lunes, 1 de junio de 2020

Calendario. Tiempo, números y vida.


Calendario en mi cocina, con números muy grandes y el santo del día.

Comienza el mes de junio. En lunes, así que también comienza una nueva semana. Atrás queda mayo. Y abril, y marzo. Contar los días. Las semanas. Los meses. Setenta y nueve días llevamos hoy en estado de alarma. Poco más de tres meses desde que comenzaron a conocerse los primeros casos de coronavirus en España. Cuatro semanas desde que pasé por el quirófano en pleno confinamiento. Siete meses y medio desde que pasé por el quirófano antes de la pandemia. Contar los días que faltan para volver a revisión médica. A una y a otra. El calendario se ha convertido en una sucesión de recordatorios de visitas médicas, renovación o cambios de tratamientos, confirmación del parte de baja… También para contar los 68 días hasta que pisé la calle. O los diez días oscuros y boca abajo. O por el contrario para contar los paseos, luminosos y coloridos, que ya son ocho. Vida de nuevo.

Los calendarios sirven para recordarnos en que día vivimos. Tenía una tía que lo miraba todas las mañanas para  saber cuál es el santo del día. Ahora ya hay pocos calendarios con el santo, a casi nadie le importa. Yo conozco las fechas de los santos de mi familia, aunque no lo celebramos. Calendarios y santos siempre han estado presente en mi vida, de una manera u otra. Por tradición y por costumbre los segundos. Por devoción a la vida los primeros.

Quiero asociar el calendario de hoy a la vida. Como si de un nuevo inicio se tratase. No solo del mes o de la semana. Quiero dejar de contar los días de confinamiento, de estado de alarma, de reposo absoluto, de rehabilitaciones, de días oscuros y con el mundo al revés. Y además, como si de una atracción positiva se tratase, conozco a estas horas de la tarde un dato esperanzador. Hoy es el primer día en que los datos no muestran ningún fallecido en nuestro país con/por la COVID-19. Después de tres meses de cifras necrológicas que arrojaban decenas, cientos y miles de muertos hoy lunes 1 de junio, primer día de la semana y primer día del mes, no hay ninguna persona en ese registro fúnebre.

Los actuales calendarios julianos (se llaman así porque fue Julio Cesar quien lo estableció), que representan un giro de la tierra completo alrededor del sol (365 días) se componen de números. Y algunos todavía incluyen los santos. Los números sirven para contar, para descontar, para acumular, para restar. El número 0 no existe en el calendario porque representa la nada y ningún día no puede no existir. Pero hoy, el número 0 está presente en nuestro calendario porque abre la hoja de la esperanza, de que vamos a salir de ésta. Y como mi tía, miro hoy en el calendario  que cuelga en mi cocina para ver que santo es. Vaya, no hay ningún santo hoy. Es lunes de Pentecostés. Busco el significado en Google pues mi catecismo está ya muy olvidado. Para los cristianos conmemora, cincuenta días después de la Pascua, la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles. Sin Fe, resulta difícil de creer y de entender. Los que tienen Fe, tienen esperanza, dicen. Mi fe consiste en tener esperanza para quizás algún día poder creer.

Pero más allá del Pentecostés, del calendario, de los números, de contar y descontar hoy es especial por el cero. Ese número que hoy lunes 1 de junio no significa la nada, sino la vida. Y por eso he aumentado los caracteres del ordenador y me he puesto a escribir este pensamiento. Un recuerdo para todos los fallecidos (las cifras superan los 27.700 en España y los 300.000 en todo el mundo) que se han ido en soledad y silencio. Un hálito de esperanza porqué a partir de ahora todo va a ir mejor, seguro. Junio no comienza con el 1. Comienza con el 0. Y no sé si es el Espíritu Santo o la propia vida, pero de esta salimos seguro. Y un grito de alegría personal por la vida y por el tiempo, por los calendarios y por seguir contando los días que vendrán.

“Hay un hombre que mira el tiempo
mientras otro la eternidad.
Uno la vida, otro la muerte,
uno la guerra, otro la paz.
Miramos, sentimos y somos
algo que en nosotros no está:
El soplo mágico y ajeno
que los otros seres nos dan.
Cuando uno muere falta el otro
su hermosura y oscura mitad”.

