vemos tan lejano que para nosotros está muerto, y allí donde acontece una muerte con total seguridad tarde o temprano aparecerá una ficción (página 51).

El autor describe algunas de las vivencias con su padre, desde su propia memoria, y otras que ocurrieron antes de nacer él, a través de un viaje por América que intenta rehacer o por los espacios, objetos y fotografías que le rodean, e incluso a través de la mirada vacía de su padre cuando comienza su deterioro cognitivo. Siempre desde el alejamiento necesario en el tiempo y en el propio extramiento. “Comencé a verle desde fuera, con menor implicación afectiva, distancia emocional que, por paradoja, me llevaba a implicarme incluso más en lo que habían sido su pasado y sus motivaciones vitales, hasta entonces ajenas a mis intereses” (página 127)

Desde una economía en el lenguaje, una corrección poética y una narración ágil y amena, Fernández Mallo abre la mente y el corazón del lector al misterio de la existencia. Es la narración de las anécdotas y los hechos lo que muestra esa filosofía vital y esa esencia de las cosas desde el extrañamiento que su padre le mostró; las cosas son siempre mucho más bellas y complejas de lo que percibimos a simple vista, y el Fernández Mallo lo muestra a través de una fórmula matemática escrita en un papel o una fotografía de dos personas lavando un coche en 1957.

Distingue el autor entre ficción y fantasía, “las buenas narraciones cuentan una verdad y media”, hay que educar el ojo para ver esa parte irreal sin caer en la ñoñería o la personificación de le mentira. Si nos extrañamos ante la verdad para descubrir ese otro punto de vista, no estamos inventando fantasía, sino que estamos viendo otra realidad que también es.

Los objetos, por ejemplo, de un muerto, aunque a veces inservibles, son la presencia (y la ausencia) de ese ser querido. “El muerto reaparecerá, se hará presente en tu vida muchas veces y de mil formas distintas”. Para el autor, la muerte no es el final, es un punto de partida. Por mi experiencia (y por mi edad), he visto morir a muchos de mis seres queridos, año tras año, funeral tras funeral, he vaciado sus habitaciones y vivido muy de cerca lo que el autor narra. Los muertos nos acompañan en cada objeto, en cada espacio, en cada fotografía, y siguen a nuestro lado. Yo siempre repito que “nadie muere mientras vive en la memoria de alguien, mientras sea recordado”. En este caso, el padre de Agustín, vive en este libro y vivirá eternamente en tanto en cuanto la química mantenga el papel en anaqueles de bibliotecas y la física o la biología permita que nuevas retinas discurran por las letras escritas, cientos de ojos extrañados que leerán una y otra vez esta obra. Hay mucho amor en el libro que se propaga en cada palabra y cada página, surge de cada reflexión y cada anécdota, bien de un viaje en busca de unas vacas y de cientos de ojos que miran a través de un pasto en Iowa, sean luego vacas o cerdos, o del niño que arrastra un cerdo durante la Guerra Civil a través de los montes de León y se hace hombre al final de la travesía. “A posteriori las cosas cobran el sentido que queramos darles. La memoria es literatura o no es” (página 22)

Y en este extrañamiento frente a la muerte de su padre, en esa búsqueda de la realidad, Agustín Fernández Mallo nos conduce también a encontrarnos un poco más a nosotros mismos. Libro muy inteligente, tierno y enriquecedor. Madre de corazón atómico (Seix barral, 2024)

Presentación en Zaragoza  Madre de corazón atómico

 
El libro de todos los amores y Cuestairse en la Biblioteca de Aragón

lunes, 21 de octubre de 2024

Por encima de todo, cine


Vengo de ver La habitación de al lado, la última película de Pedro Almodóvar que se estrenó anteayer.
Es una pieza de arte, casi un poema en imágenes. Una obra para la reflexión, más allá de que cada uno esté de acuerdo o no con decidir poner fin a su vida "cuando resulta insufrible", en palabras del propio director.

