viernes, 14 de junio de 2024

Viaje a la ficción en el hemisferio sur (IV)

25 de enero. Crudo invierno en España. Cuarto día en el verano del Hemisferio Sur. Hoy toca madrugar, pero a pesar del trasnoche del día anterior, no me cuesta nada. La borrachera de emociones mantiene alerta mis sentidos y no permite que caiga en estado etílico. Además estoy en un limbo de felicidad que deriva en ignorar todo lo que podría molestar: calor, falta de sueño y descanso. Son las siete de la mañana en La Paloma, el sol es tempranero y desde antes de las seis ya está despierto. 

El destino hoy es Cabo Polonio, un lugar al que solo se puede acceder con el transporte regulado que atraviesa las dunas. Desde que llegamos a Uruguay viajamos en un coche de alquiler de marca china que lleva el techo con un ventanuco descapotable, sobre nosotros el azul celeste salpicado de juguetonas nubes, pero no le sacamos demasiado partido por el calor y el fuego de los rayos que caen implacables, así que lo llevamos casi siempre cubierto. Dejamos el coche en el aparcamiento junto a la estación desde dónde parten los camiones hacia Cabo Polonio y subimos a uno de los vehículos, sin ventanas ni puertas, solo estructura, enormes ruedas y acero o hierro en dos pisos, como los autobuses londinenses pero desnudos y más fornidos. Muchos son vehículos de la II G.M acondicionados para trasladar a turistas y visitantes a ese paraíso donde no hay agua corriente ni suministro público de luz, donde habitan la libertad y los lobos marinos. Comienzo a percibir la anarquía nada más subir al camión, que tiene los cinturones de seguridad oxidados y muy añejos. Intento sujetarme pero el cierre no funciona. Veo que la mayoría de los viajeros no se lo pueden ajustar tampoco. Es tarea imposible. El conductor, al que no veo ahora, ha subido descalzo así que intuyo que conduce así, con sus enormes pies ennegrecidos por el sol en el pedal del camión. 




Nada más comenzar el trayecto nos adentramos en un bosque sin camino, las ruedas enormes, como de tractor, se agarran a la arena y las ramas de los árboles arañan nuestros brazos si los sacamos más allá de la estructura metálica. El sol y el aire son nuestra única seguridad. Percibo la adrenalina viajando también en mis entrañas. Los movimientos cada vez son más fuertes, con el vaivén saltamos del asiento involuntariamente y nos sujetamos las gorras y los sombreros que volarían por la fuerza del viento libre y en corrientes desordenadas. Sensación de aventura. El paisaje se va abriendo y se adivina el mar. Arena. De pronto, ante nosotros, el océano; el camión llega hasta una playa enorme, llana y corre veloz paralelo al viento, al azul del mar y a las olas que rompen incansables. Me recuerda un poco a la visita que hicimos hace un par de años en el Parque de Doñana, pero aquí es todo más grande, más salvaje. Cuando ya llevamos unos veinte minutos de viaje aparecen algunas casas y el faro que sobresale. Cabo Polonio está ahí.

 


Pisamos la calle, una avenida que no es tal, sino un camino de arena con un pasadizo elevado de madera en la vereda, para comodidad del visitante. Algunas construcciones primarias salpican a un lado y otro junto a carteles de madera que anuncian un lugar donde comer o beber, o simplemente un mensaje de orientación. 

El cabo tiene dos playas, la del sur y la del norte. Vamos primero a la del norte por un sendero entre matorrales y curiosas casas, anárquicas, todas con su porche, muchas tumbonas para fumar marihuana (legalizada y muy abundante en esta zona), beber mate o simplemente mirar al océano. Silencio. No hay coches, no hay ruido de motores. Se escuchan el viento y las olas. 



