Aunque parezca que lo que os voy a contar esté inspirado por
el oportunismo, os juro que es verdad lo que me ha ocurrido, pues la vida está
llena de casualidades. Casualidades que a veces se
convierten en causalidades para desatar el pensamiento, que en este caso quiero
compartir, por lo casual y causal que resulta.
Esta madrugada se ha cambiado la hora para adecuarla al
horario de verano. Nos hemos levantado, este 29 de marzo de 2020, inmersos en
un confinamiento en el que cuento ya quince días, hoy será el decimosexto. Y los próximos días se anuncian más duros todavía. Una
horrible pandemia está asolando el mundo y amenaza no solo con atacar a los más
vulnerables y desfavorecidos sino que está haciendo temblar también los pilares
geopolíticos que sostenían nuestra estructura social y política. La Unión
Europea, como sabéis, no está respondiendo a la altura de lo que sería de
esperar. La brecha entre el norte y el sur es de nuevo evidente, más incluso
que en la crisis del 2008. Económicamente, no hay una unión real, aunque todos
utilicemos la misma moneda.
El Covid-19
o coronavirus infectó al primer caso en China pero en poco más de 3 meses se ha
extendido por todo el globo terráqueo. Llegó a Europa a principios de febrero
atacando primero Italia, luego España y rápidamente el resto de países. Ha
saltado también el charco y se está expandiendo como si se tratase de la
pólvora que usaban en la conquista del Oeste desde New York hasta San
Francisco. En Latinoamérica puede ser un horror si se ceba en naciones donde el
sistema sanitario y las condiciones higiénicas no puedan combatirlo, y no
digamos en el continente africano. Me horroriza pensar la masacre y el desastre
humanitario que pueda ocurrir entre la población subsahariana o en India, o en
los campos de refugiados (por llamarles de alguna manera) que hacinan miles de
personas desvalidas y desprotegidas.
Pero bueno, esta reflexión inicial que daría para mucho
debate, no es el objeto de esta entrada. Se trata de Europa, en este caso, a lo
que quiero llegar. Y todo se ha desatado en mi mente por el cambio de hora. Veréis,
cuando España entró en la Comunidad
Económica Europea, allá por los años ochenta (el 13 de Junio de 1985 Felipe
González escenificó la firma del Tratado junto al ministro de Asuntos
Exteriores, Fernando Morán, bajo la atenta mirada del Rey (emérito hoy) Juan
Carlos I) yo tenía 23 años. A partir del
1 de enero de 1986 España ya estaba integrado de hecho en la CEE (no se le llamó Unión Europea hasta
1992 con la firma del Tratado
de Maastricht). En 1992 yo cumplí 31
años y además del cambio de denominación de la unión de países europeos (con
idea de eliminar fronteras y un proyecto de moneda común) en España se
celebraron las Olimpiadas
de Barcelona y la Expo
de Sevilla. Mis recuerdos darían para muchos pensamientos escritos. Pero
volvamos a Europa.
No sé si fue en 1986 o en 1992 pero desde entonces (desde
siempre para mi memoria) en la cocina tenemos una banderita europea pequeña de
porcelana. Siempre ha estado ahí. No recuerdo de donde salió. Seguramente algún diario o producto de
alimentación (Yogurt, patatas fritas, cereales para el desayuno o salchichas de
frankfurt) la regaló con la compra. Entonces mis hijos eran pequeños y solía
comprar esos productos. Con el tiempo ni salchichas ni cereales, aunque sí
patatas y yogurt. Pero la UE sigue en pie. Todavía. No sabemos muy bien si
sirve para dictar normas de déficit, tipos de interés y alguna cuestión
económica, pero desde luego desde el punto de vista social solidario, en mi
humilde opinión, sirve de poco. Sin entrar en política, se ha reclamado estos
días horribles de crisis sanitaria, políticas comunes de actuación (cada uno va
por libre en la aplicación de medidas) y de solidaridad económica (coronabonos
le llaman algunos). Y se tambalea la unión, porqué cada uno tensa la estrella
de la bandera para su lado.
Vuelvo al cambio de hora para que podáis entender todo esto.
La banderita de la UE, azul, con las estrellas amarillas, descansa en una
repisa pequeñita del reloj de mi cocina. Un caprichoso artilugio que simula una
casita a modo reloj de cuco, pero sin cuco. En esa repisa, además, hay dos reyes
(que ahora que lo pienso en esta historia podrían ser el emérito y el joven) de
los que salen en el roscón el 5 de enero,
un burro que salió en algún otro roscón de San Blas, imagino, y un conejo o
ratón sobre el que no distingo muy bien qué clase de animalito es. Todos
estaban con la bandera de la UE. Sin ningún sentido ni unión, sin ningún
significado. Simplemente son esas chorradas que no sabes dónde colocar y hasta
que van a la basura reposan ahí, en este caso, en la repisa del reloj. Pero hoy, han tomado vida en medio de distopía que se ha convertido en realidad.
En el móvil, en la tele, en el ordenador y todos los
aparatos electrónicos la hora se cambia sola (algo que siempre me ha llamado la
atención, por cierto) y al levantarme esta mañana he visto como eran las diez
(aunque para mí cuerpo seguían siendo las nueve). Este domingo tendría una hora
menos. Tras el desayuno he cambiado la hora de los relojes analógicos (el de la
cocina y el del salón) que cuelgan de la pared. Y al hacerlo, la bandera de la
UE se ha caído y se ha hecho añicos.
Y se ha desatado el pensamiento.¡Vaya, qué casualidad!
¡Ahora que la UE se desmorona, que se cuestiona si es realmente una unión, va y
se rompe la bandera! Después de más de treinta años. De ahí a estas líneas hay media hora en la que me he
debatido si vale la pena que la pegue, esa Unión Europea insolidaria, donde los
países del norte se distancian cada vez más del sur, o mejor que tire ya
banderita a la basura y con ella ese sueño de Unión Europea. Pero he pensado que los añicos encajan bien, que tan
apenas se notaría con dosis de buena voluntad, con solidaridad para los más
afectados: un Plan
Marshall, dicen algunos, como el que reconstruyó la
economía de Europa después de la II Guerra Mundial.
Claro, en la repisa del reloj de mi cocina siguen esos dos
reyes, inútiles que ni siquiera para adorno tienen valor, el burro (tan bonico
y tan simple) y ese ratón-conejo que no sé muy bien cómo definir. Y he decidido
pegar la bandera. Con pegamento fuerte, de ese que dicen que nunca se despega,
por los siglos de los siglos. Y la he puesto de nuevo en la repisa. Porque la
esperanza es lo último que debemos perder, sobre todo en estos días tan
difíciles que nos toca vivir. No hay que crear falsas esperanzas, claro, pero
desde la realidad más dura, tampoco tenemos que dejar de desear que todo vaya a
ir bien.
Mucho ánimo. Cuídense todos. No salgamos de casa. Y si nos
ocurren casualidades como ésta, no dejemos de pensar. El pensamiento sirve para
la reflexión y, por qué no, para la unión. Aunque sea con pegamento.
Gran artículo!
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