Fragmento de La pérdida, poema de José Hierro (Alegría,

martes, 19 de mayo de 2020

Cambios de planes en positivo



Hoy estaríamos regresando de Croacia. Pula, Krk, Plitvice, Zádar, Dubrovnick… Otra vez será. Solemos viajar en las dos primeras semanas de mayo, y siempre cuelgo en Facebook fotos que ahora me aparecen todos los días en mi perfil recordándome lugares y momentos maravillosos. Más allá de los vuelos cancelados y las anulaciones de las reservas de alojamientos, esta pandemia ha cambiado nuestros planes y ha restringido nuestros movimientos para evitar la difusión del virus Covid-19. Personalmente llevo ya confinada 67 días, uno mas desde que comenzó el estado de alarma, y sin salir a pasear aunque en el municipio donde me encuentro ya se puede desde el 2 de mayo. Y es que, precisamente ese día, pasé por el quirófano por una urgencia que me sobrevino (no coronavirus). Lenta recuperación desde entonces en la que me resultaba imposible hacer nada, ni ver cine, ni leer, ni escribir tampoco. Veo la última entrada de este blog que se titula Nunca pasa nada y hablaba también de confinamiento y cine. A veces el orden de las cosas se precipita. Hoy, casi un mes después, con un día espléndido y la primavera ya avanzada, creo que finalmente podré salir a estirar un poco las piernas. Y agradezco, a pesar de todo, a la vida, que pueda hacerlo. Igual que le agradezco que me permita escribir estas líneas, no sin cierta dificultad. Pero quejarse no lleva a ninguna parte, sino al estado más negativo al que podríamos llegar.

Lamentarse por lo que se podría haber hecho tampoco. No he podido ver ni leer pero sí escuchar. Protestar es un derecho, claro que sí, pero hacerlo para sacar rédito político me parece poco ético y amoral, por calificarlo de una manera educada. Me indignan algunas conductas. Y algunos discursos; utilizar los casi 28.000 fallecidos en nuestro país como arma arrojadiza es ruin. Yo creo en la buena voluntad de las personas y todos cometemos errores, más aún cuando nos enfrentamos a lo desconocido. Estamos en una situación que jamás hubiésemos deseado y algunas películas que calificábamos de fantásticas imaginaban como Contagio (Steven Soderbergh, 2011).  Pero la ficción se ha convertido en realidad y toca asumirlo y trabajar juntos. Cada uno desde su pequeñita parcela. La mía, en estos momentos de convalecencia, es escasa. Así que lo único que puedo aportar es el consejo de ser respetuosos, generosos, positivos y muy prudentes en nuestras salidas, en nuestras acciones cotidianas. Saquemos esa buena voluntad en la que creo; trabajemos juntos para afrontar cada una de las fases. Esa nueva normalidad que nos espera será diferente y no podemos pretender volver a vivir enseguida como lo hacíamos en la primavera y el verano del 2019. Asumir y entender eso será parte de la recuperación de toda la sociedad y lo más útil para que no surjan nuevos brotes que puedan paralizar de nuevo nuestro sistema sanitario. Todos hemos de aprender de esto y ser positivos en nuestra responsabilidad social, que comienza con nuestra responsabilidad individual. Y austeridad, tan olvidada en nuestra sociedad de consumo globalizada. Ella debe ser una de nuestras mejores aliadas. Austeridad en todos los sentidos. Como un modelo y método que acompañe nuestras acciones, nuestros movimientos, nuestras declaraciones. Que no es lo mismo que resignación. Hay que moverse, sí, en todos los aspectos sociales, económicos, culturales, etc.

Y Croacia estará ahí dentro de un año, o de dos, o de tres. Seguro que en algún momento podremos visitarla y esta guía que adquirimos en febrero para organizar el viaje seguirá en mi estantería, como un recordatorio de lo que podemos y debemos hacer y no hacer. En positivo. 

miércoles, 22 de abril de 2020

Nunca pasa nada


Llevamos ya cuarenta días. Pero esta cuarentena va a ser mas larga. De momento se ha prorrogado el Estado de Alarma y tenemos por delante 18 días más, sin garantía de que a los 58 días finalice este confinamiento. Aunque nos empeñemos en mantener el optimismo y el buen tono, es inevitable que algún día se nos haga largo y nos invada el desasosiego. Es humano. La tragedia que estamos viviendo va más allá de la alarma sanitaria y las cifras. No podemos dejar a un lado la tristeza por tantos y tantos fallecidos que además se van en silencio, sin despedidas y en soledad.

