sábado, 17 de septiembre de 2016

Café Society

Woody Allen y Nueva York son una pareja de enamorados que no han firmado un contrato conyugal pero que jamás se separarán. Evolucionan juntos con el paso de los años, la ciudad sigue creciendo, imparable, y el cineasta, como cualquier humano, se va haciendo mayor. Aunque sigue haciendo películas a sus 80 años, casi una por año. Varias de  que ha rodado en el último tercio de su carrera cinematográfica se han llevado el varapalo de la crítica y de los espectadores; es como si el joven que sorprendió en los años 70 del siglo pasado con su narrativa atrevida e innovadora se hubiese desvanecido; como si se hubiera convertido en una máquina para sacar película tras película.


Con Café Society, Woody Allen (New York, 1935) demuestra que todavía está en plena forma y que es capaz de usar el lenguaje audiovisual con una maestría singular, con ese estilo autoral que le distingue, convirtiendo el humor ácido en sarcasmo dulce y explorando los sentimientos y las reacciones humanas, sobre todo en lo relacionado al mundo de la pareja, tema de la mayoría de sus películas: las relaciones de pareja, el amor. En Café Society hay un nuevo enamoramiento de Woody Allen, igual que en la trama de la película de amor a tres bandas y, sin ser infiel a la ciudad de Nueva York, aparece el Hollywood de los años 30 con todo su glamour (y una crítica ácida a la falsedad y la hipocresía de las relaciones sociales interesadas). No obstante, Nueva York aparece preciosa y delicadamente retratada, como es habitual; es un personaje más de la historia si bien esta vez el director diversifica las localizaciones con otras que representan Hollywood en sus primeros años de esplendor.


No hay tanta dedicación al psicoanálisis o la reflexión existencial  de aquel Woody Allen que buscaba la madurez a través de sus películas, ni tampoco a su preocupación por el sexo  en Café Society . La película es reflejo de que Woody Allen se ha hecho mayor, que no viejo. El ritmo sigue ágil en casi toda la película, más también que en sus primeras cintas, si bien el diálogo es parte imprescindible. Unos diálogos chispeantes como sólo él sabe construir, que no resultan empalagosos aunque el actor le confiese a su amada que la quiere, explícitamente. Si de algún empalago peca Café Society es quizás de una iluminación excesivamente romántica, atardeceres y tonos anaranjados que alejan del aspecto más realista de la historia, situándola en un plano de ensoñación, ficción recreada del Hollywood de los años 30 o del club lugar de reunión nocturna del Hampa y la alta sociedad neoyorkina. Tal vez esa fuese la intención del director de fotografía Vittorio Storao siguiendo las indicaciones de Allen, claro está.

Hay que destacar por su interpretación a  Jesse Eisenberg  que recuerda al Woody Allen joven, sin gafas, eso sí, en sus reacciones y actuación. Empalaga quizás la de Kirsten Stewart, demasiado dulce, demasiado caprichosa, pero es su papel. Y admirable la de los actores que encarnan a la familia del protagonista, el padre, la madre, el cuñado y la hermana… buena representación de las costumbres y la vida de los neoyorkinos judíos no ortodoxos, no fanáticos, pero seguidores de su religión aún sin practicarla a rajatabla, como la mayoría, quizás. 




Aunque el aspecto que diferencia esta última película de las otras es lo que trasluce del propio autor a través de los diálogos y la historia. Creo que Woody Allen ya ha madurado, se está haciendo mayor, por fin, y plantea cuestiones más existenciales como el más allá o la vida. También trasluce ese posicionamiento adulto hacia el conservadurismo, no atrevimiento ni ruptura, no escándalo ni experimentación; el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, la renuncia que dignifica o la entrega que acomoda.   Los personajes no se arriesgan, siguen la línea de la tradición, no sorprenden por sus reacciones y la presión social está presente.  El mal se paga con la muerte y el bien es recompensado con la vida.