Es este un Almodóvar contenido y elegante, sereno y profundo. Vida y muerte, alegría y dolor, felicidad y soledad, colores, libros, música, emociones, sonrisas, enfermedad, justicia, dignidad, libertad, Huston y Joyce, Keaton y Faulkner, Nueva York, el bosque, la nieve, el sol. Todo está en La habitación de al lado. Y, por encima de todo, cine.
 
Dos actrices, Tilda Swinton y Julianne Moore, magníficas; una dirección de fotografía de Eduard Grau tan elegante como sugerente; la música de Alberto Iglesias, una delicia en armonía con la historia, quizás en algunas secuencias en exceso, por poner algún pero. Me sobran también algunas referencias bélicas y hay en el final algo que yo no hubiese incluido (que no explico para no espoilear), pero a pesar de todo creo que esta película destaca en la extensa filmografía almodovariana.

Nieva en mis pestañas cuando salgo de la sala; no puedo más que romper el nudo de mi garganta con estas cuatro palabras escritas en mi móvil mientras voy en el autobús de regreso a casa y mostrar mi admiración hacia Pedro Almodóvar, tan odiado como amado, que evoluciona en cada una de sus propuestas superando lo insuperable. Gracias.

Sé que sus películas son esperadas y no necesitan publicidad, además esta viene avalada con el León del Festival Internacional de Venecia, pero yo insisto: Id a verla. Y en versión original, claro.

domingo, 6 de octubre de 2024

Luz que traspasa

Miércoles 2 de octubre. No conocía al autor, Juan Trejo (Barcelona, 1970), aunque obtuvo el Premio Tusquets de novela en 2014 por La máquina del porvenir.  Presentaba su nuevo libro en Zaragoza de la mano de María Angulo, a quien sigo y admiro, profesora de Periodismo e investigadora en el proyecto Transficción, en el que se enmarcaba el evento. Sólo por eso ya aportaba un sello de garantía y decidí acudir a la presentación de Nela 1979 (Tusquets, 2024). Llovía a chuzos, el autobús se demoraba más de veinte minutos y no había ningún taxi a la vista, así que fui caminando, llegué tarde y empapada, y me perdí la intervención de María. Pero escuché con atención al autor que, vehemente y emocionado, fue desgranando algunos aspectos de su novela. No había ido con intención de comprarla pero me convenció y así se lo dije mientras me la firmaba con una preciosa dedicatoria, un "gesto de amor". 

Juan Trejo con María Angulo en la presentación. Fotografía de Laureano Debat

Tenía yo otras lecturas pendientes y planificadas pero, no sé si por su exposición o por que la historia se localiza en la Barcelona de los setenta que yo conocí o por el título del primer capítulo, Donde habita el olvido (el mismo de este blog), o por la foto de la cubierta, comencé a leerla el viernes.

Viernes 4 de octubre. Miro esa foto de la cubierta una y otra vez, durante la lectura, me detengo, vuelvo a las páginas, regreso a la foto y siento que he encontrado una nueva amiga, Nela

Dos días, los mismos que ella estuvo en el hospital hasta que murió, me ha llevado leer el libro que ha escrito su hermano, Juan Trejo. Tan solo dos días y ya la conozco un poco, es mi nueva amiga, me ha traspasado su luz, como desearía el autor.

Nela 1979 (Tusquets, 2024) es la historia de su revelación, como escribe Trejo, no para desenterrarla, sino para poner nombre en su tumba, para otorgarle la dignidad que le robó el silencio y el olvido.

 "Tengo claro lo que deseo, más que desenterrar a Nela es darle la sepultura que merece, no dejarla tirada, apartada en un rincón de la historia, sino precisamente cerrar su tumba y colocar encima una lápida en la que pueda leerse su verdadero nombre y el año de su muerte. Quiero que se sepa que existió, que vivió en un momento y en un lugar concretos, y que compartió su suerte, o su infortunio con un motón de jóvenes que, al igual que le ocurrió a ella, han sido borrados injustamente de la versión oficial, pero merecen ocupar su propio lugar en el pasado" (página 200)