Nada es comparable pues nada parecido se había vivido hasta ahora en la historia que nos precede, en una sociedad siempre en desarrollo desde hace siglos. Claro que han ocurrido otras pandemias, pero nunca desde que nuestro modo de vida es el que es.

Y además, se une la incertidumbre de no saber cómo cambiarán nuestras costumbres y nuestros hábitos, nuestro trabajo y nuestras relaciones cuando se abra la puerta para retomar nuestras vidas. Es una certeza que en un futuro próximo casi todo será diferente.

No sé si es por eso,  pero a mí me da por mirar al pasado estos días a través el cine y estoy viendo películas en blanco y negro. Historias que reflejan también “otro tipo de confinamiento” como Nunca pasa nada (Juan Antonio Bardém, 1963), crítica (osada para la época) de la España de los años sesenta del siglo pasado. La historia se desarrolla en una pequeña ciudad del interior, triste y confinada en un letargo gris, al que llega una vedette francesa (Corinne Marchand) llena de vida y color, sin los prejuicios ni las hipocresías que tejen la vida diaria del pueblo. La película estuvo en Festival de Venecia en 1963 y se estrenó primero en Méjico y luego en España al cabo de dos años, en 1965, tras pasar por la guillotina de la censura.

Creo que es buena opción para estos días. Además de disfrutar de una estupenda Julia Gutierrez Caba, que interpreta a una sufrida víctima del machismo y de la falsa moral, la película refleja las costumbres, la mentalidad y cómo se vivía en aquellos años en el medio rural…otro tipo de confinamiento que ahogaba a sus habitantes en la tristeza y el tiempo detenido.
Nosotros vemos la salida de esta situación a corto plazo. Ellos, lamentablemente, tardaron todavía unos años más en abandonar su confinamiento arcaico y gris.

La película está disponible en @FlixOle y @MovistarPlus.


domingo, 19 de abril de 2020

Calabuch



Calabuch (Luis García Berlanga, 1956) es, además de cine genuinamente berlangariano, pura ternura e ingenuidad. Calabuch es bondad y sabiduría, es quietud y paz, es amistad y generosidad. Esas de las que necesitaríamos ahora unas buenas dosis en medio de esta situación pandémica, confinada y sobreinformada en la que todos, en mayor o menor media, saben o sabemos de casi todo.  Calabuch es humildad también

Calabuch es sol, es mar. Calabuch es blanco de casas encaladas y bermejo arrebolado de tejas envejecidas. Pero también es gris y negro de una cinta en 35 mm. Y sutileza en la crítica de una época en la que el confinamiento era general y atemorizador, en el que la censura callaba cualquier ápice de libertad. Berlanga es el genio que puede volcar todo eso en la pantalla a través de unos personajes que son lo representan; ternura, ingenuidad, bondad, sabiduría, quietud, paz, amistad, generosidad. Y convierte ese blanco y negro en azul brillante y luminosidad soleada sobre una costa todavía desierta en aquella época.  Y los fuegos artificiales tienen millones de colores con explosiones de felicidad, de libertad y de esperanza.

Ayer criticaba las muchas recomendaciones que se están haciendo estos días. Permitidme que hoy, en pura contradicción, os recomiende esta película. Además de poder encontrar esa metáfora que os apunto  en las líneas anteriores (para no hacer spoiler ninguno si no la habéis visto), podréis disfrutar de los geniales Pepe Isbert, Manuel Alexandre, José Luis Ozores o del galán Franco Frabizi. Además, a sus 82 años, fue la última película que el actor Edmund Gwenn,  protagonizó, ganador de  un Oscar en 1948 por De ilusión también se vive (George Seaton, 1947).

Calabuch es el nombre ficticio del pueblo al que llega Jorge Serra Hamilton, un científico especialista en energía atómica… Se rodó en Peñíscola cuando la costa todavía no estaba llena de turistas (ahora la playa estará igual de vacía que entonces, y ya veremos este próximo verano). Si conocéis la zona es curioso ver el pueblo antiguo, el castillo todavía sin restaurar, y la zona costera sin hoteles ni apartamentos. Hay unos planos aéreos magníficos. Y poco más os quiero contar. Vedla. La podéis encontrar en Flixolé.com que estos días permite el acceso gratuito a todo su catálogo, amplia muestra del cine español de todas las épocas.

