Los domingos por la mañana en Madrid es casi obligado ir al rastro.
El rastro es un enjambre de puestos ambulantes donde puedes encontrar desde unos calcetines hasta una corneta para el alguacil del pueblo, pasando por bolsos, pañuelos, jerseys, camisas, pantalones, hilos, relojes, cuadros, zapatos, cds, dvds, collares, cojines, sillas, lámparas, perritos de juguete que saltan y ladran, cochecitos de madera, palitos de incienso, joyeritos, etc, etc, y hasta réplicas de máscaras antiguas y cascos de la segunda guerra mundial. Es un ir y venir de gente y miradas, paseantes y comerciantes, turistas y madrileños, niños, ancianos, mujeres, jóvenes, matrimonios castizos, rokeros, punkis, negros, chinos, magrebíes.
Una orquesta donde la música no suena bajo la batuta de ningún director.
Se escucha en la Ribera de Curtidores el organillo madrileño. La anciana que gira el molinillo seguro que ha bailado alguna vez en la verbena de la Paloma al ritmo del chotís castizo.
En la plaza del Cascorro el dulce Adagio in G minor by Albinoni se armoniza tan sólo con copas de cristal y agua. Y sin embargo, si cerramos los ojos, suena como los mejores Stradivarius que pudiésemos imaginar .
Cuando me alejo del Rastro, ya llegando casi a Tirso de Molina, una pareja de griegos o eslovacos, o rumanos, o … ¡que importa! cantan alegremente en su idioma al ritmo del acordeón que el hombre toca con fuerza. Les ignoran los grafitis que hay tras ellos y algunos paseantes, pero a mi me llenan de alborozo y me contagian el ritmo optimista de sus voces. Y la rabia.
Todo cabe en el Rastro madrileño. Y aunque todos escuchamos a la misma orquesta unos siguen el ritmo a su aire y otros buscan la batuta para poder interpretar.
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