Hace calor pero el agua está helada. La playa tiene dos banderas rojas que delimitan el espacio donde la corriente del océano puede arrastrarte, habitual en casi todas las playas de Uruguay. La playa, enorme, el Atlántico, inmenso. Como dijo Jacques Cousteau, el océano nos adiestra en humildad, señalando nuestro ínfimo lugar en el vasto ecosistema del planeta. 



Huele a mar. Y a mar-ihuana. Sobre las doce del mediodía, un vendedor camina por la arena con una bandeja de hamburguesas y empanadillas caseras, y canta algo así como “burguer rica recién hecha y empanaditas de carne calentitas”. Mi mente se sorprende del contraste con el Mediterráneo donde se escucha: “al rico bombón heladoooo”. Aquí todo calentito pero el agua del mar helada, en el Mediterráneo refrescos y helados pero el mar templado.



Camino hacia la playa sur, que es una calle de arena, hay puestos de venta artesanos. No puedo resistir comprar algunas cosillas. Son los escasos habitantes del cabo que comparten espacio con pescadores solitarios, hombres de piel quemada por el sol y cabellos ásperos y enredados. Se rumorea que muchos están un poco "pirados", por la soledad y por la marihuana. Ese ambiente de anarquía, despreocupado, esa soledad voluntaria y bohemia se respira en todo el trayecto, junto con el humo de porros y quemadores de incienso. Hay una paz silenciosa y respetuosa con la naturaleza aunque se percibe también la mella del turismo, cada vez nos movemos más, la globalización y democratización de las redes invitan a los afortunados de las clases medias a llegar a paraísos despoblado que cada vez lo están menos y poco a poco se orienta todo hacia el visitante curioso.
  

         

Llegando a la playa sur el mar se recoge entre algunas piedras y la costa se cierra en una bahía donde hay menos olas pero más tránsito de familias y excursionistas que han venido a pasar el día, como nosotros, pasto de la globalización y de las redes. El porche de madera escasamente pulida frente al mar de la Perla del Cabo es tan exquisito como la comida que tomamos (imagino que tendrán generadores para mantener los alimentos en cámaras). Me pregunto que ocurrirá a las doce de la noche cuando el sol duerma, sin luz eléctrica, y solo las velas y el resplandor de la luna iluminen los espacios, y la mayoría de los que estamos nos hayamos ido. Hoy es la primera luna llena del año 2024. Pero no quiero adelantar la narración. 

Después de comer paseamos entre las singulares piedras que rodean el cabo. El paraíso, si existe, tiene que ser algo parecido a Cabo Polonio. Naturaleza pura. El suelo se cubre de millones de conchas (jamás digáis esa palabra allí si no queréis suspicacias y miradas..., ya os lo expliqué en el segundo post) y caparazones de moluscos y almejas. Da pena pisar esa alfombra de nácar y naturaleza muerta, pero es inevitable si quieres avanzar. Las enormes piedras azotadas por las olas dibujan formas y esculturas redondeadas. Cada paso es una fotografía, cada parada  un descubrimiento de la mirada a izquierda, derecha o al horizonte fundido en azules con un cielo espléndido. 

La brisa engaña a la piel, se soporta el calor, pero el sol azota con fuerza. Nos embadurnamos de protector solar. Ya en el faro, tenemos la mala fortuna (es lo único que en este viaje no salió bien) de que no está el farero y no podemos subir. Nos dicen que hasta mañana no regresará. El ejército custodia el espacio y nos permiten acceder a un mirador en la base del faro. Impresiona la inmensidad y la bravura del Atlántico, y se escuchan ya rugidos de lobos marinos, allí están, en el océano, en las piedras, subiendo, bajando, jugando con las olas, otros tumbados al sol o mirando al horizonte. Decenas de ellos. Bajamos un poco más para verlos de cerca. El tufo es intenso, huele a heces, es un hedor muy fuerte, pero se mezcla con el aroma salitroso del mar y nos quedamos prendados observándolos; pronto nuestros sentidos se olvidan del olor. O es que quizás ya nos estamos mimetizando con la naturaleza, tan salvaje y tan paradisíaca