sábado, 18 de abril de 2020

Al abrir el balcón


Más de un mes. Cinco semanas completas. Treinta y cinco días y treinta cinco noches. Yo llevo uno más pues el confinamiento me pilló de baja y cuando me anularon las sesiones de rehabilitación ya me encerré en casa, el viernes 13. Una fecha que en EE.UU tiene connotaciones terroríficas y, por la globalización, se ha extendido al resto del mundo. Igual que esta pandemia, con nombre del año pasado, COVID-19, pero que está modificando totalmente nuestras vidas en este 2020. Desde China, y en poco más de dos meses, el virus ha ido ocupando los territorios en los mapas, pintando de rojo los países y sumando cifras de muertos e infectados que no dejan de aumentar día tras día.

Los ciudadanos que estamos en nuestras casas para evitar la propagación y que, como yo, no pisan la calle (las excepciones son para trabajar en actividades esenciales y permitidas o para ir a comprar medicamentos o productos alimenticios o pasear al perro o bajar la basura) somos muchos. Ni en las peores distopías del cine o la literatura podíamos creer que la realidad dejaría nuestras ciudades desiertas, las carreteras y autopistas sin tránsito o el aire sin contaminación (hay que buscar siempre la parte positiva). Ni siquiera cuando vimos la película Contagio (Steven Soderbergh, 2011) nos pareció que eso podría llegar a ocurrir y ahora el factor R0 o la búsqueda de la vacuna ideal o lo que la doctora Ally Hextal (Jennifer Ehle) explica en la ficción es lo que escuchamos cada día en nuestros informativos. Espero y deseo que El hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019) no llegue a convertirse nunca en realidad y quede sólo en eso, una distopia de la que podamos aprender a través del cine. 

A mí, como he dicho, este lío me pilló de baja, pero hay otros que han sufrido ERTE (Expediente de regulación temporal de empleo) , o que tienen la posibilidad de teletrabajar desde sus hogares (sé que esta posibilidad parece una gran solución pero presenta muchos problemas añadidos para los trabajadores como la “no desconexión” del trabajo), o que sencillamente ya estaban en el paro, o que son estudiantes, o amas de casa, o jubilados… En definitiva, que no salimos a la calle y estamos confinados para contribuir a ese “distanciamiento social” y evitar la propagación del virus. Y a casi todos nos ha dado tiempo de ordenar los cajones y armarios, hacer limpiezas extraordinarias, encontrar fotografías y cartas o escritos casi olvidados, ver documentales, ver cine, ver series, leer poesía, leer novelas, leer ensayos, leer la prensa digital (los que no bajan a por el ejemplar en papel, como yo, porqué aquí no hay kiosko), revisar una y otra vez el Facebook y el Twitter en busca de la #ÚltimaHora (sobre todo los primeros días, luego ya es casi siempre lo mismo), escuchar la radio, ver en televisión las innumerables e interminables ruedas de prensa (con una media de dos al día, pero en ocasiones ha habido hasta cuatro), ver los informativos del mediodía y de la noche, eliminar del móvil los cientos de memes y chorradas que llegan por guatsap, enviar a los más allegados mensajes de ánimo y preguntar por su estado, hacer videollamadas, comprar online ese libro que todavía no ha llegado porque el operador logístico considera “mercancía no autorizada”, hacer ejercicio (confieso que lo intento día sí y día no, pero aún no le he cogido el “tranquillo”)… Parece que es una obligación estar haciendo algo constantemente, recomendar lecturas, recomendar ejercicios, recomendar recetas de magdalenas y bizcochos, recomendar series, notificar que se ha leído, se ha visto, se ha hecho…Y me pregunto cuántos de nosotros hemos disfrutado del silencio, de “no hacer nada”, de sentarnos y cerrar los ojos y simplemente “pensar”. O incluso, “no pensar” para encontrarnos, profundizar en el vacío y ver hasta donde llegamos, quiénes somos, qué hacemos, cómo somos. Creo que es un ejercicio importante, sobre todo en estos tiempos, para poder encontrar aquello que podamos cambiar y cuando salgamos (que saldremos, aunque todavía no se sepa ni cómo ni cuándo) hayamos sido capaces de extraer algo bueno de esta situación. En El ángel exterminador, Don Luis Buñuel (me encanta cómo Miguel Ángel Tirado/Marianico el corto, le llama así, con el “Don” de respeto y admiración, en El último show, cada vez que se refiere a él), desde el surrealismo más crítico, el genio aragonés apuntó hacia una sociedad burguesa egoísta y putrefacta que en su encierro/confinamiento mostraba todas sus miserias y debilidades. Cuántos habrá entre nosotros como ellos, que pintan los coches de las enfermeras o ponen carteles en los ascensores con mensajes de odio.