La otra pasión de Woody Allen, el jazz, se convierte en el otro personaje de la película, que acompaña, y protagoniza en algunas secuencias, la propia historia.  Eso sí, por favor, si todavía no la han visto (y por eso no aporto más datos sobre la historia y el maravilloso punto final) véanla en versión original; el doblaje al español es un enorme fracaso, anulando totalmente la actuación del actor Steve Carell al que le han adjudicado una entonación casi ridícula que no se corresponde con su actuación original. 
Quisiera también  dar también un voto favorable al fino trabajo realizado por la dirección de arte, vestuario, maquillaje y peluquería. Todo nos traslada a los años 30, los decorados, los coches, la ambientación...en el Café Society. 

 

domingo, 11 de septiembre de 2016

Quince años después del 2001


Quince años han pasado desde la caída de las Torres Gemelas. En su espacio hay ahora unas fuentes conmemorativas… del dolor. Unos agujeros engullen el agua que se desliza por sus paredes, como si con ello se llenase el vacío hacia un fondo oscuro, como si fuesen una fuente inagotable de lágrimas. 




En las ocho paredes que no existen y que bordean invisiblemente esas dos torres, los nombres de los muertos grabados en piedra, y algunas rosas que les acompañan en silencio. Y miles de visitantes todos los días, la mayoría turistas,  otros neoyorkinos.



Y es que la vida sigue en Wall Street. Quince años después el trasiego por sus calles es acelerado. Los neoyorkinos caminan deprisa por esa zona,  más que  los londinenses en la City por ejemplo, o los barceloneses por la Diagonal. Llevan, eso sí, igual que éstos, sus bolsas y maletines negros en la mano o colgados al hombro, llenos de negocios, propuestas e ideas,  en portátiles o tablets, en sus miradas que jamás miran hacia arriba para ver el final del rascacielos que les protege del sol. 





Por esas calles que hace quince años estaban cubiertas de ceniza y polvo, desastre y desesperación, con rostros ensangrentados y pies descalzos, los neoyorkinos caminan hoy  hablando con sus smartphones, aunque no llevan sus terminales pegados a la oreja sino que conversan a través de los auriculares y el cable, de manera que parece que  vayan hablando solos.  Hace quince años también hablaban solos mirando a ninguna parte, ausentes, huyendo del terror y el desastre… gritaban, lloraban. Imágenes que en directo nos ofrecía la televisión y que han quedado impregnadas en nuestra memoria. 




Por eso el visitante compara cuando llega ahí. Y busca respuestas. Y no las encuentra todavía. América se sintió vulnerable. Los americanos también. Hoy se advierte mucha protección en las calles, vigilancia incluso a los que demostramos abiertamente que somos turistas, visitantes curiosos simplemente. También observa el visitante que todavía hay obras en las cercanías quince años después y que se ha construido una enorme torre nueva, el edificio más alto de Nueva York, el nuevo World Trade Center, que está junto al espacio vacío que dejaron las dos torres.


Para no sentirse vulnerable y no olvidar el espíritu americano, esa bandera de la libertad y el progreso que les caracteriza. 


Aunque sí observa como la frenética actividad que hay, quince años después, en Wall Street se detiene al llegar al espacio vacío de las torres. Allí los visitantes miran, callan, observan, caminan despacio…
Murieron cerca de 3.000 personas de 80 países. Lo lamentable es que quince años después sigan muriendo cada día miles de personas en Siria, Irak, Afganistán, Yemen o Burundi… o en el mar huyendo de la guerra y el terror…o en Bruselas, París o Niza, Europa madre de la civilización y el progreso.  Injusticia que sigue ocurriendo, después de quince años, hoy 11 de septiembre de 2016..

Recordar sí, claro, pero rectificar también. Al comportamiento humano todavía le queda mucho por cambiar. Nos queda, porque todos somos parte y causa. Nos lamentamos, nos quejamos y dejamos en manos de nuestros representantes políticos la actuación; depositamos en ellos nuestra confianza para que “esto se arregle”. Pero no termina de arreglarse.

Fotografías Aurora Pinto. New York, mayo 2016