Domingo 6 de octubre. Después de leer el libro siento a Nela muy cerca, quizás porque yo también vivía en Barcelona en aquellos años, aunque no me embarqué en la contracultura ni estuve en las jornadas libertarias del Parc Güell, ni fui de la plaza San Felip Neri. Pero reconozco algunas de sus picardías que yo también hice, como ir andando al instituto y guardar las monedas del autobús para con ellas comprar tabaco. O irse de casa: "una hija que quería irse de casa en esa época tenía que hacerlo a las bravas, cerrando la puerta al salir" (pág. 160". Yo tengo tres años menos, soy de la primera generación del BUP, como su hermana Carmen, y aunque recuerdo bajar a las Ramblas y correr delante de "los grises" en más de una ocasión huyendo de sus porras o bailar sardanas en la Plaza de la Catedral, mi inocencia se movía por encima de la Diagonal, en Sant Gervasi y la Bonanova. "En esa época, Barcelona era varias ciudades en una, tenía diferentes capas de realidad en las que desarrollarse" (pág. 167). Y se percibían las diferencias de clase que menciona el autor, aunque se disfrazaran en una igualdad descafeinada. Como he dicho, yo vivía en la parte alta de la ciudad, en un barrio pijo y curse los dos últimos años de BUP en el colegio más pijo de Barcelona, pero ni mi familia ni yo podíamos aspirar, ni yo lo quise nunca, pertenecer a esa clase: mis padres no eran ni burgueses ni nacidos en Barcelona, ella de un pueblo aragonés y él de L´Hospitalet, así que algunas veces noté un poco lo que un maleducado le respondió a Juan cuando le preguntó si recordaba a su hermana, la indiferencia.

Me ha traspasado la lectura, no solo por los espacios (mi primera comunión se celebró en un restaurante de la República Argentina y mi mejor amiga vive, todavía hoy, al otro lado del Puente de Vallcarca que cruzo a menudo cuando visito Barcelona), sino por el acercamiento a la personalidad de la protagonista y la narrativa sincera del autor. Siento que Nela y yo tuvimos en común algo más que los espacios, una época que pasaba del gris al color, un afán de libertad y de conocimiento, una rebeldía contra las reglas y contra el mundo preestablecido que queríamos cambiar

No me gustan las fajas de los libros (aunque, como vivo en una eterna paradoja, las guardo todas y las vuelvo a colocar cuando los he leído), me parecen un signo pretencioso y publicitario, que lo son a partes iguales, lo primero por parte del autor y lo segundo por parte de la editorial, pero en este caso contienen frases de dos de mis autores preferidos: Manuel Vilas y Sergio del Molino, y de Agustín  Fernández Mallo, del que tengo pendiente Madre de corazón atómico (Seix Barral, 2024). Los tres elogios que figuran en la faja son en este caso muy certeros, no son hipérboles ni aderezos superfluos, sino que aportan aspectos y puntos de vista, positivos de la novela: relato hipnótico, historia de amor, proeza íntima y generosa, contado con precisión y emocionalidad, llena de ternura, que nos interpela a todos. He mezclado las frases y los adjetivos de los tres autores y suscribo todo; en este caso, la faja no oprime.

Juan Trejo comienza la narración en primera persona y ya en el planteamiento el lector (o por lo menos a mí me ha ocurrido) empatiza con él, quiere continuar leyendo y acompañarle en esa búsqueda para conocer a Nela, su hermana muerta cuando él era un niño, una chica de 21 años cuyo nombre y recuerdo fueron silenciados en la familia, tanto para olvidar el dolor como la escasa y corta vida de Nela, su rebeldía y su búsqueda de libertad

El libro arranca y discurre trepidantemente pero paso a paso, sin tregua ni concesiones que permitan al lector abandonar la lectura. De prosa ágil, reflexiones ubicadas con tanto acierto que la trama no se interrumpe, personajes que van apareciendo y se van describiendo en la propia acción. El narrador, en presente, nada a veces en la metaliteratura y cuestiona el sentido de la propia obra. Como una crónica Juan comparte cada paso que le acerca a su hermana, cada pista y cada desánimo,  colorea esa tristura que le va tiñendo, pero también el amor que crece a medida que conoce un poco más a esa hermana mayor que vivió y murió demasiado deprisa. Trejo va trazando el proceso de construcción narrativo y el descubrimiento del personaje. Una narrativa literaria que traspasa la realidad para llevarla a la ficción con elegancia y sutileza. De nuevo y siempre, ficción y realidad entrelazados en la vida y en los libros.