Mientras tanto, hay miles de personas que se dejan la vida cada día para salvar vidas y para que todo esto nos afecte lo menos posible, desde todo el personal sanitario y de limpieza en los hospitales y centros de salud, hasta los conductores de transportes públicos o los funcionarios que siguen en sus puestos, los vendedores, cajeros y reponedores, los farmacéuticos, los basureros, las fuerzas de seguridad, los bomberos, los repartidores, los carteros y todos los que se han reincorporado a sus puestos de trabajo para que la economía no caiga en la mayor hecatombe de este siglo XXI. Los que estamos en nuestras junglas de cristal parece que no podamos hacer mucho más que aplaudir todos los días a las ocho de la tarde (yo también salgo aunque mi calle está desierta, pertenece a esa España Vacía que @Sergiodelmolino describe). Y ¡claro que podemos! Podemos contribuir con nuestra energía positiva que sacaremos de lo más profundo de nosotros, para salir de esta lo mejor que podamos.

Por eso lo del silencio, lo de pensar, lo de no hacer nada. Porqué en esa profundidad siempre encontramos algo bueno. Vivimos en un mundo globalizado y ocupado por las prisas, el ruido, la sobreinformación, la escalada constante. Ahora no dejan de hablarnos de “desescalada” cuando se refieren a las medidas que habrá que tomar para regresar y salir de este confinamiento. Me parece importante que hagamos, antes, nuestra individual “desescalada”. Bajemos un poco el ritmo. Espero que muchos de los que leáis esto me confirméis que en ese silencio habéis encontrado una pausa agradable. Cinco minutos al día para empezar. Luego pueden ser diez. Los más atrevidos pueden llegar a quince. Sin hacer nada. Hasta que os parezca aburrido. Os aseguro que no lo es. No hace falta que quememos nuestras casas como Andrei Tarkovsky sugiere en The Sacrifice para salvar a nuestras familias, pero si quizás quemar algunas de nuestras anteriores conductas.

Y por eso hoy quiero compartir estas líneas, que no dicen nada, que son también silencio y que no completo con ninguna imagen, solo van acompañadas de dos audios (al final del texto). Escuchadlos sobre todo si habéis llegado hasta aquí. Debéis poner el volumen al máximo y estar en un lugar totalmente silencioso para poder apreciarlo. ¡Bendito silencio! Son solo 2 minutos. ¿Qué es eso en medio de todas las horas libres que tenemos? 

Eso es lo que yo escucho cada día cuando abro mi balcón. La circunstancia (mi estado de baja) ha hecho que este confinamiento lo pase en el pueblo. Y, en este caso, me siento afortunada por ello. Alguna ventaja tiene todavía esa España Vacía, que adivino que se volverá a llenar este verano ante la imposibilidad o no recomendación de realizar grandes viajes turísticos. Aquí la sensación de encierro no es tanta. Quién más quien menos tiene un corral o un patio o una gran terraza para salir a tomar el sol y estirar las piernas aunque no salgas a la calle. No se nota tampoco tanto la diferencia entre un día “normal” antes del confinamiento pues en las calles no hay “demasiado tránsito”. Y parece todo como si todo estuviese en su sitio, en un tiempo parado de cualquier día. Al abrir el balcón el silencio es aquí habitual pero ahora es todavía más acentuado. Y en ese silencio surge la vida. Escuchadla. Son las diez de la mañana de un nuevo día. Y vendrán muchos más en que podamos salir de nuevo, retomar nuestras vidas e incluso seamos un poco mejores, cada uno de nosotros.




domingo, 29 de marzo de 2020

Pegar los añicos


Aunque parezca que lo que os voy a contar esté inspirado por el oportunismo, os juro que es verdad lo que me ha ocurrido, pues la vida está llena de casualidades. Casualidades que a veces se convierten en causalidades para desatar el pensamiento, que en este caso quiero compartir, por lo casual y causal que resulta.