Creo que fue Milan Kundera quien dijo algo así como que los animales no son propiedades o cosas, sino organismos vivientes, sujetos de una vida, que merecen nuestra compasión, respeto, amistad y apoyo: “La verdadera prueba moral de la humanidad, su prueba fundamental, consiste en sus actitudes hacia aquellos que están a su merced: los animales"

Seguimos rodeando el cabo. Nuestros móviles se llenan de fotografías, no queremos que la memoria olvide y para ello abarrotamos la de nuestros teléfonos. Annie Ernaux, en el documental Los años del super 8, sonríe frente a la cámara, "graba lo que jamás volverás a ver". Yo estoy segura de que este lugar es único, también de que no volveré a venir, así que fotografío toda la belleza que puedo almacenar en mi retina, pero también en mi móvil. 

Paseamos entre cactus y flores pegadas al suelo que pintan de rojo la tierra y el verde del pasto. Hay muchas piedras, el sendero se dibuja únicamente con los pasos que dejan en el tiempo los visitantes, no hay camino, es monte puro. Las escasos edificios, de una o dos plantas, individuales, salpican el terreno respetuosos, casi como si les doliera romper el paisaje. combinan piedra, cemento y uralita para cubrir el techo de las inclemencias. Nada más. Sencillez. Entramos en un almacén-tienda (creo que es la única en todo el cabo) y atrasamos el reloj cien años: Básculas de hierro, pesas romanas, productos apilados, sacos de legumbres, latas de conserva, cristales añejos y madera, mucha madera en el pavimento, en los mostradores y en la pared, es como entrar en un túnel del tiempo y, en cierto modo, me recuerda al oeste americano. Al salir, como si la magia se instalara entre nosotros, un caballo blanco nos mira sediento desde su rienda anudada a una madera.

Llega la hora del regreso y nos acercamos al lugar desde donde parten los camiones. Un hombre rasga una guitarra para amenizar la cola de espera y canta una de Sabina. En la funda del instrumento caen monedas de pesos uruguayos, que no valen nada, y algunos billetes, que también valen poco. El viaje de regreso, en otro de esos armatostes con rueda de tractor es más tranquilo que por la mañana, no saltamos tanto sobre las dunas y el viento se cuela caprichoso para refrescar nuestra piel. Bajamos luego en nuestro coche encapotado hasta La Pedrera, nos espera el espectáculo de la salida de la luna llena sobre el océano. Es una tradición (que hemos vivido ya) en esta costa uruguaya asistir cada día a la puesta del sol escondiéndose en el mar y cada mes a la salida de la luna, también del mismo horizonte, cuando está llena. En este caso, al ser la primera del año, la expectación es enorme. 

Hay carteles anunciando el evento y vendedores de bebida a lo largo de la costa. Los espectadores vamos situándonos unos junto a otros, reservando  el espacio. Algunos llevan su trípode y su cámara con objetivos que van ajustando a la luz y a la distancia. Se pone el sol, esta playa está orientada al este y no vemos como se esconde en el horizonte, así que oscurece poco a poco. Ya estamos acostumbrados al ritual: abrigarse piernas con pantalón largo, brazos con jerseys, sudaderas y foulards para mitigar el fresco, y gorras que cubran cabezas peladas o con cabellos zarandeados por el viento.

Jugamos a hacer fotos con la mano que sostiene la luna llena. Parece un sol. Nadie diría que no es un amanecer, está anaranjada y refleja en el mar un destello soleado. Pero es la luna. La primera del año. Enero de 2024. Me siento afortunada por tanta belleza, tanto mar, tanta felicidad y tanto amor, de mi familia y de mis amigos uruguayos, que son los mejores anfitriones imaginables. Gracias a Cuestairse estoy viviendo esta experiencia. Como dice Annie Ernaux, publicar un libro no te cambia la vida, pero hasta ahora me está regalando mucha alegría.









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