Entramos en la sala de cine
conscientes de que lo que vamos a ver es una ficción. Una película realizada con efectos
especiales, interpretada por actores y, en la mayoría de los casos, basada en
un guión que no corresponde a una historia real.
APAGAN
LAS LUCES Y COMIENZA LA PROYECCIÓN. Las imágenes que acompañan
los títulos de crédito nos emocionan. Por su belleza. Planos
encadenados que al principio parecen un mosaico artificial, de bellos colores y
formas. Nos damos cuenta que es una realidad. Son
planos cenitales de un paisaje que todavía no situamos en el globo terrestre.
Pero existen.
La historia comienza.
Aparecen los actores, Javier Gutierrez y Raúl Arévalo, que interpretan a dos policías.
Estamos en los ochenta, reza un crédito. Es todo tan real. Aunque cuando
finaliza la película, concluimos que tal vez el vestuario nos remite más a los
setenta, con aquellos pantalones pata de elefante y aquellas camisas con
cuellos inmensamente enormes. Y sin embargo nos lo creemos como algo real.
La dirección
de arte es impecable, con unos escenarios reales y un atrezzo
intradiegético. Todo detalle aporta algo a la historia, desde los
coches, los cuadros, las cruces, las puertas... No hay plató. Todo es real. Y
nos lo creemos. Cada vez estamos más inmersos en la historia que nos
cuentan. La naturaleza está presente. No sólo en los paisajes, los
humedales, los campos de cultivo, el polvo, las aves. Imágenes
reales. Y sonidos que introducen nuestros sentidos en esa
realidad: las moscas revoloteando en el ambiente.
Sin embargo, Alberto Rodriguez abusa en la dirección de los primeros planos y el punto de
vista no es siempre el del espectador. Despista una poco esa ambivalencia: en
ocasiones son planos subjetivos de los personajes y, en otras, planos
omniscientes. La narración es multiperspectiva, con varios puntos de vista y,
en algunas ocasiones, el plano no está al servicio de la historia, sino que es
un deleite visual del director que enturbia la visión del espectador. Pero se
acepta, por que la fotografía es impecable. No sólo por los
encuadres, sino por la iluminación y el tratamiento de color. Muchos planos
nocturnos, gran cantidad de exteriores y un gran trabajo Alex Catalán. De premio.
Aparecen unos cadáveres.
Nos los creemos por que el maquillaje es tan perfecto que hasta nos hace girar
la cabeza de repugnancia. Es todo real. Ya no nos acordamos que cuando entramos
en la sala sabíamos que aquello era una ficción.
Los personajes están bien trabajados. Almas que viven
en un pueblo de Andalucía. No hay estridencias, porque los actores realizan tan
buen trabajo: nos creemos esos personajes. Las psicologías de sus actos, de sus
miradas, de sus llantos... son una realidad. Los dos policías presentan,
además, una contradicción que nos mantiene en vilo. La historia en sí misma se
teje de subtramas que aportan toques de
interés permanente para seguir avanzando y descubriendo, como espectadores, lo
que nos quiere contar esa película que estamos viendo. Son reales, reflejo de
una España no tan lejana, que está presente en nuestro imaginario. Es una
película, sí. Pero es también un conjunto de realidades que han ocurrido. Y nos estremecemos.
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