Esta madrugada se ha cambiado la hora para adecuarla al horario de verano. Nos hemos levantado, este 29 de marzo de 2020, inmersos en un confinamiento en el que cuento ya quince días, hoy será el decimosexto. Y los próximos días se anuncian más duros todavía. Una horrible pandemia está asolando el mundo y amenaza no solo con atacar a los más vulnerables y desfavorecidos sino que está haciendo temblar también los pilares geopolíticos que sostenían nuestra estructura social y política. La Unión Europea, como sabéis, no está respondiendo a la altura de lo que sería de esperar. La brecha entre el norte y el sur es de nuevo evidente, más incluso que en la crisis del 2008. Económicamente, no hay una unión real, aunque todos utilicemos la misma moneda.

El Covid-19 o coronavirus infectó al primer caso en China pero en poco más de 3 meses se ha extendido por todo el globo terráqueo. Llegó a Europa a principios de febrero atacando primero Italia, luego España y rápidamente el resto de países. Ha saltado también el charco y se está expandiendo como si se tratase de la pólvora que usaban en la conquista del Oeste desde New York hasta San Francisco. En Latinoamérica puede ser un horror si se ceba en naciones donde el sistema sanitario y las condiciones higiénicas no puedan combatirlo, y no digamos en el continente africano. Me horroriza pensar la masacre y el desastre humanitario que pueda ocurrir entre la población subsahariana o en India, o en los campos de refugiados (por llamarles de alguna manera) que hacinan miles de personas desvalidas y desprotegidas.

Pero bueno, esta reflexión inicial que daría para mucho debate, no es el objeto de esta entrada. Se trata de Europa, en este caso, a lo que quiero llegar. Y todo se ha desatado en mi mente por el cambio de hora. Veréis, cuando España entró en la Comunidad Económica Europea, allá por los años ochenta (el 13 de Junio de 1985 Felipe González escenificó la firma del Tratado junto al ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Morán, bajo la atenta mirada del Rey (emérito hoy) Juan Carlos I)  yo tenía 23 años. A partir del 1 de enero de 1986 España ya estaba integrado de hecho en la CEE (no se  le llamó Unión Europea hasta 1992 con la firma del Tratado de Maastricht). En 1992 yo cumplí  31 años y además del cambio de denominación de la unión de países europeos (con idea de eliminar fronteras y un proyecto de moneda común) en España se celebraron las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla. Mis recuerdos darían para muchos pensamientos escritos. Pero volvamos a Europa.

No sé si fue en 1986 o en 1992 pero desde entonces (desde siempre para mi memoria) en la cocina tenemos una banderita europea pequeña de porcelana. Siempre ha estado ahí. No recuerdo de donde salió.  Seguramente algún diario o producto de alimentación (Yogurt, patatas fritas, cereales para el desayuno o salchichas de frankfurt) la regaló con la compra. Entonces mis hijos eran pequeños y solía comprar esos productos. Con el tiempo ni salchichas ni cereales, aunque sí patatas y yogurt. Pero la UE sigue en pie. Todavía. No sabemos muy bien si sirve para dictar normas de déficit, tipos de interés y alguna cuestión económica, pero desde luego desde el punto de vista social solidario, en mi humilde opinión, sirve de poco. Sin entrar en política, se ha reclamado estos días horribles de crisis sanitaria, políticas comunes de actuación (cada uno va por libre en la aplicación de medidas) y de solidaridad económica (coronabonos le llaman algunos). Y se tambalea la unión, porqué cada uno tensa la estrella de la bandera para su lado.

Vuelvo al cambio de hora para que podáis entender todo esto. La banderita de la UE, azul, con las estrellas amarillas, descansa en una repisa pequeñita del reloj de mi cocina. Un caprichoso artilugio que simula una casita a modo reloj de cuco, pero sin cuco. En esa repisa, además, hay dos reyes (que ahora que lo pienso en esta historia podrían ser el emérito y el joven) de los que salen en el roscón  el 5 de enero, un burro que salió en algún otro roscón de San Blas, imagino, y un conejo o ratón sobre el que no distingo muy bien qué clase de animalito es. Todos estaban con la bandera de la UE. Sin ningún sentido ni unión, sin ningún significado. Simplemente son esas chorradas que no sabes dónde colocar y hasta que van a la basura reposan ahí, en este caso, en la repisa del reloj. Pero hoy, han tomado vida en medio de distopía que se ha convertido en realidad.

