lunes, 22 de diciembre de 2014

La película La Isla mínima es la que más nominaciones tiene (ocho) a los Premios Feroz 2015. Estos premios son los que concede la crítica cinematográfica. Ha tenido muy buenas valoraciones, tanto por la prensa como por los espectadores, tal como lo reflejaba la revista Fotogramas. Yo, cuando salí del cine escribí también cuatro líneas que transcribo a continuación. Veamos primero el trailer

Entramos en la sala de cine conscientes de que lo que vamos a ver es una ficción. Una película realizada con efectos especiales, interpretada por actores y, en la mayoría de los casos, basada en un guión que no corresponde a una historia real.
APAGAN LAS LUCES Y COMIENZA LA PROYECCIÓN. Las imágenes que acompañan los títulos de crédito nos emocionan. Por su belleza. Planos encadenados que al principio parecen un mosaico artificial, de bellos colores y formas. Nos damos cuenta que es una realidad. Son planos cenitales de un paisaje que todavía no situamos en el globo terrestre. Pero existen.
La historia comienza. Aparecen los actores, Javier Gutierrez y Raúl Arévalo, que interpretan a dos policías.  Estamos en los ochenta, reza un crédito. Es todo tan real. Aunque cuando finaliza la película, concluimos que tal vez el vestuario nos remite más a los setenta, con aquellos pantalones pata de elefante y aquellas camisas con cuellos inmensamente enormes. Y sin embargo nos lo creemos como algo real.
La dirección de arte es impecable, con unos escenarios reales y un atrezzo intradiegético. Todo detalle aporta algo a la historia, desde los coches, los cuadros, las cruces, las puertas... No hay plató. Todo es real. Y nos lo creemos. Cada vez estamos más inmersos en la historia que nos cuentan. La naturaleza está presente. No sólo en los paisajes, los humedales, los campos de cultivo, el polvo, las aves. Imágenes reales. Y sonidos que introducen nuestros sentidos en esa realidad: las moscas revoloteando en el ambiente.
Sin embargo, Alberto Rodriguez abusa en la dirección de los primeros planos y el punto de vista no es siempre el del espectador. Despista una poco esa ambivalencia: en ocasiones son planos subjetivos de los personajes y, en otras, planos omniscientes. La narración es multiperspectiva, con varios puntos de vista y, en algunas ocasiones, el plano no está al servicio de la historia, sino que es un deleite visual del director que enturbia la visión del espectador. Pero se acepta, por que la fotografía es impecable. No sólo por los encuadres, sino por la iluminación y el tratamiento de color. Muchos planos nocturnos, gran cantidad de exteriores y un gran trabajo Alex Catalán. De premio.
Aparecen unos cadáveres. Nos los creemos por que el maquillaje es tan perfecto que hasta nos hace girar la cabeza de repugnancia. Es todo real. Ya no nos acordamos que cuando entramos en la sala sabíamos que aquello era una ficción.

Los personajes están bien trabajados. Almas que viven en un pueblo de Andalucía. No hay estridencias, porque los actores realizan tan buen trabajo: nos creemos esos personajes. Las psicologías de sus actos, de sus miradas, de sus llantos... son una realidad. Los dos policías presentan, además, una contradicción que nos mantiene en vilo. La historia en sí misma se teje de subtramas que aportan toques de interés permanente para seguir avanzando y descubriendo, como espectadores, lo que nos quiere contar esa película que estamos viendo. Son reales, reflejo de una España no tan lejana, que está presente en nuestro imaginario. Es una película, sí. Pero es también  un conjunto de realidades que han ocurrido. Y nos estremecemos.

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