¡Qué descubrimiento, la libertad en mayúsculas, eso quería Nela! El hedonismo sin reglas establecidas, la rebelión contra el mundo que por herencia le esperaba: convertirse en una mujer que entonces todavía pasaba de la tutela del padre a la de un marido, eso no quería ella que se fijó una visión más abierta de la existencia. Pero la vida alternativa que eligió le presentó nuevos protagonistas, entre ellos, la heroína.

De todas maneras, Nela 1979 no va de drogas. El libro va de la joven Nela, soñadora, alegre, rebelde e ingenua, y de una época y una sociedad que perseguía abrir nuevas formas de vida, más en común y con menos normas, de la contracultura barcelonesa en la segunda mitad de los años setenta, con Franco agonizante y muerto pero no enterrado del todo. En esa época, esos cinco años, que se recogen en el documental Barcelona era una fiesta (Vila San Juan, 2010), Nela fue víctima de ese "exceso de inocencia y exceso de transgresión" que Pep Bernardas describe al autor en una entrevista que el autor menciona en la página 179.

En esos tres años de diferencia que me llevo con Nela quizás ya el miedo hacia la droga estaba más extendido, digamos que no fui de las pioneras, había un poco más de información, aunque intuyo que algunas de mis compañeras de colegio caerían también en la trampa de la heroína. Siempre tuve mucho miedo, no sé si por el libro que leí con 15 o 16 años, Pregúntale a Alicia publicado en 1970 como anónimo, el diario de una chica que se va de casa y es adicta al LSD, o por la cantinela constante en casa y en el colegio. Los porros circulaban, sí, pero los alejé de mi. 

El autor dosifica muy bien la información así como la estructura del relato de manera que el interés en la lectura va in crescendo. Sabemos el final desde el principio, pero queremos conocer a Nela. El libro es la declaración de amor de un hermano que desnuda parte de su vida familiar y, sobre todo, muestra una verdad muy sincera. Es un atrevimiento arriesgado.

Hay sonrisas y lágrimas en el libro, hay un cine que yo frecuentaba, el Atenas, hay un primer capítulo que se llama como este blog. Todo me atrajo desde el principio y ahora que he llegado al final no puedo más que recomendar su lectura, por la forma, por el contenido y, sobre todo, por la verdad y la emoción que el autor nos obsequia. Una historia marcada "en un principio por el dolor y la tristeza, también por la incomprensión y la nostalgia, pero teñido ahora por la serena alegría y la consciente satisfacción que ofrece el haber optado por el recuerdo para honrar unas vidas que, sin duda, acabaron demasiado pronto" (pág.313).  La de Nela y la de muchas y muchos jóvenes de su generación.

Por ello quiero mostrar públicamente mi agradecimiento por presentarme una nueva amiga, su hermana Nela, que veo una y otra vez en esa foto de la cubierta y contracubierta, con toda su luz y su alegría. 

Me queda pendiente ver la película Sonrisas y lágrimas, y quizás también llorar sin saber muy bien por qué. Tal vez porque sí.


Para Nela, de mi rosal, que todavía florece en este otoño cálido


lunes, 30 de septiembre de 2024

Vayan al cine en el 47

El cine, además de arte, es un medio de comunicación que permite transmitir emociones contando historias reales, como la literatura, o denunciar hechos que el paso del tiempo ha arrinconado, o todo lo contrario, inventar mundos diferentes en los que volcar nuestros sueños. Construir ficción, con lo real con lo inventado, lo ocurrido y lo recreado, lo que no ha existido jamás y lo que sí, fantasía versus realidad.

Hubo una época en que las películas que denunciaban o contaban historias de injusticias o hechos ocurridos en la realidad mostrando la parte desfavorecida se denominó cine social. Tiene muchos detractores, los que opinan que el cine, como arte, es algo que va más allá, o los que defienden la postura que el cine es un espectáculo y como tal está destinado a entretener, divertir.