En el móvil, en la tele, en el ordenador y todos los aparatos electrónicos la hora se cambia sola (algo que siempre me ha llamado la atención, por cierto) y al levantarme esta mañana he visto como eran las diez (aunque para mí cuerpo seguían siendo las nueve). Este domingo tendría una hora menos. Tras el desayuno he cambiado la hora de los relojes analógicos (el de la cocina y el del salón) que cuelgan de la pared. Y al hacerlo, la bandera de la UE se ha caído y se ha hecho añicos.

Y se ha desatado el pensamiento.¡Vaya, qué casualidad! ¡Ahora que la UE se desmorona, que se cuestiona si es realmente una unión, va y se rompe la bandera! Después de más de treinta años. De ahí a estas líneas hay media hora en la que me he debatido si vale la pena que la pegue, esa Unión Europea insolidaria, donde los países del norte se distancian cada vez más del sur, o mejor que tire ya banderita a la basura y con ella ese sueño de Unión Europea. Pero he pensado que los añicos encajan bien, que tan apenas se notaría con dosis de buena voluntad, con solidaridad para los más afectados: un Plan Marshall, dicen algunos, como el que reconstruyó la economía de Europa después de la II Guerra Mundial.

Claro, en la repisa del reloj de mi cocina siguen esos dos reyes, inútiles que ni siquiera para adorno tienen valor, el burro (tan bonico y tan simple) y ese ratón-conejo que no sé muy bien cómo definir. Y he decidido pegar la bandera. Con pegamento fuerte, de ese que dicen que nunca se despega, por los siglos de los siglos. Y la he puesto de nuevo en la repisa. Porque la esperanza es lo último que debemos perder, sobre todo en estos días tan difíciles que nos toca vivir. No hay que crear falsas esperanzas, claro, pero desde la realidad más dura, tampoco tenemos que dejar de desear que todo vaya a ir bien.

Mucho ánimo. Cuídense todos. No salgamos de casa. Y si nos ocurren casualidades como ésta, no dejemos de pensar. El pensamiento sirve para la reflexión y, por qué no, para la unión. Aunque sea con pegamento.



jueves, 2 de enero de 2020

2 de enero del 2020. Ni hoguera, ni cura, ni belenes.

Mis hijos crecieron en un pueblo cuando todavía había cura y los niños hacían belenes en ese mundo rural que hoy formaría parte de lo que @sergiodelmolino describe en su libro La España vacía (2016). 

El día 2 de enero, San Roquillo (San Roque pequeño para distinguirlo del que se celebra el 16 de Agosto), la tradición marcaba la fiesta de una de las calles del municipio. Según contaban algunos lugareños, la fiesta conmemoraba el agradecimiento de la población por haber sobrevivido a la peste y el cólera del siglo XIX. 


Todavía en los noventa del siglo XX, en la plazoleta presidida por una hornacina con el santo en la fachada de una de las casas, se hacía una hoguera donde por la mañana se asaban longanizas y se tostaba pan para almorzar. El fuego permanecía vivo todo el día mientras los vecinos de esa calle comían juntos y celebraban la prolongación del Año Nuevo en vecindad.

Ese mismo día el cura, acompañado de todos los niños del pueblo que se apuntaban, visitaba casa por casa los belenes que los pequeños y no tan pequeños habían montado. Y les daba a todos un premio por su participación: un libro a veces o unos dulces otros años. Era un día que solía ser muy frío, de niebla o viento, pero todos iban con sus bufandas y sus gorros alegres e ilusionados. Siempre paraban en la hoguera de San Roquillo a calentarse un poco y les invitaban también a algo.

Hoy, como entonces, es el segundo día del año, una fecha además bonita para los amantes de las combinaciones numéricas, 212020. No hay hoguera ya desde hace un lustro por lo menos pues quedan  pocos vecinos y hay muchas casas cerradas. Tampoco hay cura; un sacerdote va una vez por semana a oficiar la misa para las diez o doce mujeres mayores que se distribuyen entre cuatro o cinco bancos de la enorme iglesia. Y tampoco hay niños suficientes para hacer un recorrido de belenes, que probablemente alguno de ellos todavía hará.


Eso sí, sigue haciendo mucho frío, este 2 de enero del 2020, con un niebla espesa húmeda, y hay que abrigarse con bufanda y gorro. Imagino que San Roquillo estará helado allí en su hornacina.