El modelo de las televisiones
privadas que operan en nuestro país basa sus rendimientos mayoritariamente en
los ingresos publicitarios que sostienen una programación cada vez más
encaminada al espectáculo y menos a la información. Cuanto más espectáculo más espectadores y más ingresos por publicidad. Incluso en los programas
informativos como los noticiarios o debates, se busca también una estructura
que ofrezca al espectador espectáculo. Y es que la televisión, que se concibió
como un medio de comunicación dirigido a
las masas, se ha convertido en el principal actor de una sociedad del
espectáculo, donde se confunde información y entretenimiento cada vez más a
menudo.
Mario Vargas Llosa, define a la
civilización del espectáculo como aquella donde “el primer lugar en la tabla de
valores lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse, escapar del
aburrimiento, es la pasión universal” (La civilización del espectáculo, 2012). Y añade que las consecuencias, además de la “banalización de la
cultura y la generalización de la frivolidad”, provocan en el campo de la
información que “prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el
escándalo”.
Si por otra parte, consideramos
que la política es aburrida (excepto para aquellos, cada vez menos, que vocacionalmente la viven como una
profesión al servicio de los ciudadanos) y que, como afirma Vargas Llosa ha
sufrido también una “banalización supeditada al gesto y la forma en que los
políticos adoptan para transmitir sus mensajes”, podemos entender porqué cada
vez más los políticos utilizan sus apariciones en televisión para contactar con
los ciudadanos de a pie. Y el discurso, revestido de espectáculo, se convierte en diversión o entretenimiento
para el espectador.
Las apariciones televisivas
fueron al principio debates pre-electorales donde se constató el poder del medio (recordemos que Nixon perdió su campaña
frente a J.F. Kennedy en 1960 por un debate televisivo), pero que en nuestro
país se han convertido en un rito aburrido y soporífero, donde el bipartidismo utiliza el discurso del “y tú más” para echarse trapos sucios y
demostrar que conocen muy bien los datos y las estadísticas del paro o la
economía mientras proclaman promesas que nunca llegan. Así, lo que en principio fue una ventana para acercar el político al ciudadano medio,
se ha convertido en un arma que provoca el efecto contrario y hace mella en la
credibilidad de ese señor que siempre
dice lo mismo sea del partido que sea.
En este punto, habría que
detenerse un instante (o una eternidad), para considerar que el desprestigio de
la clase política no se ha instalado solamente por esa falta de credibilidad
argumentada en promesas incumplidas y palabras carentes de signo, sino por una
corrupción generalizada en casi todos los partidos que ha provocado un
alejamiento radical entre los ciudadanos y los políticos y una desconfianza
total que verticalmente aumenta cuanto
mayor es el grado del político y menor es el del ciudadano. Pero este sería
objeto de otro post, que podríamos titular el espectáculo de la corrupción, y
que lamentablemente es un espectáculo demasiado repugnante y siniestro.
Las clases sociales mayoritarias,
las denominadas clases medias (mientras el estado de bienestar todavía se
mantiene), adoptaron la televisión como medio de comunicación principal para
obtener información. Y los políticos cuidan de manera especial el gesto y la
forma (es sabido que en sus mítines preelectorales ofrecen frases resumen para
que aparezcan en los informativos de televisión, y controlan en todo momento el
instante en que se conecta en directo para decir aquello que conviene al
espectador). Pero todo esto ha fallado.
Y lo saben.
Los nuevos partidos, conocedores y
buenos estrategas de la comunicación, irrumpieron en el escenario político propulsados
por sus apariciones en televisión. Así, los debates matinales fueron el escaparate donde Pablo Iglesias
llegó a los hogares de los españoles, con su coleta y su discurso esperanzador.
No quiere decir esto que el televisor fuese su único mérito, pero sí el medio
que utilizó para darse a conocer.
Los políticos ofrecen ahora
entrevistas, apariciones en los programas de debates televisivos y últimamente también, en programas de
entretenimiento. El espectáculo está al servicio de la política también. Esos señores y señoras que visten de traje en
el Congreso de los Diputados y se
enfrentan verbalmente entre ellos, nombrando artículos y leyes incumplidas,
datos económicos vertiginosos y proyectos de mejora imposibles, aparecen ahora
sin corbata o con vaqueros y sandalias, respondiendo a las preguntas más
comprometidas, e incluso bailando o afeitando globos si fuese necesario.
Así, tal como el periodismo se
preocupa por entretener mientras informa, el político se sirve del
entretenimiento y el espectáculo para acercarse al ciudadano y recuperar el
espacio perdido y la credibilidad. Bajo
un formato de entrevista que se combina con información, lo que se ofrece es un
espectáculo que llegue a la opinión pública mostrando a la clase política como personas
“normales”, que hablan coloquialmente de manera cercana e incluso bailan…
El pasado martes pudimos ver a Soraya Sáenz de Santamaría bailando en El Hormiguero (A3) rodeada del glamour más
propio de una aspirante de estrella en un programa de cazatalentos musicales
que de una Vicepresidenta del Gobierno. La misma señora que todos los viernes
aparece en la pequeña pantalla en rueda de prensa como portavoz del gobierno
que dirige nuestra nación. También Miquel Iceta bailó en un acto de campaña en
las elecciones catalanas. Y fue criticado (ridiculizado casi) por ello. Igual que Pedro Sánchez cuando habló en un programa de entretenimiento de tarde en Telecinco. Parece que ahora
ya no se critican entre ellos por eso y lo aceptan como algo habitual ¿Por qué?
Quizás porque el espectáculo sea el único medio que les queda.
Entonces, me pregunto, ¿Cómo hemos
evolucionado desde aquellos griegos y aquellos romanos que en la polis debatían
inteligentemente sobre cómo mejorar nuestra sociedad? Política viene etimológicamente
del latín politicus y del griego
polis, relacionando lo relativo al orden de las ciudades y la participación
ciudadana. Ahora, en una sociedad del
espectáculo que busca superficialmente el entretenimiento, ¿puede influir el
uso de ese entretenimiento con fines políticos en nuestro sentido más crítico?
Finalizo como he comenzado, con una cita de M. Vargas Llosa: “La necedad ha
pasado a ser la reina y señora de la vida posmoderna y la política es una de
sus principales víctimas”. No es el apocalipsis porque todavía somos capaces de
ponerle solución; todavía mientras seamos capaces de discernir la información
del espectáculo, la manipulación frente a la crítica racional e independiente. Si la televisión banaliza la cultura y la
política para convertirlos en espectáculo, y la información escrita (en papel o en
internet) de algunos medios de comunicación también, deberemos cultivar la
capacidad crítica para dejar de ser espectadores y lectores pasivos y discernir
QUÉ ES LO QUE NOS QUIEREN CONTAR y no ver sólo lo que nos cuentan.
Si ya Burke denominó en el siglo XVIII a la prensa como el cuarto poder, el espectáculo se podría convertir en el siglo XXI en el quinto poder. Porque ya falta poco para la campaña de las próximas elecciones generales del 20 de diciembre y seguro que los políticos siguen bailando o incluso aparecen en televisión en delantal elaborando turrones y dulces navideños y ofreciendo recetas caseras a cambio de votos.
Si ya Burke denominó en el siglo XVIII a la prensa como el cuarto poder, el espectáculo se podría convertir en el siglo XXI en el quinto poder. Porque ya falta poco para la campaña de las próximas elecciones generales del 20 de diciembre y seguro que los políticos siguen bailando o incluso aparecen en televisión en delantal elaborando turrones y dulces navideños y ofreciendo recetas caseras a cambio de votos.
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