La cartelera ofrece en las pantallas estos días una película que cumple todas esas premisas: podría ser cine social, podría ser una obra de arte, podría ser una pieza que entretiene y divierte, y además, y sobre todo emociona. El 47


Vayan a verla. La trama desarrolla una episodio que ocurrió en Barcelona en los años 70, en el barrio de Torre Baró, una zona de infraviviendas que los inmigrantes (extremeños y andaluces sobre todo) construyeron con sus propias manos. NO quiero desvelar mucho, porque cada una de las secuencias ofrece muchas capas de lectura, pero el guion está muy bien estructurado y narra desde la llegada de esos trabajadores a la ciudad condal, a finales de los 50, hasta la reivindicación de mejoras básicas (agua, luz, y transporte urbano). Así, Manolo Vital, un conductor de autobús que vivía en el barrio, cansado de recorrer oficinas y despachos con solicitudes y demandas, opta por secuestrar un autobús de la línea 47, algo tan sorprendente como arriesgado. 

La magnífica interpretación de Eduard Fernández llena la sala de cine de veracidad y emoción, y la planificación del director, Marcel Barrena, ofrecen al espectador la impresión de que aquello que ve en pantalla es real, trasladándole a la Barcelona de los años 70. Yo, que entonces vivía allí, reconozco la ciudad en esas imágenes documentales que salpican la historia y en cada detalle que una magnífica dirección de arte ofrece, 

El 47. Emoción con elegancia y sencillez, una narración honesta de la realidad pero con esas dosis de ficción que atrapan al espectador. De lo mejor que ha hecho hasta ahora Marcel Barrena. Y yo, sin necesidad de ver ninguna otra película, le daría el Goya a mejor actor a Eduard Fernández.



domingo, 29 de septiembre de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (IX)

Termino con este post la serie de crónicas viajeras al hemisferio sur. 

3 febrero San Blas. Vamos en el bondi (autobús en porteño) hasta el centro y callejeamos a pesar de la ola de calor. Sigo encontrando tiendas decadentes por todas partes, galerías oscuras con garitos que podrían ofrecer cualquier cosa. Y muchos vagabundos, miseria. Es sábado y hay menos actividad en la ciudad. En el centro huele a orines y a tristeza. Hay grafitis en todas las puertas. Muchas cerradas. Muchos candados y rejas. Y sin embargo sentimos la inseguridad de sentirnos observados por el caco, el carterista, el atracador que roba para cenar esa noche o para pagarse la dosis de droga. Mi imaginario de la Barcelona de cuando era niña, en los setenta establece una comparación inevitable.



En la fachada de la Biblioteca nacional pende un enorme cartel de Julio Cortázar. Los símbolos visuales me llaman la atención, como una enorme pintura  de Eva Perón en la fachada de un rascacielos que hemos visto desde el autobús. 
 

En la Plaza del Congreso todavía se aprecian los efectos de las manifestaciones, ya lo expliqué en el post VII de esta serie, las protestas por la Ley de Milei han arrancado adoquines. La policía vigila las calles con chaleco antibalas por toda la ciudad y cuando se prevé alguna concentración se agrupan "tocineras" que me recuerdan los años setenta en Barcelona, las manifestaciones y los grises esperando con sus porras en las Ramblas y aledaños. 


En la Plaza de Mayo una rata cruza a pleno sol por delante de nosotros. Son las 13 horas. La enorme bandera argentina ondea en medio de los jardines y sobre la Casa Rosada. Imagino a Eva Perón asomada a esos balcones. 

Imagino también a las madres y a las abuelas de tantos desaparecidos, girando alrededor del centro de la plaza, con sus pañuelos blancos y las fotos de sus hijos y nietos, jóvenes, de los que todavía quedan muchos por descubrir el paradero de sus restos. Silencio y mentiras, dictadura, torturas e injusticias. Federico Bianchini escribió el proceso de una víctima, secuestrada cuando era un bebé, entregada a un militar que la educó y engañó como si fuese su hija, y que descubrió que Tu nombre no es tu nombre. (Libros del KO). También la película Argentina, 1985, con un magnífico Ricardo Darín interpretando al fiscal Julio Strassera que se atrevió a llevar a los tribunales a la cúpula militar por esos crímenes y atrocidades. El film obtuvo, entre otros premios, el Goya a mejor película iberoamericana y está basada en las grabaciones reales del juicio que se puede ver íntegro en Filmin. No pude visitar los espacios sobre la memoria que se han habilitado en lugares donde se torturaron y detuvieron a tantas personas, pero queda pendiente para el próximo viaje, como el ex ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada).


