Me lo regalaron para mi cumpleaños, en julio, y hasta hace
una semana no había comenzado a leerlo. En estos seis meses (nací a finales de mes) mucho he escuchado y
leído sobre Ordesa, de Manuel Vilas. Y sin embargo, más allá del éxito
por las nuevas ediciones (hasta catorce) he pasado de largo por todas las críticas
y comentarios, para llegar “virgen” a la
lectura. Lo tenía sobre la mesa y veía cada día lo de: “ESTA HISTORIA TE PERTENECE. Todo el mundo está leyendo Ordesa”. Y aunque
pensaba que eso era demasiado pretencioso por parte de la editorial Alfaguara y
que era solo una estrategia de venta, me hacía sentir culpable porque yo no lo
estaba leyendo. Pasaban los días y no encontraba el momento. Llevaba otras
lecturas entre manos. Pero yo era también parte de ese mundo, ¿o no?.
El caso es que llegado el momento he devorado el libro en
poco más de cuatro días. Confieso que el segundo estuve a punto de abandonar: desgarro,
perturbación... Pero no lo hice. Hipnotizada por el estilo narrativo directo, sincero y tan hilado con la realidad seguí adelante. En el fondo, a todos
nos encanta sentarnos en La ventana
indiscreta, porque en la vida de los otros nos reflejamos a nosotros mismos
desde afuera. Así duele menos.
Y me encontré con un libro que arroja sentimientos sin
ñoñería, que habla de amor en prosa poética vomitada desde las entrañas del
autor, que se confiesa desnudo en la intimidad de las palabras. Ese acto de
escritura profundo y privado que como indica Miguel
Angel Furones en Yorokobu: "Escribir debe ser un acto íntimo. Aunque luego ese texto se convierta en un best
seller o en el último episodio de Juego de
tronos, ha de nacer de un ejercicio de introspección en el que nos
encontramos a solas con nosotros mismos. Y eso es, precisamente, lo que lo hace
tan interesante”
Y hemos de agradecer a Manuel Vilas que lo haya hecho. Y que
lo haya publicado para compartirlo. La reflexión es mucho más que eso. Vilas
muestra la historia de la segunda mitad del siglo XX en una España donde los
pobres soñaban con ser ricos trabajando a destajo y todo quedó en un sueño
porque la clase media siguió siendo media y los hijos de la clase media como
mucho consiguieron ser de medianía un poco más alta. Algo hemos mejorado,
claro, pero ningún pobre (a excepción del gallego creador de la cadena textil
que triunfa en todo el mundo y algún otro afortunado) dejó de serlo por
trabajar a conciencia.
Vilas habla de amor desde la materialidad de los objetos y
eso hace que cobren vida, que la realidad del recuerdo los mueva y sean
presente, emoción, ternura, ironía, dolor, mucho dolor. Los colores también
tienen vida, el azul, el amarillo son más que tonalidades, son vida y muerte.
La familia es el hilo conductor, ese núcleo al que
pertenecemos sin elegir y que nos marca, que es nuestro origen y que cuando
crecemos es también nuestro futuro, el amor filial, paternal, maternal es felicidad
pero también de dolor. Los personajes son músicos que intentan componer una
sinfonía sin pentagrama.
A veces irreverente pero paradójicamente respetuoso, Vilas
teje los textos de Ordesa. Implacable
consigo mismo, el libro es un acto de amor hecho público, desde el dolor de la propia
vida cuando el abismo de la reflexión muestra la soledad íntima del ser humano.
En uno de los capítulos Vilas confiesa que quería ser
escritor para ser estimado como tal. Y él cree que no lo es todavía. Yo pienso
que está equivocado. Ordesa no es una
novela. No es un diario. No es un ensayo. Es literatura. Innovadora.
Aunque mi opinión no sea relevante, más allá de la de una
lectora más, el reconocimiento se materializa en las catorce ediciones que
lleva el libro en solo un año. El hashtag
@Granvilas te va como anillo al dedo y creo que ya puedes darte un baño de
vanidad merecida, Manolito.
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