En uno de los laterales de la enorme Plaza de Mayo se encuentra la Catedral. Nos acercamos a ver el cambio de guardia que por casualidad se está llevando a cabo (en realidad lo hacen cada dos horas) y es el relevo de los dos guardas que custodian el mausoleo del general San Martín, libertador y padre de la patria Argentina, que se encuentra en el interior de la iglesia. Desfilan firmes y ajenos a los curiosos que observamos y disparamos nuestras cámaras móviles.



En la catedral encontramos también la referencia al actual Papa Francisco (Jorge Mario Bergoglio), que fue obispo en esa diócesis antes de viajar a Roma definitivamente. 

No lejos de allí, a diez minutos caminando, llegamos a Puerto Madero. Me llama la atención lo viejo y lo nuevo, lo menesteroso y lo abundante, los contrastes de encontrar nuevos edificios y rascacielos ostentosos. Cruzamos el Puente de la Mujer sobre el Río de la Plata, diseñado por el español Santiago Calatrava y que según la perspectiva me recuerda un poco a la pasarela sobre el río Ebro en Zaragoza . 


Se nota que es febrero, como nuestro agosto, época vacacional. En zonas que no son turísticas están las calles desiertas, adormecidas. El sol ilumina implacable y proyecta las sombras alargadas de los edificios sobre el vacío del asfalto.


Por la tarde nos acercamos a la Calle Florida, que es peatonal, calle de shopping le llaman allí. De nuevo, contraste. Huele a Chanel y Christian Dior. Las tiendas imitan a Europa. 

Se escuchan constantemente voces y susurros de “cambio, cambio”. Hay tráfico de pesos y dólares y hombres delgados ofrecen incansables el mejor precio para el cambio. En algunos establecimientos se admiten, e incluso prefieren, dólares. Pero hay varias tipologías, como el dólar blue, un beneficio para los turistas que aporta un precio al cambio mejor. Nosotros cambiamos nuestros dólares en oficina de Western Union, que abundan y ofrecen más seguridad que los estraperlistas callejeros.

Como ocurre en Madrid o Barcelona en que los edificios de solera se transforman en centros Primark o HM, aquí hay un centro comercial llamado Galerías Pacífico al que entramos, no para comprar, sino para admirar sus murales en las bóvedas interiores y su espectacular arquitectura. 
Está en la esquina de las calles Florida y Córdoba y al salir, se nos acercó un matrimonio mayor y nos dijo que nos estaban siguiendo, que tuviésemos cuidado, que habían notado que unos cacos nos habían echado el ojo para robarnos y venían detrás de nosotros. No percibimos a nadie que nos siguiera pero aceleramos el paso y huimos de la zona apresuradamente. Luego en el apartamento nos dijeron que los que nos habían avisado, en realidad, estaban dando la seña a sus cómplices para señalar que éramos buen objetivo, se nos veía turistas a los que robar. Aunque lo hubiesen conseguido, no llevábamos más que los móviles, las tarjetas del omnibus, poco efectivo y nuestras tarjetas de crédito. Pero vaya, que constatamos la inseguridad latente, esa que venía percibiendo desde Montevideo y que ya expliqué en los posts anteriores.


Más cosas a destacar, agradables, que me llamaron la atención, o que me enamoraron de Buenos Aires. 

La primera librería que se instaló en Buenos Aires, frente a la Iglesia de San Ignacio, en la manzana de las luces. Le llaman la Librería del Colegio pues los jesuitas, además de esa iglesia, construyeron al lado el Real Colegio de San Carlos. Es domingo y está cerrado, pero a través de las rejas y en el escaparate observo algunos ejemplares de viejo que de buen gusto me hubiese llevado. 


 
Buenos Aires está poblada de mausoleos, esculturas y banderas. Símbolos. Nos acercamos también al  de Manuel Belgrano, que fue el diseñador del sol y las rayas celeste y blanco de la bandera argentina.

Percibo un nacionalismo que sobrevive a la miseria, un orgullo de pertenencia que dignifica al porteño. Y persisten también muchos edificios mastodónticos, como por ejemplo la estación de tren y otros que imitan a Europa de principio de siglo y son la prueba del auge que Argentina vivió a principios del siglo XX. Luego pasó de ser el granero de Europa a no se sabe muy bien que. Pero adora a sus símbolos: la Bombonera y el fútbol, Maradona, Evita, Mafalda. Y los mantiene vivos en el recuerdo y en las calles. 

Me enamoro del Mercado San Telmo y de todo el barrio, centro antiguo de la ciudad que conserva sus calles y sus casas, y es un hervidero de paseantes y mercadillos, artesanos y músicos callejeros, tango, mate, pizza y asado argentino. Y Mafalda.

Me sorprende, de nuevo, la carne deliciosa que comemos en barrio San Telmo. El solomillo no lo cortan con cuchillo, sino con cuchara. Me acuerdo de los cochinillos segovianos cortados con el plato. El restaurante, como es habitual, refleja el futbol omnipresente en la sociedad. 


Me enamora el tango callejero, aunque esté destinado a turistas como nosotros. Tango. Sensual. A ritmo de calle. Sombrío. Seductor y popular. 





Buenos Aires baila y recuerda su época de esplendor, pero la realidad actual es muy dura. Como los bancos callejeros.  Tienen la apariencia de acolchado pero sólo con tocarlos uno se percata de que es pura piedra, un engaño. Están poco cuidados y sucios. El paseante sigue caminando y no se sienta.


Por la noche estamos agotados, física y emocionalmente. Buenos Aires es una gran urbe, rebosa vida y pobreza, contrastes. arte y, estos días, mucho calor. Nos acercamos hasta la zona donde estamos alojados y en Talcahuano encontramos una pizzería que todas las noches tiene unas colas larguísimas. El cuartito, se llama. Intentamos ver si hay una mesa (la cola es de los que se llevan la pizza a casa) y tenemos suerte. Ya no es la pizza, que también, es al ambiente, todo el espacio decorado con motivos futbolísticos, todo muy porteño. Enorme también la pizza, como es todo aquí en Buenos Aires. Nos sobra la mitad, así que nos la llevamos para el apartamento. Cena para mañana. 
 




El día que regresamos a España, en el aeropuerto Ezeiza, el funcionario que revisa nuestros pasaportes en el control de la aduana nos pregunta: ¿Cómo les trataron en Argentina? . Muy bien, respondemos, Los argentinos sois muy amables y cariñosos, muy risueños y acogedores. "Pero que mal tenéis el país, me atrevo a añadir.  Solo con ver la capital una ya se imagina el resto.

Entonces él me explica que su abuelo era español, que llegó allí desde Valencia en el 36. Y yo pienso en el abuelo Joan, de mi novela Cuestairse.  Nos sigue contando que ahora, la bisnieta es decir, su hija, se vuelve para España por que no hay quien sobreviva con dignidad y esperanza de prosperidad en Argentina. 


 
Y pienso en Cuestairse, en Joan, Claudia y Malena, en esos viajes de ida sin vuelta o de vuelta sin ida, y en lo que cuesta irse. De la ficción a la realidad, al abuelo del funcionario y su hija. Y pienso en los ciclos de la vida que por décadas parece que todo regrese al punto de partida, como si los hombres y las mujeres no aprendiesen de la experiencia vivida. Y en el mar y los vientos marinos, que vienen y van. y en el corazón del que habla Alfonsina Storni.

Golpe de viento
lo llevó de nuevo;
lo llevó a tumbos 
por la inmensidad.
Rodando aún está.
Se enreda en cadenas 
que golpean los flancos
de los buques...¡ay!...

Vientos marinos. Alfonsina Storni, Hacia el mar